ESPECTáCULOS › ELLA, DE SUSANA TORRES MOLINA
Las dos caras de un objeto de deseo
En la obra, un melodrama masculino, dos varones pelean por una misma mujer.
Por Hilda Cabrera
Dos hombres acuciados por la intriga de saber algo más de Ella confrontan escudándose en la pasión, sentimiento que no se expresa a cuentagotas sino entre arrebatos y sin indulgencia respecto del contrincante. Uno de ellos confiesa estar dando manotazos de ahogado y el otro cree ser amado. “Ella” es aquí una especie de Dalila que no rapó a sus amantes como la cortesana filistea que entregó a Sansón pero, como aquélla, se apropió de la fortaleza de sus varones. Se sabe aquí que el rechazo de la mujer los destruiría, y todavía peor: se sugiere que acabarían sexualmente cercenados. En los respectivos roles de Iriondo y Marley, Patricio Contreras y Luis Machín transmiten la alarmante situación por la que atraviesan sus personajes con voces de variados registros y gestos sobriamente afligidos. Es cierto que por momentos se hacen los distraídos e incluso ironizan, pero el desafío es “real” y el deseo no es chiste: produce dolor y metamorfosis, y puede convertir a un pacífico en violento. Iriondo es en este caso el que aguijonea, en tanto Marley se esfuerza por mantenerse tranquilo en esa “caja” de sauna en la que los ubicó la autora.
De la encerrona no escapan y las razones serán develadas gradualmente. Se trata de un melodrama masculino: el de dos varones prendados de una misma mujer. La pasión que embarga a estos señores no conmueve demasiado, aun cuando suene alguna cachetada, se produzca una torcedura o varias aparatosas caídas. Sucede que Ella es un sujeto lejano, a pesar de que se la mencione constantemente. Lo que sí está en escena, y probablemente atrape, es la complejidad de los sentimientos de estos hombres (¿desesperados?). Los personajes enuncian con desenvoltura hechos y sucedidos (así calificados porque parecen teñidos de fantasía), y en ocasiones –las mejores y más activas en este montaje– se atreven a bucear en los rincones más oscuros de sus emociones o a sublevarse, sarcásticos, ante la propia mansedumbre. Atados a Ella –descripta por Iriondo como una pelirroja comehombres–, no son más que fantoches. Una debilidad que les quita atractivo al convertir a uno y otro en el patético individuo que se resiste a perder el objeto (porque eso parece ser Ella en este contexto) de sus lances sexuales.
La libertad se ha fugado del cuerpo y el pensamiento, y la vida de cada cual estará atada a la suerte de Ella. Contreras y Machín demuestran aptitudes excepcionales dentro de sus diferentes registros, pero sus personajes no están siempre a la altura de las circunstancias. El texto transita la comicidad irónica y el patetismo con réplicas de distinto color, algunas extrañamente barrocas y otras lineales a pesar de ciertos quiebres. Probablemente esto se deba a que los personajes y las situaciones poseen la rara característica del doble filo. De ahí, quizá, la morosidad (¿deliberada?) que antecede, por ejemplo, a una escena reveladora. Este mecanismo, semejante a un “juego de escondidas”, crea –a través del diseño escenográfico de Ariel Vaccaro, las luces de Leandra Rodríguez y el sonido de Martín Pavlovsky– una atmósfera de pesadilla y de desconfianza e inseguridad crecientes. Bloqueados en el sauna, el diálogo de estos varones se introduce por momentos, y abruptamente, en caminos tortuosos: se espían, corroídos ambos por el temor a ser desplazados. La puesta de Susana Torres Molina es detallista y correcta en la articulación de cada segmento de esta pieza, que puede verse como la dramatización de un engaño o de un pedido de socorro frente al deseo que urge y se escapa. De ahí que, aun con sus morosidades, la pieza interesa y envuelve, sobre todo cuando pugna por abrirse camino en asuntos tan complejos e insalubres como el deseo de posesión (o dominio del otro), el terror al rechazo y el convencimiento o la duda sobre la eficacia de la venganza.