Lunes, 7 de julio de 2008 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Hay una expresión, que se corresponde con una imagen muy gráfica, que los futboleros solemos aplicar a los jueces de raya que levantan el banderín sin vacilar para cobrar los offsides alevosos, dudosos o inexistentes; es decir, se aplica a los que levantan la banderita siempre, como si fueran un muñeco mecánico con ese único e invariable movimiento posible: “¿Qué tenés, alcahuete, un resorte?”, vociferamos ante la impasibilidad del asistente que no reconoce matices de centímetros más o menos, carece de criterio y castiga, (nos) castiga incluso por si acaso, operado su oscuro mecanismo por quién sabe quién. Porque la idea de la reacción automática va acompañada de la sospecha de que el sujeto carece de voluntad propia, la ha enajenado: el hijo de puta está programado.
Hay otra expresión largamente vulgarizada en el ámbito genérico de la política y del gobierno de la cosa pública que implica el uso de la palabra “resorte” –más “resortes”, en plural– para referirse no al objeto metálico espiralado sino a los medios operativos o instrumentales propios de los que disponen todos y cada de los poderes del Estado para operar, sacar adelante decisiones e iniciativas propias. Van más allá de y están más acá que las facultades. Los resortes son una especie de comando manual para cuando el automático constitucional no responde o satisface. Sirve para las correcciones (legales, eso sí) sobre la marcha. En general se habla de “resortes privativos” –uno imagina una botonera personal de colores vivos– del Ejecutivo, del Legislativo y del Judicial. Esos resortes son los que trabajan en los límites de las facultades, en el filo dentado que encastra la relación a mordiscones entre los poderes. Cuando un Poder acude a un “resorte privativo” es cuando se sienta sobre él –el famoso resorte en el culo– para saltar sobre los otros.
En estos días inmediatamente pasados, presentes y por venir, están de moda los resortes. Por un lado, el Ejecutivo ha renunciado tardía, estratégica o inevitablemente al uso de un resorte privativo concedido por un Congreso (¿a resorte?) que le otorgó facultades para decidir lo que fuera, siempre que no jodiera a algunos que manejan resortes mucho más poderosos que los suyos. Sin embargo, pese a guardarse el resorte privativo, el Ejecutivo no ha podido evitar que, repentinamente conmocionada por la que considera directa o indirecta injerencia del Ejecutivo sobre las decisiones del Legislativo en el debate y la votación que ya sabemos, gran parte de la prensa haya saltado como un resorte para criticar a los diputados con brazo a resorte a la hora de votar.
La cuestión es que algunos de estos resortes –tan sensibles o renuentes según el caso hoy– no estuvieron tan tensos, dispuestos y eficaces a operar sobre brazos y culos en momentos culminantes –ésos sí, trágicamente claves...– del debate argentino de las últimas décadas. Cuando se votaron leyes de obediencia debida y punto final en los ‘80, y se promulgaron indultos vergonzosos, se consumaron privatizaciones criminales o –sobre todo– se sancionaron leyes como las que “desregularon” el mercado laboral durante un menemismo tan respetuoso de los resortes como el inventor de la guillotina (a resorte). ¿Qué pensaban los diputados del brazo a resorte que votaron eso? Pero, sobre todo, ¿dónde y cómo carajo estaban los oxidados resortes que no hicieron que saltaran entonces, como hoy, los voceros de la opinión libre antitotalitaria?
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