Lunes, 14 de mayo de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Estuve en Mar del Plata en estos días, para el Festival Azabache de novela negra, y fue una buena oportunidad para –entre otras cosas– completar algunos detalles acerca de la historia del Dudoso Noriega, el mítico bañero de la Popular. Más precisamente de su inverificable desaparición, el 1º de marzo de 1973, en extrañas circunstancias.
Aquel momento político era muy raro. Faltaba muy poco para las elecciones, el plan de Lanusse, pese a la proscripción de Perón, no había funcionado, y los milicos sabían que perdían por un campo en todo el país. El caso es que a algún genio de la administración municipal se le ocurrió preparar algo para el verano, un gesto público que le cayera simpático a la gente y organizaron una jornada de reconocimiento a los ídolos del deporte marplatense. Pero no pudo ser, porque se les borraban todos los candidatos: nadie quería quedar pegado con los que se iban. Sin embargo, como ya había trascendido algo en La Capital y habían mandado a hacer las medallas y trofeos (había un tipo entongado con el proveedor porteño de esas toscas, impresentables alegorías) se decidió que en lugar de deportistas se premiara a servidores públicos. Y ahí fue que –después de desechar chamuscados bomberos, carteros famosos por su millaje y atropellados policías de tránsito– surgió la idea un poco más vistosa de elegir a un bañero, sobre todo por su color local. Y enseguida saltó el nombre de Noriega, que en cierto modo era un deportista también, por esa cosa de atletas que tienen los bañeros.
El problema era el tiempo. Como había programada una maratón de aguas abiertas llamada Carrera de las Playas para el 1º de marzo, a menos de dos semanas de las elecciones generales, decidieron utilizar las medallas y trofeos que tenían comprados como premios para la competencia, y de paso hacerle el homenaje a Noriega en el mismo acto, ya que en esos días se cumplían veinte años justos de la llegada del Dudoso a la Popular y al oficio, y era la oportunidad única de premiarlo en su histórico lugar de trabajo.
Pero ni eso salió bien. Ya a la mañana estaba horrible. El pronóstico era de temporal, pero no le dieron pelota. Como si pudieran controlar todo, cosa de milicos. Hacia la una de la tarde, la hora de la largada, estaba todo negro. Hubo muchos que se borraron, y si se restan los que no se tiraron al agua en el momento, deben haber quedado menos de cincuenta, entre federados y amateurs. Las lanchas se hamacaban que daba miedo. Todo se juntó, ese día. Para colmo, a último momento, las autoridades, al enterarse de que el homenajeado no era marplatense y que venía de cumplir una condena carcelaria, decidieron bajarle al máximo el perfil al acto. Así, esa oscura mañana en el punto de largada de la carrera, en el histórico espigón del Club de Pesca Mar del Plata, en la punta de Gancia, apenas si hubo representación oficial. Sólo un subsecretario que cayó sobre la hora y cuando todos estaban en el agua con un discurso corto, un paraguas de mujer y dos bolsos: en el grande traía un par de pesadísimos lobos marinos de granito blanco con pedestal de madera y chapita símil bronce, y en el chico media docena de pesadas medallas con cinta celeste y blanca.
La línea de largada era un cabo tendido que prolongaba la línea del espigón –perpendicular a la playa y sostenido por cuatro boyas–, que iba desde la punta del muelle hasta la lancha más alejada, a unos cincuenta metros, donde estaban el comisario deportivo y las autoridades de la prueba. Cada corredor llevaba una gorrita blanca, bien ajustada y con un número grande. La mayoría tenía antiparras, pero no todos. Había muchachitos muy jóvenes y gente grande, algún veterano gordo, incluso media docena de mujeres. Pero hacía mucho frío bajo el cielo negro.
–Empecemos ya –dijo el subsecretario–. Yo le entrego el lobo y usted la medalla.
–Dele –dijo el tipo del sindicato de bañeros–. Arranquemos con el himno.
Y lo cantaron a pulmón y contra el viento, sin micrófono porque había peligro de electrocutarse con el equipo de sonido, entre las salpicaduras de las olas y las amenazas de la lluvia inminente. Tras los aplausos con manos frías, el subsecretario sacó el discursito y lo leyó mientras le sostenían sobre la cabeza el paraguas de mujer.
Dijo que en la figura de Salvador Noriega no se premiaba sólo a un hombre excepcional y a un marplatense por adopción que llenaba de orgullo a la ciudad, sino a una profesión o, mejor aún, a una vocación de servicio encarnada en una estirpe de hombres osados y generosos. El guardavidas, el popular bañero –dijo–, no sólo es esa figura entrañable que se gana diariamente la admiración de chicos y grandes, nativos y turistas, en nuestras soleadas playas –ahí tosió, miró para arriba– sino un auténtico guardián anfibio. Soldados sin uniforme, custodios del bien más preciado del ser humano, la existencia, eso son los guardavidas. Qué hermoso nombre, acotó. El final del discursito coincidió con un trueno ensordecedor que se superpuso a los contados aplausos.
En ese momento no había más de diez personas en el espigón, incluido un cafetero de Sorocabana y el fotógrafo de El Atlántico, que sacó la única foto del acto que se publicó y que tiene algo de obsceno, como las ceremonias de pesaje de los boxeadores, porque el único que no está vestido y abrigado es Noriega, en uniforme de trabajo –ojotas, musculosa y silbato al cuello–, mientras el resto parece encogido en sus camperas bajo los paraguas. El subsecretario está entregándole el pesado lobo con la chapita grabada: “A Salvador A. Noriega, por sus veinte años de servicio 1953-1973. Subsecretaría de Turismo. Partido de General Pueyrredón”. El resto mira para cualquier lado y el Dudoso aparece tieso y serio recibiendo el lobo con las dos manos, como si le alcanzaran un ladrillo al descargar un camión, en su época de albañil. Esa es la instantánea que salió en el diario al día siguiente.
Hubo un último conciliábulo en lo alto del espigón, se arrimaron a la baranda y a la vista de los competidores y, tras consultar el reloj, el subsecretario le pasó la pistola de largada al Dudoso, asomado a su lado. Noriega tomó la pistola y, apuntando bien vertical, disparó a las negras nubes bajas. Con el estruendo, los nadadores arrancaron desmañadamente en un mar inquieto ya picoteado por gruesas gotas de lluvia. Pero no habían avanzado ni cinco metros cuando una sombra, surgida en la baranda del espigón y tras impecable parábola, terminaba su vuelo armonioso, se clavaba en el mar, junto a ellos. El Dudoso, en un número fuera de programa y entre aplausos, se había sumado informalmente a la prueba con una zambullida impecable.
A partir de acá, las versiones se contradicen. Las lanchas de apoyo estaban lejos, incluso la del comisario deportivo, todavía entretenida en deshacerse del cabo de largada y comenzar a patrullar a los competidores; los nadadores no estaban para mirar a los costados y la misma gente del espigón se había puesto a resguardo y, vasitos de café en mano, dejó de mirar el mar no bien largaron. La cuestión es que el Dudoso, como si quisiera dejar en claro que lo suyo era otra cosa, no se sumó al grueso de los nadadores, no nadó en su mismo sentido, paralelo a la costa, sino que enfiló, pausada pero claramente, en dirección mar adentro. La mayoría supuso con buen criterio que se iba a incorporar a alguna de las lanchas de vigilancia y control de la prueba. Pero no fue así. Superó a buen ritmo la línea de navegación de las embarcaciones y siguió. Y siguió. A la altura de la Bristol ya se había separado bastante del grupo y gente de las lanchas de apoyo declaró luego que, cuando estaban por doblar en el torreón y discutían si se suspendía o no, ya el Dudoso no estaba a la vista. Pero nadie se preocupó en el momento. Nadie se dio cuenta de su desaparición.
Se desató un viento del sudeste muy fuerte, se largó a llover otra vez, el mar se picó, los nadadores se dispersaron, la cortina de agua no permitía ver ni los espigones y se perdió el control de todo. Tardaron demasiado en suspenderla. Recién cuando amainó la tormenta, con la carrera interrumpida, los participantes en la costa y en las lanchas y todo el mundo a salvo y debidamente registrado, alguien se acordó del Dudoso, pero por comodidad se supuso que el bañero ejemplar había vuelto por las suyas, como solía desde siempre, por algún lugar de la extensa costa. Cuando hacia el atardecer siguieron sin novedades, algunas lanchas salieron a buscarlo pero no llegaron muy lejos. Tampoco podía despegar el helicóptero de la guardia costera. Hubo que esperar al amanecer. Con las primeras luces se declaró la alarma, a las ocho de la mañana se lo dio oficialmente por desaparecido y toda la ciudad se puso en incrédula alerta.
Fue noticia de primera plana durante días. Después pasó a las páginas interiores, desplazado, como todo, en el interés de la gente, por la política. Sin embargo, lo seguían buscando: todos los días, un parte. Pasaron las semanas, un mes. Hasta que dejaron de buscar. Nunca más se supo de él. Jamás apareció el cuerpo. Pero tampoco un mínimo rastro, un indicio. Durante los meses siguientes el mar devolvió un par de cadáveres –uno en La Perla, con heridas de bala, y otro en Playa Grande, muy desfigurado, que resultó una mujer– pero del Dudoso, ni señales. Cuando se cumplió un año de la desaparición le hicieron un homenaje en la Popular y pusieron una placa de bronce que duró poco, porque la afanaron y nadie la repuso.
Pero ésas son otras historias.
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