CONTRATAPA
La Vida Bond
Por Rodrigo Fresán
UNO Pregunta: ¿Por qué es que uno va a ver la nueva película de James Bond? Respuesta: Uno va a ver la nueva película de James Bond porque fue a ver la anterior película de James Bond e irá a ver la próxima película de James Bond. Así de sencillo. Del mismo modo que uno acude una y otra vez a ciertos cumpleaños –sabiendo exactamente lo que uno encontrará allí–, se reincide en el rito 007 por el sencillo motivo de que uno es, con tantas películas de James Bond en sus espaldas, casi parte del asunto: un extra. Y –al mismo tiempo– el más importante de los efectos especiales del asunto. Porque sin adictos no hay religiones, sin acólitos no se sostiene la tradición. Lo que no quita que –fuera de la pantalla y coincidiendo con el inevitable estreno cada dos años– no hayan momentos de la vida más Bond que otros.
DOS Antes de continuar, voy a decirlo: Pierce Brosnan es mucho mejor Bond que Sean Connery. El personaje, claro, ha cambiado: de aquel feroz asesino sexópata de la Guerra Fría llegamos a este encantador asesino sexópata de la Guerra Caliente. Y ha cambiado el mundo: en el principio, los malos eran los rusos; ahora el malo puede ser un magnate periodístico, el hijo desbocado de un general coreano, lo que venga. Malos sintéticos y entrepreneurs que actúan por las suyas y bajo la bandera de una ideología singular y privada y efímera. A diferencia de las primeras manifestaciones de la Edad Dorada del espionaje –en las que la Unión Soviética aparecía como un enemigo duradero y Greene y Le Carré revelaban al mundo los burocráticos y casi kafkianos pasillos y despachos del métier– Bond propone una variante donde todo es vértigo, movimiento y polaridades cambiantes. Lo que, claro, implica ciertos riesgos. Estas películas de Bond –enmarcadas en la Vida Bond a la que nos someten nuestros turbulentos días– envejecen rápido. Muere otro día –la nueva de Bond– nació vieja: escrita antes y filmada durante el día más apocalíptico y largo del que se tenga memoria –aquel 11 de septiembre del que todavía no hemos salido– pifia eligiendo a Corea como zona caliente y a una Cuba de utilería como interludio folk, mientras todos piensan en Osama bin Laden como megavillano Bond y en una inminente guerra patria y santa como próximo teatro de operaciones. Aun así, otra vez, el encantador e insistente detalle de que las películas de Bond son el único sitio en todo el universo donde Inglaterra sigue velando como pieza decisiva en el ajedrez de los intereses mundiales. En las películas de Bond, Estados Unidos es, apenas, una potencia invitada que –si los funcionarios de la reina se lo piden– contribuye con una agente de color que está muy pero muy buena.
TRES La vida real es, por supuesto, diferente. Pero no deja de ser una Vida Bond. Estados Unidos aparece más que entusiasmado con la idea de su refundación como Gran Imperio Militar y George W. Bush –por más que asegure que su película favorita es esa patriada retro de Salvando al Soldado Ryan– parece marcar el paso siguiendo de cerca el ritmo marcado por Ian Fleming y la más larga y exitosa franquicia cinematográfica de la que se tenga memoria. Bush piensa que mejor que los británicos se ocupen de Harry Potter y nosotros nos encargamos de la creación de súperministerios de defensa, múltiples y flamantes subdivisiones de agencias de seguridad (que no demorarán en crear un confuso paisaje todos-contra-todos digno de El hombre que fue jueves de Chesterton) y de defender los intereses de ese mundo libre que si sabe lo que es bueno le conviene alinearse en el made in USA para combatir al villano rotativo de turno: un narco, un fundamentalista islámico, un general bananero, un empresario soviético pasado de rosca, lo que venga.
CUATRO Y, por qué no, ya que estamos: Henry Kissinger. El satánico Dr. K es un perfecto personaje Bond. Acusado de crímenes horrendos, torcedor serial de los derechos humanos, blanco predilecto del periodista de presa Christopher Hitchens y Premio Nobel de la Paz. Kissinger encaja a la perfección en esta Vida Bond surcada por catástrofes ambientales y ecológicas (aquí, en España, nos desayunamos con mapitas de los avances de esa mancha petrolera que está acabando con Galicia), amenazas a Chicas Bond (la controvertida y masacrante edición de Miss Algo de este año), problemas de palacio (los alegres mayordomos de Lady Di), virus misteriosos en parajes paradisíacos (el extraño mal que está afectando a los turistas en cruceros caribeños), misiles contra aviones de pasajeros, y el presidente de Estados Unidos más que resuelto a ganarse lo más pronto posible el Premio Nobel del Descansen en Paz descongelando a Kissinger y ofreciéndonos el tibio, casi gélido consuelo de saber que, después de todo, los argentinos que algunas vez contribuimos a todo esto con -¿recuerdan?– Delfín, Tiburón y Mojarrita, no somos los únicos especialistas en el fino arte de reciclar una y otra vez al mismo cretino.
CINCO Las películas de 007 –la bolsa de agua fría de esa Vida Bond sobre nuestra febril Vida Bond de todos los días– producen, también, un efecto consolador al tener la osadía de, entre tanto estallido y consumo de kilómetros, pretender que nos creamos una trama imposible de tragar. Las películas de Bond como historia alternativa. En Muere otro día, la estupidez de los buenos sólo es superada por la imbecilidad de los malos, se construyen mortales estaciones orbitales sin que nadie se dé cuenta hasta el día de su contundente puesta en marcha y Bond sigue siendo irrompible y –consciente de sus propios límites– sin volver a la Argentina desde aquella breve visita a las Cataratas del Iguazú con la cara de Roger Moore. Tampoco la pavada: en la Argentina se muere todos los días y, mejor, reservarla como sitio malvado: el villano Bond Muere otro día se enriqueció gracias a “una mina de diamantes en la Patagonia” y un 007 díscolo es amenazado con ser prontamente fletado a un “centro de reeducación en las Falkland Islands” (que el subtitulado ibérico traduce como “Islas Malvinas”). No, no, no: dejar a la Argentina para otra ocasión, alguna futura película y, si llega a hacer falta, que la M envíe al cornalito de Austin Powers.