Jueves, 23 de junio de 2011 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Fue especialmente significativo para el mundo, que poco y mal nos miraba, el hecho de que, desde lo femenino, hubiesen venido el golpe moral y la acusación más irrefutable contra la última dictadura cívico-militar en la Argentina. Juntando retroactivamente símbolos, todo ese impulso y lo que lo movió podrían condensarse en aquellos versos de John Donne, el mayor poeta metafísico inglés del siglo XVII: “For graves have learn’d that Woman-head / To be to more then one a Bed” (“Pues las tumbas han aprendido esa condición femenina / De ser lecho para más de uno”).
Desglosándolos, y recogiendo de ellos sólo la alusión a la función materna, la circunstancia de que fueran madres las que reclamaran por la ausencia de signos de los secuestrados por la Junta multiplicó, sin duda, el ya enorme horror de la represión de un Estado en situación de ilegalidad absoluta, y marcó para siempre a sus detentadores con la señal del genocidio. Constituyó un alerta, un punto de partida, un sacudón imprescindible para nuestra propia sociedad (no siempre consciente ni siempre atenta a las atrocidades que se cometían), y para la sociedad internacional: aquella imagen de las Madres dando vueltas en silencio en la Plaza de Mayo recorrió el planeta, desbarató cualquier maniobra publicitaria de la Junta, desnudó el oprobio, ayudó de modo primordial, en fin, a su desenmascaramiento, a su impopularidad, a su caída.
La participación de la mujer en la vida civil argentina databa de largo tiempo antes, y en los últimos se había registrado una inmersión casi masiva de jóvenes que, verbal y corporalmente, fueron engrosando agrupaciones sociales, estudiantiles y políticas y pagando también su tributo frente a la represión. La presencia femenina, pues, no era ya especialmente novedosa. Sin embargo, nunca un hecho que no podía dejar de ser político (el reclamo y la acusación a gobernantes) había alcanzado tan alta dimensión moral. Podría agregarse que en la historia de la humanidad han sido contadas las veces en que política y ética han confluido naturalmente, y que esta ocasión puede figurar entre ellas.
Nuevas Antígonas reclamando por el derecho a enterrar a sus muertos o, como no dejaron de exigirlo durante mucho tiempo, su aparición con vida, encerraban en sus demandas, si no la posibilidad fáctica de que su satisfacción fuese ya posible, los únicos términos adecuados para la alta dignidad que investían. Por ser las “Madres” (también, hoy, las “Abuelas”), y por cubrir y asumir con ello la conciencia huérfana de toda una sociedad que, a veces cómplice, otras indiferente, no siempre demasiado democrática ni respetuosa del otro, había permitido la entronización de la barbarie.
Intuyendo que tan profundo y vasto movimiento tenía que representar y ser consecuencia de procesos internos muy significativos en el seno de una sociedad y, a su vez, que arrastrar otros cambios, supuse alguna vez que se encontraría en la literatura escrita por mujeres la visión más cabal de lo que había sucedido durante estos años.
Hace bastante tiempo, en octubre de 1989, al escribir todavía desde Francia para la revista Babel, de Buenos Aires, una columna que titulaban “La mesa de luz”, y comentar mis lecturas del momento (entre otras, la del libro de George Steiner, justamente titulado Les Antigones), decía respecto de éste: “Varios cientos de páginas que no agotan, claro está, todas sus repercusiones, pero que dan sólidas pautas para empezar a comprender a nuestras Madres, clamando por esos cuerpos fuera del tiempo y de la tierra, del territorio que a ellos les pertenece y al que deben todavía recuperar con la debida inhumación, la consustanciación en humus, la justicia”. Y luego de formularme la pregunta de siempre (“¿Cómo entender, cómo entender?”), y de intentar contestarla por distintas vías, concluía: “Celebro también que, por diversos azares, se hayan concentrado últimamente libros escritos, en su mayoría, por mujeres. Trato de leerlos y de entenderlos en su casual conjunto, como si el ojo femenino, detenido en la ficción, fuese el único capaz de darme claves que en otro caso escaparían. Canon de alcoba, de Tununa Mercado (el eros cotidiano tratado con un lenguaje espléndido); Ciudades, de Noemí Ulla (viajes poco compulsivos por el difícil terreno de las formas); Abisinia, de Vlady Kociancich (misterioso relato en el cual el manejo de los pronombres y del procedimiento construye prácticamente “el tema”); La sueñera, de Ana María Shua (juegos nada inocentes con la palabra, donde su soberanía lo confunde todo); La rompiente, de Reina Roffé (la historia que nunca podrá, realmente, ser contada)”.
Han venido a sumarse desde entonces tantos y tantos otros libros que siguen dibujando esa cartografía interior: los de poemas de Diana Bellessi, de María Negroni, de Laura Klein; los textos de Griselda Gambaro; numerosos relatos y novelas (de la misma Tununa Mercado, de Rosalba Campra, de Luisa Valenzuela, de Liliana Heer, de Perla Suez). Seguramente en aquella nota, y aun ahora, omito, por injusto olvido, algunos nombres, pero este conjunto me parece suficientemente representativo de lo que estoy tratando de entender, que no es una antología literaria más o menos reciente, sino un proceso de vinculación muy íntima entre política y literatura, entre feminidad e historia.
Como decía, en estilos diferentes, con voces diferentes, con pertenencias políticas ciertamente diferentes, nuestras escritoras trabajan sobre una herencia y un destino comunes. Tal vez el significante que más las vincula, la memoria, represente el núcleo conceptual, ideológico y simbólico alrededor del cual giran muchas de las vicisitudes de esta trama. Un núcleo que, además, parece bien asentado en lo femenino. Depositarias, diría antropológicas, de la memoria (porque son las que engendran, porque son las que alimentan y guardan el fuego, las que continúan la especie, las que quedan cuando casi nada queda), las mujeres estarían destinadas a cumplir, entre muchos otros, este papel. La memoria, entonces, se presenta como su patrimonio: ese ejercicio de salvación y de conservación de restos, fragmentos del pasado, de recuperación de vivencias, de figuras, en un señalamiento inapelable de responsabilidades. La memoria como lo que se rescata en la lucha, para asegurar una permanencia sin la cual nada nuevo puede siquiera empezar a construirse.
La memoria, pues, cual lo incanjeablemente femenino. Porque, para volver al principio de la reflexión, debería recordar que, como tan bien ha señalado alguna vez Charles P. Segal, conocido estudioso del mundo antiguo, “el conflicto entre Creonte y Antígona no solamente opone la ciudad a la casa, también opone el hombre a la mujer. Creonte identifica su autoridad política con su identidad sexual”. Y el propio Steiner agrega en Les Antigones: “En última instancia, se trata entonces de un conflicto entre las concepciones masculinas y las femeninas, entre la manera como cada sexo conduce la vida humana, conflicto hecho, como ningún otro, de semejanzas paradójicas y de contradicciones implacables. Antígona habla, casi literalmente, “a partir de la matriz”, desde un punto central atemporal de impulsión carnal y de intimidad con la muerte”. Y es, me parece, desde ese centro que la madre siente la necesidad de hacer entender a los otros el valor de los gestos, de las actitudes, de las palabras y, sobre todo, de la vida.
* Escritor, docente universitario.
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