CIENCIA › VOLCANES, MITOS Y DESMITIFICACIONES

Argentina, país cenicero (y alarmista)

La Cordillera de los Andes es una barrera topográfica al paso hacia el territorio argentino del material piroclástico y la lava de los volcanes chilenos. Pero el viaje de la ceniza no se detiene. Patricia Sruoga explica la importancia de comunicar la verdadera magnitud de un fenómeno natural inevitable.

 Por Pablo Esteban

Un día cualquiera, en Occidente y a principios de la Edad Moderna, el ser humano confió tanto en su poder de transformación que creyó que podía domar lo indomable. Los dioses ya no fueron útiles para explicar cuanta cosa ocurría y la ciencia emprendió un camino de laureles y coronas hacia el objetivo final: el matrimonio entre la razón y el progreso. Sin embargo, de vez en cuando, la naturaleza le recuerda al mono evolucionado que todo el mundo no cabe en la palma de su mano; le susurra al oído y le explica que existen fenómenos que huyen a su ingenuo control y que –entre otras cosas– no es el centro del planeta (muchísimo menos del universo).

Los volcanes son estructuras antiguas que existen desde tiempos remotos, que acompañaron el desarrollo evolutivo de los primeros hombres y mujeres y que, probablemente, estarán todavía allí cuando éstos se extingan. Las erupciones representan procesos normales en los ritmos de vida de esas formaciones geológicas; en efecto, ¿por qué olvidar que existen y continuar describiendo sus acciones como si fueran excepcionales? Tal vez sea preferible escuchar a los especialistas: más vale ser buenos vecinos y fijar pautas de convivencia porque su contrato de locación en la Tierra es por tiempo indefinido.

Mejor conocer y no encender falsas alarmas. En Argentina, los volcanes activos se encuentran emplazados en la Cordillera de los Andes, o muy próximos a ella, donde la densidad demográfica es baja. Este hecho reduce significativamente el grado de riesgo en relación con Chile. Sin embargo, el hecho de compartir la extensa frontera andina con un país de alto riesgo volcánico determina para los argentinos una situación de vulnerabilidad frente a las diversas manifestaciones de actividad eruptiva.

Patricia Sruoga es doctora en Ciencias Naturales con orientación en Geología, recibida en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata. Además, es investigadora adjunta del Conicet y trabaja en el Instituto de Geología y Recursos Minerales (IGRM) perteneciente al Servicio Geológico y Minero Argentino (Segemar). La especialista narra qué ocurrió con el Calbuco, compara cómo es la actividad volcánica del presente respecto de tiempos precedentes y señala la importancia de difundir información con sustento científico.

–¿Por qué estudió geología?

–Cuando era niña me gustaba mucho escribir y, por ello, mis parientes y amigos me auguraban un buen futuro en la carrera de Letras; sin embargo, seguí otro camino. La influencia que recibí de mi padre fue decisiva. El era perito minero y andaba todo el tiempo rodeado de piedras, tanto que mi casa parecía un museo. Creo que me transmitió su pasión por el mundo natural desde una perspectiva geológica. Y luego, cuando fui adolescente pensé que el acercamiento a la Geología me permitiría conocer el origen de las cosas y decidí optar por comenzar a estudiar algo de lo que en la actualidad no me arrepiento.

–Usted es especialista en volcanes, ¿cómo se analiza desde la superficie una actividad que se desarrolla bajo tierra?

–Lo que yo hago, entre otras cosas, es realizar un trabajo de relevamiento en el campo. El objetivo es establecer la historia eruptiva, es decir, describir y analizar cómo fue la actividad de un determinado volcán desde que se formó; identificar y reconocer, en última instancia, cada uno de esos eventos explosivos o efusivos para establecer frecuencias y magnitudes. Lo que hay que tener en claro es que cada volcán tiene su particularidad y su especificidad. El trabajo que realizamos, junto al equipo de investigación del que formo parte, es un tanto detectivesco. Por ejemplo, el volumen de un depósito de cenizas puede indicarnos qué magnitud tuvo el acontecimiento y permite calcular, inclusive, qué distancia alcanzó la fracción más fina de material expulsado. Otro patrón es el estudio de la frecuencia con que cada ejemplar comienza un proceso eruptivo, ya que dar cuenta de la frecuencia permite estimar la recurrencia.

–Existen fenómenos naturales que generan miedo. ¿En qué situación está el volcán chileno Calbuco? ¿Cómo conviven los ciudadanos que habitan en las proximidades de las zonas afectadas?

–En principio, hay que entender que la actividad volcánica no puede ser detenida. Uno no puede poner un tapón y frenar una erupción. En efecto, las personas deben aprender a convivir con un fenómeno imposible de evitar. La población tiene el derecho, en cualquier circunstancia, a saber acerca de los peligros a los que se encuentra expuesta. En el caso del volcán Calbuco, los ciudadanos que habiten el área comprometida deben conocer que, exclusivamente, les caerá ceniza. Cuando se elimina el factor sorpresa, los modos y los mecanismos de acción funcionan con mayor eficacia. Por caso, todos los habitantes de la región (San Martín de los Andes, Villa La Angostura y alrededores) tenían presente lo que había ocurrido en junio de 2011 con el complejo volcánico PuyehueCordón de Chile, y sabían, por ejemplo, que debían racionalizar el consumo de agua, que debían utilizar barbijos, que tenían que cerrar las ventanas, etcétera.

–Desde esa perspectiva, la ignorancia está muy vinculada con el miedo...

–Exacto, cuando uno conoce las implicancias y los efectos de determinado fenómeno es mucho más simple saber cómo actuar y qué medidas tomar. La difusión correcta de la información es un punto clave. Se trata de una tarea de concientización y desmitificación, en la que deben participar todos los investigadores. En definitiva, Argentina es un país cenicero.

–En este sentido, según he leído al respecto, las cenizas que arroja el Calbuco no son tóxicas. Sin embargo, ¿cómo podrían afectar las actividades de los habitantes afectados?

–Por caso, las haciendas son muy perjudicadas por las cenizas. Desde esta perspectiva, pienso que habría que planificar cómo prevenir y preservar los cultivos. A diferencia de lo que ocurre con los vegetales, en general, los animales logran escapar y se trasladan a otros sitios motivados por su propio instinto de supervivencia.

–En el trayecto que recorre la Cordillera de los Andes existen noventa volcanes. Desde este punto de vista, ¿los comportamientos de estas estructuras geológicas se modifican con el tiempo? ¿Cómo era la actividad volcánica en el pasado?

–El principal problema en esta parte del globo es que el proceso de ocupación se produjo hace relativamente poco tiempo. Por ello, nuestro registro histórico de actividad eruptiva es muy acotado. Por ejemplo, en el pasado, cuando el volcán de la región del Maule entraba en actividad, los indígenas que habitaban ese sitio en Mendoza se mudaban hacia otro lugar y se instalaban en diversas latitudes en búsqueda de recursos naturales apropiados. Sin embargo, vale destacar que eran habitantes que tenían otra percepción de la naturaleza y no desarrollaban esa cosmovisión contemporánea que conduce a creer que el ser humano tiene dominio total sobre lo natural. Por otra parte, los documentos con los que contamos en la actualidad corresponden a los últimos 300 años; a diferencia de lo que ocurre en Europa, un continente que posee una historia de ocupación mucho mayor. Sucede algo similar con la evaluación del cambio climático: se necesita de un registro muy largo para afirmar, efectivamente, que el clima sufre variaciones respecto al pasado. La escala del tiempo humano es muy efímera respecto a los ritmos geológicos y los fenómenos naturales.

–¿Cuál es la incidencia del ser humano en la actividad volcánica?

–Ninguna, los seres humanos no participan absolutamente en nada. La actividad volcánica está relacionada con un fenómeno endógeno mucho mayor vinculado con los desplazamientos de las placas tectónicas. Me refiero a procesos tales como la subducción y la disminución o crecimiento de los ángulos de las placas desarrollados en ciclos temporales.

–Los especialistas encargados del monitoreo indican que los volcanes dejan señales que anticipan el advenimiento de una posible erupción, ¿es posible predecir la actividad de un volcán?

–El Copahue (Neuquén) junto al Peteroa (Mendoza) son los ejemplos locales mejor monitoreados. Para poder determinar e interpretar las señales, los investigadores dependen de la calidad de los instrumentos y de los equipos con que cuentan. En esta línea, la actividad sísmica representa un signo confiable en la medida en que permite diferenciar el ascenso del material magmático de la fracturación de la roca.

–Por último, ¿qué me puede contar acerca de la formación de recursos humanos especializados en el área?

–En verdad, me gustaría que se sumen más jóvenes porque somos pocos los que estudiamos estos temas. Necesitamos de geólogos recién recibidos que se incorporen al vulcanismo. Otra asignatura pendiente sería completar el inventario de volcanes activos, para tener una referencia de los peligros, los riesgos y otros efectos que comprenden las actividades de unas estructuras geológicas tan apasionantes.

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Patricia Sruoga es doctora en Ciencias Naturales con orientación en Geología.
Imagen: Rafael Yohai
 
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