Miércoles, 27 de mayo de 2009 | Hoy
Por Leonardo Moledo
Hace más o menos un año, me invitaron a participar en una jornada sobre Borges en Graz, Austria, una bellísima ciudad sobre el río Mur, que guarda entre sus glorias que el mismísimo Kepler haya enseñado en su universidad entre 1594 y 1600, donde concibió ese dislate que fue la Harmonia Mundi, un perfecto sinsentido pitagórico y místico que, no obstante, tuvo el mérito de llamar la atención de Tycho Brahe y el comprensible desinterés de Galileo. Fue Tycho quien lo convocó a su lado en Praga, donde Kepler pudo poner orden finalmente en el sistema solar.
La jornada cerraba una larga exposición sobre Borges que se había llevado a cabo durante seis meses en la Kunsthaus (casa del arte) de Graz, un edificio vanguardista que no choca para nada, curiosamente, con la arquitectura de Graz, que mezcla estilos de los siglos XVI, XVII y XVIII; del mismo modo que no choca la notable isla artificial de acero sobre el río Mur, donde hay una cafetería en la que uno puede tomarse una cerveza al nivel del agua. La isla fue construida para no sé qué festival, y la dejaron.
Mi tema era “Borges y la ciencia”, “Borges y las matemáticas” o algo por el estilo, y me provocó no pocos dolores de cabeza, ya que, como siempre, uno tiene la sensación de que sobre Borges está todo dicho; así que resolví decir cosas viejas con palabras nuevas, y traté de focalizarme en los metaobjetos borgeanos y la manera en que Borges los construye mediante una operación fantástica.
¿Pero qué son los “metaobjetos”? Una vez atrapado por el encanto de la palabra, tenía que asignarle algún significado. Obviamente, los objetos que Borges inventó –como la Biblioteca de Babel, el Aleph, el Libro de Arena, el cerebro cuasi infinito de Ireneo Funes– son particularmente atractivos, aunque no es el atractivo “fantástico” que puedan tener, sino su particular condición metafísica; en realidad, no es que no existan (como no existen, por ejemplo, el unicornio, el pájaro Rock, las naves de Asimov que saltan a través del hiperespacio o Madame Bovary), sino que contienen una imposibilidad metafísica, que compromete la existencia del universo mismo. Al fin y al cabo, es posible que exista un universo con unicornios o pájaros rock, pero es imposible la existencia de un universo donde existe también el Aleph. En suma; no se trata de cosas que no existen, sino que no podrían existir, ya que, si lo hicieran, cuestionarían el concepto mismo de existencia –esa palabra que enhebra el misterio de por qué es en general el Ser y no más bien la Nada–. No son fácticamente imposibles, sino metafísicamente imposibles. Si un día apareciera un unicornio, habría que hacer ligeros cambios en la biología e insertarlo en el mecanismo de la evolución. La mera posibilidad de que los metaobjetos existan pone en entredicho al universo completo. Son incompatibles con el universo.
Borges no se ocupa de alterar tal o cual región de la empiria sino de la empiria en tanto que tal, en tanto la empiria es “lo que es”, lo que constituye el ser, o la existencia misma del universo, su sostén y plataforma ontológica. Si esos objetos existieran, aun en el mundo de la literatura, el universo, aun en el mundo de la literatura, no podría existir.
Y así, empecé a desgranar la imposibilidad existencial de algunos de ellos: la biblioteca de Babel, por ejemplo –dicho sea de paso, el objeto más grande nunca imaginado por la literatura–; no sólo no cabe en el universo (que sería incapaz de contener ni el 0,000000000000000001 por ciento de los libros), sino que, si existiera, el universo tendría una densidad tan alta, que se precipitaría en la inexistencia de un agujero negro; el libro de arena, con sus infinitas páginas infinitamente delgadas, exige átomos infinitamente delgados también, y el universo sería una lámina o un plano platónico sin volumen alguno; el aleph pone en entredicho la teoría de conjuntos, la existencia de los números, la imposibilidad del conjunto universal y la íntima inconsistencia del contundente infinito matemático con la empiria; el supermapa de El arte de la cartografía muestra que el conocimiento, cuando es perfectamente verdadero, es absolutamente inútil. ¿Se justificaba que los llamara “metaobjetos”? Yo creo que sí.
El público también, por lo visto. Pescaba signos de asentimiento mientras se asomaban a la tarea de la demolición de la empiria (de su mera posibilidad) mediante los cañonazos literarios de Borges, y abordé el tema de Funes el memorioso: el cerebro que lo recuerda todo, que registra todo en sus infinitos aspectos y sus perversas apariciones; es un anticipo del Aleph, sólo que metido en una cabeza que, justo por esa razón, deja de pensar, y se transforma en mera nada, en registro pasivo e inútil: el todo reducido a datos; a un mazacote de infinitos datos que no permiten una sola línea de pensamiento.
“Así –dije–, la cabeza de Funes es también un metaobjeto, metafísicamente imposible, ya que también niega cualquier empiria imaginable” y, para mi consternación, empecé a ver caras de sorpresa entre los estudiantes de Graz. Alguien levantó la mano y me dijo que no veía el problema en Funes, ni con la realidad, ni con la física, ni con la empiria ni con nada.
–¿Pero cómo puede ser? –le pregunté.
–¡Funes estaba conectado a Internet!
No supe qué contestar y el silencio se hizo en la Kunsthaus.
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