CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Dentro de unas pocas semanas se van a cumplir cincuenta años de la muerte de Alejandro del Prado, Calé, un extraordinario dibujante y humorista recordado –sobre todo y justamente– por su creación mayor, Buenos Aires en camiseta, la página semanal de observaciones porteñas que publicó en la revista Rico Tipo durante algo más de una década, la del cincuenta. Tenía sólo treinta y seis años cuando murió. Una lástima, un desastre. Porque nunca sabremos qué hubiera podido hacer, pero sí sabemos la dimensión de lo que estaba haciendo cuando se le quebró la punta al lápiz.
Cualquiera puede encontrar en Google y adyacencias los datos para completar la vida, obra, pasión y muerte de Alejandro del Prado. Se enterará de sus múltiples y coherentes afanes, y de su tendencia a ponerse camisetas sin pudor ni prejuicio. Hizo filoso humor político desde la vereda peronista en Descamisada; escribió sabiamente de fútbol “desde la popu” de River; se sumó a la ceremonia tanguera para poder acodarse al piano de Horacio Salgán. Lo que acaso no encuentre, explicitados, sean los componentes menos aparatosos de su genio.
Porque Calé es uno de los grandes del humor gráfico argentino de todos los tiempos. Y lo es de un modo muy especial, único. Eso es algo que seguramente se pueda decir también de varios de nuestros mejores muertos –Oski, Landrú, Battaglia, Fontanarrosa, Copi–, tan buenos como diferentes entre sí, y que fueron únicos cada uno a su soberana manera.
En todos los casos, lo que hace singulares a estos creadores es una cualidad que no es ni el estilo –es decir: el tipo de dibujo– ni la temática –en qué (supuestamente) se interesan– sino algo más sutil, a veces indefinible pero determinante de su singularidad: la mirada.
En el fondo, es obvio: cada gran humorista –o poeta o narrador o autor de cine– ensancha nuestra capacidad de apreciación de la riqueza / complejidad infinita del mundo y de nosotros mismos, al inaugurar un nuevo punto de observación o perspectiva que subraya o revela o inventa algo que no estaba antes ahí. Por eso nuestro mundo y nosotros no somos los mismos después de (conocer a) Borges, Vallejo, Buster Keaton o Steinberg.
Para el humorista gráfico, el logro de cierta mirada propia es el resultado de la combinación de determinados mecanismos (cada gran autor suele generar / encontrar su propia mecánica para obtener el efecto deseado), con el tipo de relación que establecen con el lector / espectador. También en esto, el caso de Calé es muy especial.
Una primera aproximación define lo que hacía en Buenos Aires en camiseta como costumbrismo porteño. Y es alevosamente cierto, desde el título. Calé es uno más de los múltiples cultores de este tipo de humor, característico de la época y del medio en el que publicaba. Se suelen subrayar –a veces críticamente– las limitaciones estructurales del costumbrismo, por excesivamente coyuntural y demasiado marcado por códigos y complicidades propias del sentido común de cierto tiempo y lugar. Y claro que es así.
Es impresionante que, con temas recurrentes alevosamente subrayados –el rioba, el fóbal, el tango, el café...– y con un estilo (sólo) en apariencia viejo y convencional, Calé haya construido un mundo tan rico, original y convincente. Haya encontrado –en síntesis y sin exageración– una mirada tan piadosamente perturbadora y universal de la condición humana.
Y fue un proceso. Hemos tratado de explicar(nos) alguna vez que ese Calé de poco más de veinte años que dibuja chistes de temática vagamente oriental en Descamisada –una revista del peronismo naciente– en 1946, no tiene aún una identidad en el trazo, más allá de cierta tendencia a lo reconstructivo y al rasgo caricaturesco. Pero ese mismo Calé, tres años después, sí tiene una identidad, lo que no debe confundirse con cierta voluntad de estilo propio o la homogeneidad –por reiteración temática– de su producción. Es algo o mucho más que eso.
La adquisición de una mirada propia –pues de eso se trata–, que va llegando con y durante la realización de Buenos Aires en camiseta, es el resultado de un trabajo de doble sentido con la realidad, de ida y vuelta. Por un lado, el autor tiende hacia la homogeneidad con su propio mundo representado –lo dibujado y lo vivido–, mientras por otro, el mundo exterior lo recibe como una parte suya a la que se integra: el público lector de Calé no fue diferente de los temas de Calé: él mismo está de los dos lados del lápiz y de la máquina.
El costumbrismo de Calé en esa página semanal con “textos y dibujos” suyos, es preciso y circunscripto (¿no es sintomático que su barrio se llamase –y se llama en la Peuser– Villa Real?); sus protagonistas viven en una ciudad, en determinados barrios o en el centro; tiene oficios, pasiones reconocibles, niveles de vida: empresarios, burócratas de clase media, laburantes manuales, reos desclasados, minas sueltas, implacables amas de casa y de vereda, señores de traje azul en tinta china.
Alguna vez subrayamos el hecho de que esos hombres, pibes y minas de Calé –que son tipos medios pero no arquetipos– tienen relaciones reales en términos reales con el resto y –sobre todo– con algo indefinible que puede ser, vagamente, la convencionalidad, el jefe, la falta de guita o cualquiera de las etiquetas de la Muerte. Y contra la muerte sólo cabe la pasión para vivir, y la piedad para mirar vivir esas pasiones o sus pobres sucedáneos.
Y no ha sido difícil encontrarle, en ese sentido, ciertos coetáneos compañeros de cruzada. Como Discépolo, Calé fundó de salida a un sujeto: “Uno”. Ese que “busca lleno de esperanzas” y que es, maravillosamente, cualquiera y yo también: “Uno se saca una foto y espera salir así (dibujo). Pero lo sacan así (dibujo). Y uno se ve así (dibujo)”. O si no, es directamente “usted”: el interlocutor-lector es el protagonista de la saga existencial, las pequeñas peripecias y miserias cotidianas. Algo así como el sujeto de Wimpi –“el tipo” decía el uruguayo– aunque sin necesidad de hacer antropología (en este caso) urbana.
Lo que quiero señalar es que la mirada de Calé tiende a disolver la distancia entre observador, protagonista y receptor de la observación. Algo que lo diferencia de otros notables y talentosos lectores del hombre de Buenos Aires, como Medrano, en una comparación de perspectivas que ha descrito bien en su momento Jorge B. Rivera, y sobre todo de Landrú –otro momento, otro humor, otros medios–, cuyas eficaces aproximaciones al costumbrismo idiomático y a los usos sociales se sostienen precisamente en la toma de distancia, en el deschave del otro.
A eso hay que sumarle, indisoluble, un dibujo extraordinario, único, que en los últimos trabajos –ver los originales que hizo para el documental Buenos Aires en camiseta, de Martin Schorr– fue objeto de cierta obsesión perfeccionista. Calé aspiraba, y a menudo llegó, a un grado de agudeza analítica propia del mejor orfebre, a la vez grotesco y documentado.
Por eso, seguimos creyendo que agotar lo de Calé en el costumbrismo argumental y no ir más allá del registro de los tics de los porteños del cincuenta es una lectura pobre. En lo suyo hay una creciente tensión –manifiesta en la evolución del dibujo, que se ahonda como si grabara sobre el papel– hacia la manifestación de una condición que está por debajo de los tipos. Si su época conoció la apoteosis de esa clase de humor esquemático nacido décadas atrás, de los personajes unilaterales –Bómbolo, la ingenuidad, Avivato, el piola; Fúlmine, el yeta– Calé trascendió la tipología, inclusive el porteñismo un poco esquemático de El Gordo Villanueva o Juan Mondiola, y avanzó en la indagación de un costado menos superficial: el registro de los miedos, las patéticas fantasías con que los combatimos, el regocijante y deplorable espectáculo de nuestra condición humana. Pero sin mistificaciones. Con el sencillo recurso de poner una mujer con soquetes en la puerta de su casa apoyada en la escoba, un pibe humillado por el holgado traje de comunión, un puñado de muchachos de barrio haciendo patética pinta en el baile del club.
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