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Sobre las enseñanzas de Groucho

 Por Juan Sasturain

Para dar contexto a las trivialidades sintomáticas y excesivamente personales que siguen, me parece que caben un par de referencias previas. Vivo y sobrevivo en Buenos Aires desde hace casi cincuenta años; he votado y en general me siento cercano afectiva e ideológicamente al proyecto y a las políticas del gobierno nacional (vamos, todavía); soy consecuente y desvelado hincha de Boca; tengo una mujer bella, sensible e inteligente a la que amo, respeto y saludablemente temo, y soy un enfermo de los libros en general y de la buena literatura en particular: he perdido o ganado años (sic) de mi vida revolviendo en librerías de viejo y –ahora– suelo navegar en los procelosos dominios virtuales del ejemplar Mercadolibre en busca del texto perdido.

Así las circunstancias, hacia mediados de semana me pasaron, como a todo el mundo, muchas y variadas cosas. Más allá de las amarguras provistas por una oposición mediática, callejera y legislativa de proverbial mala leche, más allá de un Boquita descorazonador que no te permite ni soñar un rato, fui feliz cuando encontré en pantalla el primer tomo –ya tenía el segundo– de los relatos reunidos de Faulkner, edición Seix Barral española de los ochenta– a un precio razonable. Llamé, e identificándome por comodidad con el código de mi mujer, que es usuaria habitual, seria y con la mejor reputación cumplidora en este tipo de transacciones, arreglé módico precio, forma de pago y accesible lugar de contacto en microcentro. Una maravilla: no hay como el otoño en Buenos Aires, este airecito, el cielo limpio. Yo, feliz con mi Faulkner difícil a quince cuadras de casa.

Pero todo lo que venía bien se complicó. La cuestión es que mientras la tele y el corazón futbolero me tiraban señales de amargura, desaliento y pesadilla, el camino compensatorio hacia los cuentos del maestro y fundador del condado de Yoknapatopha se fue haciendo cada vez más sinuoso e incierto. Primero, me dijeron que tenía que llamar para coordinar a qué hora pasaba a retirar el libro; después –tras pasarme toda la tarde llamando–, o no me atendían o, si lo hacían, la buena y vieja persona no sabía, no podía darme información. Finalmente, amargado y tenso por razones varias (crispado es la palabra actual), cuando conseguí comunicarme, un supuesto joven desenvuelto y sereno me dijo que ya (a la cinco) era tarde, que mañana o pasado era igual, que cuál era el problema si no lo tenía hoy. Insistí, frustrado y caliente, haciendo un airado resumen de mis peripecias telefónicas a lo largo de la tarde y ahí me calificaron de prepotente y desubicado. Supongo que entonces debo haber visto todo rojo porque –más inspirado en el espíritu de Tangalanga que en el del discurso de Faulkner ante la Academia del Nobel– dije, sin levantar la voz pero clara y ferozmente: “Sabés qué: metete el libro en el orto”. Y él me contestó, sin énfasis: “Andá a la puta que te parió”. Y ahí colgamos.

Un desastre.

Quedé peor que antes, claro. Más amargado y disconforme además; ahora, conmigo mismo. En ese contexto perturbador suena el teléfono y –cordial y oficialmente– me avisan algo que vagamente yo ya sabía y sobre lo que me hacía el gil: en la sesión de la fecha, la Honorable Legislatura de la CABA (denominación que aborrezco) acababa de nombrarme Personalidad Destacada de la Cultura. Qué grande, qué bueno, qué orgullo. Agradecí como pude, a Ibarra y a su bloque, al resto de los legisladores, y a continuación no pude sino sentirme peor. No sabía dónde meterme, o meter lo que sentía.

Dos horas después, tras salir de mi opresiva casa –ya que no podía salir de mí mismo– y recalar en una bar donde todavía te sirven el fernet con hielo y soda sin usar la medidita miserable, pensé en mi estúpida calentura, en mi amada mujer que no se merecía una calificación negativa en Mercadolibre, en el glorioso Faulkner que me perdía por imbécil y (oh narcisista paranoia mediática) en el papelón eventual de que alguien supiera / se enterara de cuán grosero e intemperante podía llegar a ser una equívoca personalidad destacada de la cultura porteña. Porque todo tiene que ver con todo, como dicen que decía Pancho Ibáñez.

Entonces no dudé. Cacé el celular y desde el bar llamé al librero, identificándome sinceramente y sin ambages: “Soy Juan, el del libro de Faulkner, el que se sacó hace un rato. Te pido disculpas, estaba amargado por otras cosas, estuve mal”. El no vaciló ni un instante: “Está bien, yo también estuve mal. Ya está”. Quedamos para el día siguiente. Cuando fui a buscar mi Faulkner le pregunté al pibe que me atendió si era él con quien nos habíamos puteado el día anterior. Me dijo que no. No sé todavía si creerle, pero se portó como un caballero.

Supongo que no hay conclusiones que sacar de episodio tan grotesco y penoso. Trato de tomar distancia y de despersonalizarlo. La cultura y los hombres llamados cultos ya no son como eran antes. Y acaso no esté mal que así sea. Y hay que ser agradecido, siempre. Eso, por un lado. Por otro, me reafirmo cada vez más en mi credo marxista (de Groucho, claro), parafraseándolo, tal como él solía hacer con los demás: no conviene tomar demasiado en serio a una cultura que toma en serio a gente como uno.

Y por favor, una vez más: engrupidos, abstenerse.

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