Miércoles, 24 de abril de 2013 | Hoy
Por Adrián Paenza
Los locos. Los que piensan por fuera de lo convencional, los que son capaces de decir que “no”, los que se rebelan, los que no aceptan el orden establecido. O los que miran más allá.
La historia tiene múltiples ejemplos de personas que se atrevieron a pensar distinto, y ninguna lista será suficientemente exhaustiva aunque más no sea porque seguro que conocemos a muchos, pero ¿cuántos más hubo de los que no tenemos ni idea porque los sometimos con las “leyes del sistema”?
En esta segunda parte quiero recorrer la historia de otras personas que tuvieron que luchar contra la mediocridad de la época, discutidos, vilipendiados, atacados y hasta enloquecidos y encarcelados. Acá van.
Gregor Mendel fue un fraile de origen alemán, nacido en lo que hoy sería la República Checa. Hijo de granjeros, la fascinación por el cultivo de algunas plantas y vegetales lo llevó a hacer múltiples experimentos, especialmente con arvejas. Alternando su tiempo entre la abadía y la granja, la historia registra que entre 1856 y 1863 cultivó alrededor de 28 mil plantas. Comenzó haciendo diferentes cruzas entre ellas (altas, bajas, semillas de diferentes formas y colores) y se ocupó especialmente de llevar un detallado registro de lo que encontraba, qué características permanecían con el paso de las generaciones, cuáles se esfumaban, cuáles mutaban. Como Mendel tenía también una educación matemática, se ocupó en establecer proporciones de lo que sucedía también con otras plantas y con ratones, buscando signos “genéticos” que predominaban, otros que eran segregados y así terminó describiendo las que hoy se conocen como las leyes de Mendel. Para ponerlo en otros términos: fue Mendel quien descubrió las reglas básicas sobre la transmisión por herencia de las características de padres a sus hijos. Los rasgos de la madre y del padre no se funden, no se mezclan en el hijo/hija, sino que pasan intactos. Algunas características son dominantes, otras son recesivas, y la explicación de por qué en unos casos sí y en otros casos no es meramente que unas son más probables que otras.
El trabajo de Mendel fue duramente criticado e ignorado. El mismo escribió en 1884, poco tiempo antes de morir: “Estoy convencido de que no pasará mucho tiempo hasta que el mundo entero comprenda los resultados de mi trabajo”. Tuvieron que pasar más de cuarenta años desde su muerte. Ya en la primera parte del siglo XX, el trabajo de Mendel fue rescatado, reconocido y revalorizado. Mendel tiene un lugar destacado en la historia de la ciencia, sólo reservado para los pioneros en alguna especialidad, y sus leyes, las conocidas ahora como las leyes de Mendel, constituyen el fundamento de la genética.
John Logie Baird fue el inventor de la televisión. Así, tan categórico como suena. Fue el primero en el mundo en exhibir un sistema de televisión en funcionamiento. Dicho de otra forma: fue el primero en poder transmitir en forma inalámbrica imágenes y sonido que fueran recibidos por una caja especialmente diseñada a tales efectos. Nacido en Escocia en 1888, graduado como ingeniero, ya en Inglaterra visitó las oficinas del diario Daily Express para ayudar a difundir y promocionar su invento. El editor en jefe dijo lo siguiente (de acuerdo con lo que escribió uno de los periodistas del diario, el que recibió la instrucción): “Por el amor de Dios, vaya a la recepción y deshágase de un lunático que está allí. Dice que tiene una máquina que permite ver en forma inalámbrica. Tenga cuidado, puede que tenga una navaja con él”.
El sonido no era el problema. La dificultad eran las imágenes. Después de muchos años de esfuerzo, Baird logró transmitir una imagen muy débil por unos pocos metros. Pero eso era lo que le hacía falta. Más allá de haber sido tratado de loco en un comienzo, el 26 de enero de 1926 Baird ofreció una demostración de su invento frente a cincuenta científicos reunidos en el centro de Londres. El sonido y las imágenes no viajaban en forma simultánea. Recién lo pudo conseguir en el año 1930. El “loco” de la navaja tiene hoy su reconocimiento, a pesar que el crédito –históricamente– se lo lleven otros.
En el mundo de la física, Fritz Zwicky, nacido en 1898 en Bulgaria pero de padres suizos, es considerado uno de los genios con menor reconocimiento del siglo XX. Zwicky fue el primero en describir la existencia de la materia oscura, en 1930, el primero en hablar de (y acuñar la palabra) “supernovas”, de estrellas de neutrones, por poner algunos ejemplos. Sus teorías fueron ignoradas por casi medio siglo y siempre rodeadas de escepticismo. Muchísimas de sus ideas fueron corroboradas con el tiempo, varias luego de su muerte. Su carácter irascible, su arrogancia, el desdén con el que trataba a sus colegas, terminó poniendo una distancia insalvable entre él y el resto de la comunidad científica. Jesse Greenstein, el director del departamento de Astronomía del CalTech, escribió: “Como ser humano, Zwicky fue una persona detestable, petulante y egoísta. Intratable. Pero tenía una enorme facilidad para producir ideas radicales, transformadoras, desafiantes y, la mayoría, correctas”. En este caso particular, parece que fue el propio autor de esas ideas quien se confinó al ostracismo.
La siguiente historia es realmente increíble mirada desde el siglo XXI. Ignaz Philipp Se-mmelweis fue un médico húngaro nacido en 1818. Dedicó buena parte de su vida a ejercer como neonatólogo y obstetra, en una época en donde las condiciones de asepsia no eran frecuentes, a tal punto de que tanto las madres que parían como los bebés recién nacidos morían en porcentajes que hoy serían inaceptables (¡un 10 por ciento!) debido a la falta de cuidado en la higiene de los médicos. La enfermedad más común a mediados del siglo XIX era la fiebre puerperal. En ese momento, en Inglaterra, la fiebre puerperal producía más muertes que la propia tuberculosis. La situación era tan grave que muchas mujeres preferían parir en sus casas para no exponerse a los riesgos de infección en un hospital.
Semmelweis ejercía en el servicio de obstetricia del Hospital General de Viena. En principio, advirtió que en una de las salas el índice de mortalidad era dramáticamente superior al de la otra: 10 por ciento versus 4 por ciento. Comenzó a seguir los casos cuidadosamente, hasta descubrir algo entre elemental e inédito: eran los propios médicos y enfermeras los que infectaban a los pacientes. Después de testear diferentes hipótesis encontró que el número de casos se reducía fuertemente a poco que los médicos ¡se lavaran las manos! cuando trataban a una mujer embarazada, especialmente después de haber estado en contacto con cadáveres.
La teoría de que los gérmenes eran los causantes de las diferentes enfermedades no era conocida aún. Por lo tanto, Semmelweis dedujo que “algo” de lo que tenían los cadáveres incrementaba el riesgo de infecciones, tanto en las madres como en los bebés, y propuso que los médicos y enfermeras se levaran las manos con una solución que contuviera cloro.
Cuando hizo su anuncio, en un congreso, en el año 1850, recibió muestras de desdén, rechazo y hostilidad. Los médicos que refutaron su teoría expusieron un argumento que hoy sería considerado criminal (y esto está escrito): “Aunque los descubrimientos del doctor Semmelweis fueran correctos, lavarse las manos antes de entrar en contacto con una nueva paciente sería ¡muchísimo trabajo!” (sic). El congreso médico que se llevó a cabo en Alemania terminó rechazando la teoría de Semmelweis, en especial después de que se conociera la opinión del médico más famoso de la época: Rudolf Virchow. Ese fue el golpe final.
Los médicos participantes no estaban convencidos de tener que admitir que eran ellos los causantes de tantas muertes. Semmelweis pasó 14 años de su vida desarrollando sus ideas y tratando de convencer al establish-ment. Publicó su libro sobre el tema en 1861, pero cuatro años más tarde fue forzado a internarse en un hospital psiquiátrico, le pusieron una camisa de fuerza y murió a las dos semanas de haber ingresado.
Hoy, Semmelweis es reconocido como el pionero en las políticas antisépticas y de prevención de enfermedades contraídas en los hospitales.
La lista podría seguir. Pero creo que hasta acá está bien. De hecho, más allá del reconocimiento del que ya nunca se enterarán, nos queda la alternativa de “repensarnos” como sociedad, y no llegar tan apurados a desmentir y agredir a aquellos que piensan distinto, a tolerarnos las diferencias y a valorar un poco más a los que, hoy, parecen “locos”.
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