Miércoles, 24 de junio de 2009 | Hoy
Por Mempo Giardinelli
Tiemblo de rabia y de impotencia al escribir estas líneas, después de leer las reiteradas denuncias que se hacen acerca de la suerte –desdicha, en realidad– del Teatro Colón.
Ya su Centenario, el 25 de mayo del año pasado, encontró al enorme, bello y emblemático edificio no sólo cerrado sino desfigurado y sumido, de hecho, en una lenta, imperdonable agonía.
Yo he ido al Colón sólo cuatro veces en mi vida, y esas experiencias son imborrables. Pero por sobre esa circunstancia personal, y más allá del hecho de que la inmensa mayoría de los argentinos no tuvo ni siquiera esa posibilidad (y bastante más de la mitad de nuestros compatriotas sólo conoce el Colón en fotos o ni eso), siempre tuve para mí que esa magnífica sala era un orgullo nacional. No sólo porteño, sino de la nación toda.
Ese orgullo tiene que ver con la historia del edificio, la historia del arte universal, y por supuesto la historia argentina en lo político-cultural.
Con decenas de maravillosas temporadas de conciertos y de ópera en su haber, el Colón se ganó la fama que todavía tiene: ser una de las mejores cinco salas líricas del mundo, en opinión de los más importantes directores, coreógrafos, solistas y compañías de todo el planeta. Todo lo cual es bien sabido y debiera ser motivo de orgullo y responsabilidad en su preservación.
Pero no. El maravilloso y ahora triste Teatro Colón está siendo sometido al desguace vil por parte de la patota neomenemista disfrazada de gente de pro que gobierna la capital de la República.
Están liquidando los tesoros artísticos del gran coliseo. Algunas personas íntegras, que además saben del Colón, aseguran que las ratas se están comiendo trajes y pelucas históricas; que hay filtraciones de agua en los sótanos más bajos; que la sala “parece un campo minado” y que se está modificando el carácter y la estética del centenario edificio.
Entre las “novedades” figuran la habilitación de tiendas comerciales, una especie de shopping center en los camarines, salas de ensayo eliminadas para crear espacios “vip” y medio millar de técnicos y profesionales en la calle.
Con lo que cuesta formar gente capacitada en materia operística, hay que ser muy bruto, realmente, para semejante barbaridad.
El Colón es en sí mismo un acontecimiento cultural mundial y su trayectoria y su incalculable valor –edilicio, mobiliario, histórico– exigirían por lo menos un debate que hasta aquí no se dio. Al contrario, y en el típico estilo autoritario argentino del que viene y cambia todo, uno de nuestros máximos iconos culturales está siendo destruido por evidentes intereses, ignorancia e ineptitudes.
Pero lo que a mí más me fastidia, y duele, es que hace por lo menos dos años que mucha gente sensata, y culta, viene llamando la atención sobre los peligros que corre el Colón, mientras la gran mayoría de la ciudadanía porteña –y esto hay que decirlo– se hace la distraída, como si no le importara.
Ha de ser, probablemente, la misma mayoría que votó y parece que seguirá votando a sus verdugos, sus destructores de patrimonio, sus “empresarios” dizque modernos. Los mismos que seguramente ya se están aprovechando de la protección inmoral y cínica de sus amigos del poder.
Ese persistente exitismo porteño –que los llevó a votar a Menem y sus intendentes (Grosso, Erman, Bouer, Domínguez) y después a De la Rúa-Olivera, Ibarra-Felgueras e Ibarra-Telerman, y últimamente a la runfla macrista– visto desde una provincia marginal pero tan argentina como las demás, créanme que resulta un fastidio adicional.
Claro que son muchos los que resisten y luchan. Son muchos los ciudadanos porteños conscientes del daño inferido al Teatro Colón; muchos los que no admiten el robo estético que nos están haciendo desde el gobierno del señor Mauricio Macri. Muchos los que protestan y denuncian las acciones ominosas del hato de ignorantes, favorecedores de amigos y empresarios de la destrucción que adoran a Macri, Michetti, Rodríguez Larreta o cualesquiera otros apellidos, y quienes nada más que por este crimen cultural no merecerían otra cosa que el desprecio absoluto de lo que queda de una sociedad que fue culta y esperaba de sí mejores destinos y más respeto por su propia historia. Pero esto es la Argentina de este tiempo.
Por eso, además, la muerte del Teatro Colón casi no está en los medios y es un ominoso ausente en la televisión argentina.
La destrucción del magnífico coliseo que identificó culturalmente a Buenos Aires y al país todo durante un largo y riquísimo siglo, parece sellada y poco importante.
Pero perder el Colón, y sobre todo perder su esencia, su historia y su edificio, es ni más ni menos que una tragedia cultural. De la que tampoco habla casi ningún candidato, y así nos va.
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