Lunes, 16 de noviembre de 2009 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Una cosa es andar descalzo y otra quedarse en patas. El primero no se pone, no usa; el segundo, se saca lo que llevaba puesto. Los hombres y mujeres que hicieron el 17 de Octubre no es que no tuvieran nada –camisa y zapatos– sino que literalmente se descamisaron y se quedaron en patas. Se sacaron lo puesto, se desvistieron para la ocasión. ¿Por qué? Porque estaban cansados y en confianza; y habían llegado a la casa... La idea de que la Plaza es la Casa –el lugar común, el lugar propio– se funda ahí. Esas mujeres y esos hombres –que no eran de ahí, okupas de la Historia– encontraron su lugar y se pusieron cómodos. Eso significan los dos gestos malditos, descamisarse y meter las patas en las fuentes: un ataque a la propiedad privada, la propiedad privada de lo público quiero decir, hasta entonces indiscriminadas para los dueños de todo, incluida la Democracia a medida.
El primero que cantó / contó / evocó ese gesto colectivo y espontáneo fue Leónidas Lamborghini, el pedazo de poeta que se acaba de morir. Ya sabemos del texto de Scalabrini, ya sabemos del poema de Olivari, ya sabemos de la crónica de Marechal. No tienen nada que ver con la Operación Lamborghini. Porque Leónidas –primero por edad y por experiencias, después por proyecto poético– habló desde otro lado, desde la incertidumbre, desde la experiencia del desalojo. No celebró El 17 durante la prolongada fiesta popular vigilada –tampoco le cantó “a Eva”: le dio voz propia– sino que lo evocó en diferido. Una década (prodigiosa) después, lo mentó y reivindicó ya con la casa (ésta sí) tomada, violada, ametrallada.
Los poemas de Leónidas escritos entre 1954 y 1965, reunidos primero en Al público y después en El solicitante descolocado y Las patas en las fuentes, contestaron, fueron de algún modo la única respuesta a la pregunta no formulada por ningún Adorno criollo: ¿podía haber poesía argentina después del bombardeo de la Plaza?
Se pueden citar –él los citó en exhaustivo reportaje de Jorge Fondebrider, hace veinte años– los poetas que lo inspiraron. Habló de Discépolo, de Eliot, de Dante, de Pound, de Baudelaire y Apollinaire. Habló siempre de la gauchesca –el peluquero Hidalgo, sobre todo–, de la poesía dramática –por el entrecruzamiento de voces de personajes con entonación propia– de la parodia que le permitía joder en serio y de la reescritura que usaba para volver a decir lo dicho por otros, por él mismo: la fórmula maravillosa era: “Lo mismo pero parecido” (sic). Todos esos procedimientos le sirvieron y le servirían siempre para sacarse de encima el “yo lírico” de los neorrománticos rilkeanos del cuarenta que se miraban el ombligo, de la mismísima vanguardia de Poesía Buenos Aires que lo acogió –vía Raúl Gustavo Aguirre– generosamente, sin entenderlo demasiado.
Es que el procedimiento de Lamborghini fue (también para él) sacarse cosas. No es el mítico “poeta popular” que trae la voz no contaminada de retórica y habla “el lenguaje de la gente”. Eso no existe. No está desnudo ni descalzo cuando empieza a contar / cantar. Tiene toda la Poesía, todas las palabras, los discursos circulantes –prestigiosos y profanos– a su disposición. Y desde ahí busca un registro, un tono, una manera, una tradición viva a la que adscribirse sin carnet ni compromiso. Pero no busca “su” voz. Por eso, Leónidas se saca la pilcha, el uniforme verbal y conceptual de poeta lírico / vanguardista establecido y –descamisado– queda en cueros, libre y en casa, cómodo para disfrazarse, ser otro y el mismo, gesticular frente al espejo y los demás. Por eso, se saca los zapatos y las medias de la retórica a la moda y mete las patas desnudas en las fuentes, en las entreveradas aguas bautismales de la poesía.
De algún modo, viendo cómo con el tiempo y debido al rigor del camino elegido –sobre todo a partir de mediados de los setenta– su palabra se fue enrareciendo, quedando a menudo en balbuceo, uno puede decir que Lamborghini, como en el efectivo clip de Robbie Williams, una vez que empezó a sacar (se), no paró hasta el hueso puro y duro.
Precisamente, lo de poeta sacado y sacador no es mala definición para este Leónidas impar. A muchos los / nos sacó del silencio ensimismado: primero nos hizo detenernos a escuchar; después nos ayudó a poder decir algo –ilusamente propio– que será siempre un poco suyo.
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