PLáSTICA › RETROSPECTIVA DE JAMES ROSENQUIST EN EL GUGGENHEIM DE BILBAO

Uno de los popes del arte pop

Junto con el cuarteto de artistas pop más conocidos, como Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Claes Oldenburg y Robert Rauschenberg, Rosenquist es el quinto nombre infaltable.

 Por Fabián Lebenglik

Es una tetralogía integrada por Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Claes Oldenburg y Robert Rauschenberg. Pero esa breve lista cumbre debe ampliarse, al menos, con un quinto nombre: el de James Rosenquist.
En octubre de 2004 quien firma estas líneas tuvo la oportunidad de recorrer, en el Museo Guggenheim de Bilbao, una extraordinaria retrospectiva del pintor norteamericano James Rosenquist (1933), uno de los más importantes y al mismo tiempo menos conocidos de los popes del pop, fuera de Estados Unidos. La muestra abarcaba desde las pinturas iniciales hasta las actuales, centrándose en lo más fuerte: las pinturas de la década del sesenta, en muchos casos dípticos y polípticos.
Junto con Warhol, Lichtenstein, Oldenburg y Rauschenberg, Rosenquist hizo entrar al gran arte aquello que hasta fines de la década del cincuenta y comienzos de la del sesenta se consideraba banal, bajo, masivo y vulgar: las imágenes de la cultura de masas. Como en el caso de sus compañeros de rubro, tuvo una temprana intuición para percibir por dónde pasaría la estética de su época.
La partida de nacimiento del arte pop hay que fecharla en Londres, en 1956, cuando el pintor y fotógrafo Richard Hamilton incluyó la palabra “pop” en un collage titulado ¿Qué hace exactamente a los hogares de hoy tan distintos y atractivos?. Aquel collage formaba parte de una muestra que tenía, desde el título, ambiciones visionarias: This Is Tomorrow (“Esto es mañana”). Aquel falso lujo proletario y kitsch del ciudadano medio anglonorteamericano, sumado a la simbiosis del arte con el diseño gráfico e industrial, fue aprovechado de manera genial por artistas como el británico Hamilton y los norteamericanos Oldenburg, Warhol, Lichtenstein o el propio Rosenquist, cuyas obras se mueven en un límite ambiguo –festivo, pero también corrosivo– que rompió estéticamente con la división entre cultura “alta” y “baja”. Sus obras demostraron hace cuarenta y cinco años que no es posible menospreciar ni considerar como productos subculturales la cultura de masas.
“Descubrimos que teníamos en común una cultura vernácula –escribía Lawrence Alloway, el crítico de arte británico que definió el arte pop– a la que cualquiera podría acceder y que persiste por encima de los intereses particulares o habilidades artísticas, arquitectónicas, de diseño o de crítica. La zona de contacto era la cultura urbana de masas, la música, las películas, la ciencia ficción. Ninguno de nosotros sentía el rechazo reinante entre los intelectuales por la cultura comercial y masiva: la aceptábamos como un hecho. Era una cultura que atraía al hombre de la calle, a la gente no especializada y a la juventud.”
El pop norteamericano, que revelaba un tono descriptivo, casi neutral –y muchas veces cercano al vacío– respecto de los medios y la cultura de masas como cantera de imágenes para el arte, exhibía una genial ambigüedad en relación con el consumismo, que colocaba al pop en la incómoda posición de la ambigüedad: entre la apología de la banalidad y el cinismo ideológico, pero también a las puertas de la crítica del imperio del mercado y el consumo.
Rosenquist nació en Dakota del Norte en 1933 y estudió arte en Minneapolis desde fines de los años cuarenta. A comienzos de los ’50 pintó carteles publicitarios y eso lo puso en contacto con la pintura industrial. En 1955 recibió una beca que le permitió conocer y estudiar con grandes maestros como George Grosz, entre otros. A fines de aquella década fue contratado para realizar carteles publicitarios en Times Square, el corazón “pop” de Manhattan.
Después de experimentar un tiempo con el expresionismo abstracto, un estilo fogoneado en la década del cincuenta casi como una razón de Estado por las instituciones fuertes del arte norteamericano como el Moma y –precisamente– el Museo Guggenheim, Rosenquist se volcó al incipiente pop. De la década del sesenta datan sus obras más importantes y entonces se incorpora al selecto grupo de pintores nucleados en la galería faro del arte pop, Leo Castelli, en Nueva York.
Durante la elección de John F. Kennedy, Rosenquist pintó President Elect, en donde se ve una suerte de collage pictórico con el retrato del futuro presidente yuxtapuesto con imágenes que remiten al sexo y a la publicidad de autos.
Si en Warhol, Rauschenberg, Lichtenstein y Oldenburg hay una aparente falta de crítica a la sociedad en la que viven, en Rosenquist el componente crítico resulta evidente: a mediados de los años sesenta pintó contra la guerra de Viet Nam un gigantesco cuadro panorámico, de 26 metros de largo, llamado F-111, nombre tomado del de los aviones bombarderos utilizados por Estados Unidos para atacar a los vietnamitas. El cuadro, una suerte de friso que exhibe un montaje de imágenes donde se relaciona la participación norteamericana en la guerra con las necesidades económicas de Estados Unidos, fue comparado por la crítica con el Guernica de Picasso. Esa pintura, que forma parte del patrimonio del Moma, no fue prestada para la exposición del Guggenheim español, pero no puede dejar de mencionarse como una pieza clave en la trayectoria del artista. Aunque sí se incluyen los bocetos preliminares de F-111.
Rosenquist había pintado en 1961 el primer cuadro en el que utilizó la técnica de la pintura publicitaria y la fragmentación de la imagen, típica de la publicidad. En el ’62 presentó su primera muestra individual. En aquellos años se dedicó también a la escultura, que en algún caso presenta aristas críticas de la sociedad norteamericana.
En 1968 realizó su primera retrospectiva, en Ottawa, Canadá. Y luego siguieron varias. En 1969, mientras participaba en Washington de una manifestación contra la guerra, el pintor fue detenido y encarcelado. También es conocida su militancia por los derechos legales de los artistas, defensa en la que estuvo muy activo a mediados de los setenta.
Desde su trabajo como realizador de carteles publicitarios en el corazón de Nueva York, Rosenquist había descubierto a mediados de los cincuenta que los medios masivos y la publicidad transformarían las imágenes del mundo en una nueva realidad, sucedánea del mundo.
En esa coctelera pictórica de idas y vueltas entre pintura y publicidad, entran infinitas imágenes heterogéneas de las fuentes más variadas, yuxtapuestas y montadas en secuencias fragmentarias y a veces caóticas y aleatorias. La vida cotidiana, la tecnología, el cosmos y los viajes espaciales, el progreso tematizado como un motivo romántico, el consumo y el mundo de la moda, todo entra en la pintura de Rosenquist con esa matriz ambigua que va de la apología y el homenaje, a la crítica feroz.
Sus cuadros son construcciones ultrabarrocas y recargadas de sentidos que se potencian por el contexto y las combinaciones del artista.
Durante buena parte de los setenta hay un blanco en su producción, en parte debido a un accidente de auto en el que su mujer y su hijo resultaron gravemente heridos, y en parte por una crisis artística. A fines de los ’70 el artista retoma la pintura y su obra vuelve a circular en los años ochenta.
Actualmente el pintor utiliza como taller un hangar en Florida, lo que le permite ampliar los formatos monumentales de sus telas. Conserva una pasión por el color y el montaje de imágenes, de procedencias y puntos de vista múltiples y simultáneos. Cuando retoma la pintura, su obra muestra montajes de imágenes de mujeres combinadas con el mundo de la moda y la cosmética. Y más recientemente sus telas revelan una dinámica compositiva que evocan el fuego, el progreso, el cosmos y el consumo, envueltos en una suerte de narrativa visual que rota como dentro de una máquina centrífuga. El desarrollo y apogeo de Rosenquist y los artistas pop deben leerse en sincronía con los músicos de rock y con los escritores que, muchas veces desde la formación académica, tomaron formas populares para contrabandear conocimientos, ideas y teorías provenientes de la que hasta entonces se conocía como “alta cultura”. En este punto, los códigos rígidos y estereotipados de los lenguajes masivos han sido (son) un buen medio de transporte de ideas que no hubieran circulado tan rápidamente sin el vehículo del pop.

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Te amo con mi Ford, 1961. Una de las célebres pinturas de James Rosenquist.
 
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