Miércoles, 7 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Desde hace algunos años tengo la dudosa suerte de contar, entre los originales de grandes autores de la lengua, con este fragmento que, por inevitables anacronismos que no escaparán al lector, supongo apócrifo de nuestro poeta mayor; de no ser falso, pertenecería a don José Hernández. Me fue regalado, sabiendo que soy amante de estas “huellas de la imperfección”, por una colega y amiga cuya identidad prefiero ocultar, y hoy entiendo pertinente su difusión, dadas las circunstancias aciagas que vive la ciudad.
“Cualidades dramáticas posee esta nación. Aquí sucede lo que en ninguna parte del mundo: siempre sus hechos son los más graves; sus tintes, los más oscuros; sus consecuencias, devastadoras. Las diferencias económicas se juegan a ruptura y a quiebra; las distancias sociales, a envidia, odio, inquina mayor; los enfrentamientos políticos, a muerte y degollación. Si hay un accidente natural, produce, más que un pozo, un abismo. Si por unos días no llueve, es sequía, y ello deja en la tierra un desierto (en efecto, y bien exaltados, así llamamos, aunque no lo sea, a la mera pampa). En cambio, si llueve copiosamente, es inundación, y luego diluvio; si aclara, genera un encandilamiento; si oscurece, eclipse.
“No conocemos los matices, las medias tintas. A pesar de que cada tanto nos agarra una viaraza orientalista, la delicadeza asiática es tan ajena a nuestras costumbres como su lengua o su música. Nada sabemos de la sutilidad, del silencio; gritamos, vociferamos; desconocemos que sólo se hace oír quien más bajo habla, quien calla. Pero como de tanto mentar al demonio, éste al fin se presenta; como de tanto invocar los males, los fuegos, los terribles Avernos y los espantosos espectros, éstos finalmente aparecen, así se nos ha presentado ahora, primero como una perversa modorra, como un mal sueño, como un tufo desagradable, y luego con su verdadero rostro invasor, la fiebre, y para más: amarilla, color elegido por nuestra moral, por nuestra prensa, por nuestra cultura, nunca se sabrá bien por qué, para dar idea de esta descomposición del sentido, de esta degeneración de la forma, la inmunda propagación de lo más bajo y de lo más indeseable, la corrupción y la hez.
“Viene, si no de la soldadesca de Mitre, si no de nuestra vergonzosa Triple Alianza y de sus desechos, de los piringundines del Riachuelo y de los inquilinatos de San Telmo, y se propaga por San Cristóbal, por Concepción. Acaso la traigan los chinos, como se comenta, o los negros; acaso, nuestras propias miserias. Los altos habitantes de Buenos Aires, los que moran en casas con amplios patios, virreinales rejas y moriscos mosaicos, aljibes, fuentes, jardines, están aprisionados en sus cubiles o vagan como fantasmas por las calles desiertas, como sombras sin rumbo, huyendo unas de otras para no tocarse, buscando no entrar en el enfermo contacto que para siempre las tumbaría. Andan solas las almas, evitan mezclarse: el traspaso puede ejercerse en la vereda, en la fonda, en la cama; hasta en la propia comunión, quizás. El contagio es la hipérbole; de cualquier infección hace seducción.
“Así deambulan o intentan huir: hacia el bajo Belgrano, hacia el barrio de Flores o, como el presidente Sarmiento (Dios lo guarde bien allí), al pueblo de Mercedes, o más lejos aún. Lucen barbijo las niñas. Lo que les oculta la sonrisa, la miel. Ya nadie se toca, se mira casi; el roce duele. Arde la ciudad, resplandece, ilumina lo bajo, su luz opaca es la del sol oscuro, la del faro negro, la de la candente exleipsis, desaparición, abandono; calienta, agobia, y no sólo de día, por el calor del verano o por los fuegos que en toda calle se encienden para depurar el mal, para inmunizar el aire, el aliento, como si la llama tuviese el poder mágico de exorcizar al demonio metido en la sangre.
“Arde nuestra ciudad, como también arde la de París, pero por razones opuestas a las de aquí: desde el 18 de marzo está incendiándose la ciudad más bella del mundo. Hace cerca de un siglo, fue la toma de la Bastilla, y en buena parte gracias a esa revolución tuvimos la nuestra, y en sus filósofos mamaron Castelli, Moreno, Monteagudo, los programas liberadores y de progreso que enmarcaron hasta donde fue posible nuestra histórica Revolución. Como aquélla, ésta fue tormentosa y, como en ésta, en aquélla hubo traidores, excesos, vacilaciones, demasías, que son lo propio de los pueblos agotados de sufrir cuando por un intervalo estrecho de su historia disponen de plazas y palacios. Pero hoy no se trata solamente de libertad, de igualdad; la que preconiza la Comuna de París es, finalmente y por fin, la de los iguales, la del gobierno de los de abajo, sin concesiones. Ya lo está anunciando un adalid, un vidente: ‘Hay destrucciones necesarias... Hay árboles viejos que es preciso cortar, hay lugares de sombra secular cuya amable costumbre perdemos. Esta Sociedad misma: pasaremos por ella las hachas, los azadones, los rodillos niveladores. Todo valle será colmado, toda colina rebajada, los caminos tortuosos se volverán rectos y las asperezas serán aplanadas’. Me dicen que ese comunista, ese visionario, ese literato utópico se llama Arthur Rimbaud, y que escribió esto cuando alcanzaba los veinte años, que es como decir en la juventud del mundo.
“Arde pues, como aquélla, también la porteña ciudad, por motivos contrarios: es el calor del miedo, a la nuestra, el que la hace brillar. Todos temen que, al menor hálito, se introduzca el imprevisible tufillo, el germen, que es ciertamente desconocido e ignoto, tan indeterminado su origen, su acción y su difusión, su interés por uno o por otro (tal vez pecadores, o santos tal vez), y tan oculta la debilidad que propicia el ataque, el estado de indefensión, que se teme venga del agua, del aire, del cielo, de la lluvia, del sol. Aulo Gelio escribe que la templanza salva a Sócrates de la peste de Atenas, gracias a las abstinencias y a una vida bien reglamentada. Mito muy bello, acontecimiento posible. Entonces, lo contrario de la peste, que es desorden, confusión, salida de goznes, frenesí, es la templanza, el verdadero antídoto.
“Incendium mundi, destrucción de las capas que protegen la biosfera, sol crudo, solvet saeclum in favilla (día de cólera, ese día que ‘reducirá el mundo a cenizas’). Acaso, en verdad, de aquél provenga, y sea por ello que todo se gasta, se descompone, se pudre, va perdiendo su vida, desaparece, y el peligro de que la ciudad muera nos atormenta. Nos saca de quicio que la suma de las noblezas de un pueblo, su centro, su capital, caiga así, se consuma, como devorándose...”
Hasta aquí, las anotaciones que claramente pueden todavía leerse. Luego, se tornan borrosas y van confundiéndose. Los papeles están ajados, la mayoría con quebraduras en el borde libre y doblados en sentido vertical. El material es amarillento y la tinta, azul negra.
* Escritor, docente universitario.
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