CONTRATAPA
Planeta libro
Por Rodrigo Fresán
UNO Hay algo paradójico en que los escritores –ejercitadores de la postura práctica más sedentaria de todas– generen productos definitivamente nómades. Leyendo se viaja, se conoce gente, se llega a sitios donde jamás se pensó llegar. Y se vuelve cambiado. Lo mismo les ocurre a los que escriben.
DOS Es el día de Sant Jordí en Barcelona. 23 de abril. Día que ostenta el raro y simultáneo privilegio de albergar las muertes de Shakespeare y Cervantes, y que se enorgullece de la antigua y entrañable costumbre –no sé por qué, pero a mí me parece un poco machista– de que los hombres les regalen una rosa a las mujeres y las mujeres, un libro a los hombres. Es durante este día de abril cuando se venden buena parte de los libros del año, los escritores se encuentran en la calle, los editores se esquivan en la calle, y todos se olvidan por unas horas –como en esa festiva canción de Serrat– de que las últimas encuestas aseguran que el 47 por ciento de los españoles no se acerca a un libro ni que lo amenacen con lo peor de lo peor. En cualquier caso, hoy todos compran libros y la costumbre es sacar a los escritores más “mediáticos” a casetas en las calles para que firmen hasta que la mano se reduzca a muñón. Y alguien de la megatienda Fnac ha tenido la excelente –y peligrosa idea– de poner en una misma caseta, sentados a la misma mesa, codo a codo y lapicera a lapicera, a Joaquín Sabina y a Quino. La gente enloquece y –desconcertada– no sabe qué pedirle a quién. Dos Joaquines. Dos potencias se saludan. Y no demoran en producirse avalanchas, gritos, descontrol del personal de seguridad y –una vez más– ese raro misterio: ¿qué es lo que busca la gente en una firma o en una dedicatoria? ¿Para qué la quieren? ¿Cuántas veces la van a ver?, pienso.
TRES Días más tarde, es la Feria del Libro de Bogotá y ahora son unos pequeños niños mendigos (dignos de figurar en las páginas más salvajes de La virgen de los sicarios) quienes persigan a la “chivas” (una especie de colectivo descubierto y asquerosamente turístico) donde, al anochecer, viaja Susan Sontag acompañada de un nutrido grupo de locales y visitantes al asunto. Susan Sontag acaba de pronunciar ante más de mil personas su diatriba contra Fidel Castro y García Márquez en el auditorio mayor de la feria (el público la aplaudió como a una profeta bíblica) y ahora, un tanto desconcertada por semejante potencia folk, desciende a ver la Catedral que suele estar cerrada a estas horas (“por miedo”, me dicen), pero que ahora desborda coros y músicos sacros. Un sacerdote colombiano se acerca a la “Señora” y en un perfecto inglés le comunica a Susan Sontag que “siempre he sentido una profunda admiración por su libro Contra la interpretación”. Susan Sontag está desconcertada y, supongo, sospecha que todo no puede sino tratarse de una de esas bromas con cámara oculta. A la salida de la Catedral, una mendiga con pelos parados, pocos dientes y un look postapocalíptico y decididamente Mad Max nos grita entre carcajadas: “¡Tengo TANTA hambre que me voy a comer al más grandote!”. Antes de entrar al restaurante en la top Zona Rosa de Bogotá, nos hacen bajar del auto para revisarlo, para ver si llevamos alguna bomba. Los perros –especialmente entrenados para oler trotyl o lo que venga– ladran como fanáticos de Quino y Sabina, como mendigos famélicos.
CUATRO Los perros de Bucarest, en cambio, no han recibido ningún entrenamiento especializado. Son perros salvajes y corren por las calles desde, que a mediados de los ‘80, a Ceaucescu se le ocurrió arrasar con varios barrios de coquetos chalets afrancesados para construir las avenidas y los monoblocks de su nueva y mesiánica metrópoli. La fiesta le duró poco tiempo más, pero los perros permanecen y se concentran en disciplinadas y peligrosas jaurías contra las que los bucarestinos combaten de tanto en tanto en batallas campales sin demasiado entusiasmo. El entusiasmo –parece mentira– se hace palpable en la Feria del Libro de Bucarest, desparramada a lo largo y alto de cuatro pisos de un edificio de modales monumentalistas. La gente compra libros como si se tratara de pan y la sensación palpable es que, sí, aquí, más que en ninguna otra parte, se lee para viajar, para escaparse. Y a nadie le interesan demasiado los autógrafos, pero sí las direcciones de e-mail: “Para seguir conversando”, te explican. Una tarde me compro en la feria –a un precio absurdamente bajo– una edición de Drácula. Antigua y en inglés. El libro por el que conocí Rumania y me prometí conocer Rumania hace tantos años. Lo hojeo mientras espero que empiece Matrix Reloaded en un cine ruinoso de una avenida demasiado parecida a Avenida de Mayo. Cuando entrás –con autoridad burocrática y proletaria–, te aplastan la entrada con un sello inmenso. Hay agujeros en el techo de la sala por donde entran rayos de luz muy al estilo Ridley Scott y vuelan palomas por la sección pullman. Es raro ver esta película tan futurista en un entorno tan retro mientras repaso las primeras páginas de Drácula –la llegada de Jonathan Harker al castillo– y me acuerdo del sacerdote sontaguiano de Bogotá (formidable rival para el Conde); de Sabina y Quino entre aterrorizados y divertidos mientras capeaban la tormenta de sus fans; y de esa misma mañana cuando bajé a los sótanos del Museo Campesino Rumano y ahí, en un sótano tan parecido a una cripta, había toda una sala dedicada a imaginería comunista: bustos de Lenin de espaldas, algún retrato de Stalin y pilas y pilas de libros adoctrinantes que olían a pasado imperfecto y a futuro indefinido.
Ahora, en la pantalla, Neo combatía contra cientos de Mr. Smith en esa película que predica el evangelio y la paranoia de que todos (Mafalda, la metáfora de la enfermedad, la princesa madrileña, el Dr. Van Helsing y yo y ustedes) no somos más que partes insignificantes de un programa informático tan complejo como previsible.
Cuando salí del cine, llovía una de esas lluvias inconfundiblemente porteñas –gotas grandes, perfume a tierra; Bucarest recuerda tanto a Buenos Aires– y volví al hotel pensando en cuánto mejor serían nuestras vidas si en lugar de ser impulsos eléctricos de una matriz eléctrica fuésemos, simplemente, tinta y papel de ese siempre sorprendente pequeño gran objeto unplugged tan antiguo como la infinita biblioteca del universo.