CIENCIA › NUEVA LEY SIN UN MINISTERIO CLAVE

Ciudad sin ambiente

La nueva ley de ministerios que se apresta a sancionar la Legislatura porteña omite la existencia de un Ministerio de Medio Ambiente, que quedaría en manos de una Agencia, cuya misión no es establecer políticas.

 Por Sergio Federovisky *

Pocos dudan de que en el mundo la cuestión ambiental esté instalada. Brutalmente instalada. A tal punto que por primera vez en poco más de un siglo de existencia, el Premio Nobel de la Paz no fue “de la paz”, sino del medio ambiente y fue entregado a Al Gore, el político que más desparramó por el mundo la noción de que el cambio climático está adoptando la fisonomía del Apocalipsis contemporáneo, y al equipo de científicos que desbarató la resistencia del neoliberalismo a admitir que es el modelo económico imperante el que determina el calentamiento global.

Tanto ha penetrado el discurso ambiental, que no hay instancia internacional que no recomiende su tratamiento a nivel de los Estados. Hasta el Grupo de los Ocho, que reúne a los más poderosos, industrializados y contaminantes del globo, ubicó en sus últimas cumbres el deterioro ambiental y la guerra de Irak en un plano de similar preocupación para la política de estos tiempos. Nicolas Sarkozy, el conservador presidente de Francia, sorprendió al investir de ambiental toda decisión en áreas otrora intangibles como la agricultura transgénica o el uso de pesticidas.

Es probable que en tanto nivel de exposición haya un porcentaje atribuible a la moda. Pero como ha dicho el pensador argentino Tomás Maldonado, una moda siempre deja algo en la conciencia colectiva, aun cuando finalmente sea reemplazada por otra. Y moda o no, lo cierto es que hasta los municipios más pequeños corren detrás de la exigencia social de ocuparse de la ecología y rastrillan sus exangües organigramas para dar con un “raviol” al que categorizar “subsecretaría”, “dirección” o “secretaría” y colocarle la denominación de Medio Ambiente. Después se verá qué función efectivamente cumplen.

Cuando a los ecologistas argentinos se les pregunta cómo iniciar un camino que revierta la remanida crítica a la ausencia de política ambiental en el país, responden que antes de pensar en el perfil, el sexo o la estatura de la persona a colocar al frente del organismo ambiental, hay que dar una fuerte señal institucional y conformar un Ministerio de Medio Ambiente. Es que la historia de obtención, desarrollo y consolidación de una conciencia ambiental va de la mano de la configuración de la responsabilidad institucional: la dictadura ubicaba la palabra ambiental como sufijo de alguna secretaría de vivienda y destinaba sus tareas poco menos que a la fumigación y erradicación de plagas urbanas.

La ciudad de Buenos Aires, pese a su tamaño y actividad, y a la envergadura de sus problemas ambientales asociados a esos atributos, siempre careció de política e incluso de institucionalidad ambiental. Como la policía o el transporte, el control de la actividad industrial, así como la protección del Río de la Plata, se manejaron desde el largo brazo de la Nación sobre su ciudad capital. La ciudad apenas se ocupaba de las plazas y recién veinte años después de creada pudo defender con cierto criterio la Reserva Ecológica, sitiada por los propios políticos porteños.

Así nos fue.

Recién en los últimos años y (justo es reconocerlo) producto de una alquimia en la que intervinieron tanto la moda ecológica como la conciencia y la repartija habitual de cargos, se creó el Ministerio de Medio Ambiente, que en tiempos más recientes comenzó a ser visualizado como una instancia real de gestión de los problemas ambientales de la ciudad.

Por todo esto, y pese a esa costumbre de la clase política de ir en sentido opuesto al común, sorprende que el proyecto de ley de ministerios del gobierno porteño que asume el 10 de diciembre elimine la figura y el espacio del Ministerio de Medio Ambiente.

Alguien dirá que en verdad se fusiona con el de Espacio Público. Pero alguien responderá que el resultado es un Ministerio de Espacio Público y Medio Ambiente, y que en estas determinaciones políticas el orden de los factores sí altera –y de modo grosero, a veces– el producto. Y alguien añadirá que, de acuerdo con lo informado por el electo jefe de Gobierno, quien asumirá al frente de esa cartera no es un ambientalista y ni siquiera un ecólogo o un académico, sino un empresario sin más vínculo con lo verde que su eventual pero incomprobable mirada piadosa sobre aquello que es políticamente correcto. Más todavía: si se estudia sin anestesia su actividad, se comprueba que en el organigrama porteño el Espacio Público es un concepto ostentoso que se traduce como la tradicional gestión de servicios públicos tales como el bacheo o el alumbrado y la recolección de basura, que no es vista como un problema ambiental (como es hoy analizada en cualquier ciudad moderna y sensata) sino como un negocio tercerizado a licitar. En el mejor de los casos, la decisión de subsumir el concepto de Medio Ambiente en el de Servicio Público remite a la desusada noción de que la ecología urbana es no mucho más que una plaza bien cuidada. Y uno tiene la tentación ideológica de evaluar que, a la luz de estas decisiones, el neo-neoliberalismo sólo entiende al medio ambiente desde la cosmética verde y no desde lo profundo de la relación entre la sociedad y la naturaleza.

Alguien, desde el futuro oficialismo porteño, rebatirá que está en los planes crear una agencia ambiental de la ciudad. Autarquía aparte, no cabe duda –y por eso se lo elimina– que un ministerio es de rango superior que una agencia. Y la historia de las agencias ambientales remite excesivamente a las comisiones que invocaba Perón como mecanismo para no solucionar nada pero hacer de cuenta que uno se está ocupando del problema. Una agencia es, como su nombre lo indica, un contralor, un ejecutor, y en el caso de una agencia ambiental, tal como la define el macrismo, es la que va a fiscalizar que se cumplan las normas ambientales. Pero la política ambiental, que es donde se generan los problemas y las contaminaciones, la elabora un ministerio. Y si no hay ministerio de medio ambiente, algún otro tomará las decisiones que determinen la polución, el uso del suelo y demás cuestiones.

El Riachuelo, la costa del Río de la Plata contaminada por acción de la ciudad y cuyas aguas nos están vedadas hace cuarenta años, los efluentes industriales, la contaminación del aire, el ruido, el aporte de este conglomerado urbano al calentamiento global, las inundaciones, la adecuación de la ciudad a las consecuencias ya comprobables del cambio climático como el incremento de las sudestadas, la provisión de los servicios básicos (cloaca y agua) en tiempos de irracional boom inmobiliario...

Estos son apenas unos pocos ejemplos de una lista de los temas que debiera tener en su agenda un ministro de Medio Ambiente de una ciudad de tres millones de habitantes que integra un continuo urbano cinco veces más grande.

Pero parece que no ocurrirá.

* Autor de El medio ambiente no le importa a nadie (Planeta, 2007) y de La historia del medio ambiente (Capital Intelectual, 2007).

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Imagen: Pablo Piovano
 
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