Sábado, 18 de septiembre de 2010 | Hoy
Por Sandra Russo
Vamos a decirle ocaso, y a evitar la palabra muerte, porque muchos de nosotros todavía, gente adulta, en la bruma del lenguaje, en su resaca, usamos la palabra “progre” para aludirnos, pensarnos o identificarnos. Pero quizá sea hora de enunciar la declinación de esa categoría sociocultural consensuada durante años para alojar en sí a la gente biempensante.
Alguna vez, allá por el 2001, escribí una nota que se llamó “Progresismo”, y que daba cuenta de que por estos rincones en los que se blande más el hábito del pensamiento que el de la acción, generalmente se tenía más tolerancia con los muy diferentes que con los muy parecidos. La diferenciación a partir de capillas, referentes o tendencias era característica. Nunca me cansaré de repetir que el que quiera internarse en esa titilante subjetividad “progre” y reírse de sí mismo y sus amigos puede leer Cómo ser buenos, del inglés Nick Hornby. Una novela en la que sus personajes son personas progres que luchan a su manera, básicamente solos, y que van derivando de lo político a lo new age. Un mundo en el que ser “progre” es adoptar un niño africano. La diferencia entre los “progres” Angelina Jolie y Sean Penn es que ella trae, “salva” a un niño africano de vivir en Africa, y deja a Africa con un niño menos para que pueda seguir siendo el continente más pobre. En cambio, Sean Penn se lleva a sí mismo a los lugares que identifica con su compasión, algo que sólo puede permitir una ideología: lleva su carpa y se muda a Haití. La categoría internacional del “progre” nos lo marca además como un fenómeno de época, de convicciones firmes, pero no obstante decidido a pelear por ellas a través de acciones individuales. Políticamente, el “progre” es atravesado por la idea de tolerancia, pero no menos por la idea de neutralidad. El compromiso con una idea es subordinarle el cuerpo. Eso requiere un abandono de la neutralidad.
El “progre” era, después de todo, el militante que ya no militaba, o la gente instruida en universidades o terciarios, gente con capital cultural, habitantes de una ciudad psi en la que nunca se sabe si tantos psicoanalistas generaron tantos neuróticos, o fue al revés.
El “progre” emergió en una época de gente aislada, le correspondió a una década cuya impronta feroz fue la antipolítica, que los “progres” no obstante siempre reivindicaron. Pero así en general, “la política” en general, todo muy sobreentendido.
En aquel momento la palabra “progre” contenía un modo de resistir en los ’90, códigos en común, desprecios compartidos, insatisfacción, revulsión, ánimo de retomar fuerzas para dar una pelea cultural, pero no una pelea política. Estábamos tan hundidos en la lógica del fin de las ideologías, que aunque defendíamos las nuestras no las conocíamos del todo. Probablemente todos los “progres” creíamos que el neoliberalismo era monstruoso y que había que devolverles a las organizaciones sociales y políticas sus derechos aplastados por los dos partidos tradicionales. Pero en cómo ir hacia los objetivos de equidad y libertad, ahora se hace evidente que había concepciones tan distintas que devinieron en esto.
Cabían en esa identidad “progre”, siempre difusa, siempre con una carga muy implícita y poco explicitada, gente que hoy no se puede ni ver. Se partieron aquellos puentes a medida que se fue instalando otro contexto, y que las cosas cambiaron tan vertiginosamente.
Hay un lugar en este proceso de descomposición del “progre” que es doloroso. Porque no es que “algunos dejaron de ser progres” y otros lo siguen siendo. Una lectura más fina indicaría que el “progre” y lo que ser “progre” implicaba ya no se ajusta a los tiempos, dice poco, es contradictorio, es blando, es vago, es apto para que por allí se cuele hasta el diputado Iglesias, aunque aun así él exagera.
No dan ganas de pelear para ver quién sigue siendo “progre” y quién capituló. Es un debate menor, otra encerrona para hablar de lo que es accesorio. Un ítem más para que los periodistas nos tiremos de las mechas, nos insultemos, nos distraigamos. Nuestras peleas son públicas, pero en el mundo privado de muchos argentinos también tiene eco este desencuentro fenomenal entre gente que hace tres o cuatro años podía hasta quererse.
Es bueno recordar que el “progre”, como identidad más social y cultural que política, se abrió paso en una época en la que la política estaba fuera de juego, aunque de eso no se hablaba. Los grandes partidos nacionales habían capitulado frente al modelo del capitalismo salvaje global, pero eso no se pasaba en limpio para las audiencias y los públicos respectivos. Así fue que el menemato, tan detestado por los “progres” que éramos tan variopintos y leídos, fue despachado en una ilusión que ahora se exhibe de una puerilidad abismal: vino la Alianza, que votamos los “progres”, desconectados de manera notable del resto de los sectores: a esto quería llegar. La identidad del “progre” es contemporánea a la del ciudadano políticamente “independiente”. Convivió con la era en la que los “independientes” eran observados, celebrados y caracterizados por los medios como los verdaderos ciudadanos.
La coincidencia entre esta irrupción del “independiente” político y el periodismo “independiente” no es azarosa. El punto culminante de esa celebración de la “gente suelta” como verdadera portadora de la ciudadanía fue aquella noche terrible de los cacerolazos del campo, la noche en la que se produjo un incidente con Luis D’Elía. Los militantes políticos o sociales eran invalidados para estar en las calles expresándose, derecho cuya legitimidad era reservada para los “independientes”.
Hoy las cosas han cambiado y lo “progre” suena a fuente de feng shui. Estos tiempos son muy específicos, más allá de nuestras voluntades. Las ideologías no habían muerto, todos tenemos una, y no se puede defenderla siendo neutral.
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