Lunes, 29 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Son tres hechos emblemáticos, para gusto de quien firma. Si quiere juzgárselos sólo como digresiones de mero valor periodístico-coyuntural, sin sustancia de fondo, licuables en el torrente de exabruptos vertidos antes y después de la polémica en Diputados, es válido. Es legítimo. El suscripto cree, en cambio, que se trata de definiciones de alta cuantía política, acerca de aquello con que la derecha machaca sin cesar: la calidad de las instituciones. Por supuesto, si es que convenimos en que las instituciones son sujetos de carne y hueso y no una abstracción.
Empecemos por Ernesto Sanz. Radical. Senador. Por fuera del ambiente mediático que cada tanto lo promociona, de los correligionarios y de sus colegas parlamentarios, no lo conoce virtualmente nadie. El mismo lo admitió, a comienzos de 2011, cuando lanzó su campaña para las internas de la UCR en el teatro Gran Rex. Dijo entonces: “Ya que se repite tanto que no soy conocido, quizá debería empezar diciendo simplemente: buenas tardes, me llamo Ernesto Sanz y quiero ser presidente de la República Argentina”. Ese cotillón de lanzamiento le duró muchísimo menos de lo que canta un gallo. Terminó rendido frente a la candidatura del hijo de Alfonsín, aliado al progresismo de Francisco de Narváez. Y después de eso, siguió su ruta de intrascendencia legislativa absoluta aunque, cada tanto, su fraseología insidiosa le hizo ganar unos ratitos de pantalla en los medios opositores. Supo decir que la Asignación Universal por Hijo fugaba por la canaleta del juego y la droga, por ejemplo. Una frase de burda pero espontánea sintonía con lo que piensa buena parte de esta sociedad, y que después no encuentra cuál construcción política podría edificarse tras las oraciones de gorilismo pornográfico. La cuestión es que este tal Ernesto Sanz, virgen absoluto respecto de lanzar alguna idea alternativa en torno de algo, acaba de mandarse con que “ojalá la economía no mejore hasta octubre”. Sanz quiere que todo se pudra. Su propuesta es ésa.
Vayamos ahora a Oscar Aguad. Otro radical que en los corrillos políticos, incluyendo a sus parientes partidarios, es conocido como “el milico Aguad”. Tipo coherente si los hay. Ahora abreva en Macri, y hasta los conmilitones del radicalismo no se privan de recordar sus fotos con el genocida Luciano Menéndez, ni el papel que jugó en los ajustes bestiales durante la administración de Ramón Mestre. Bien a tono con ese historial, este milico Aguad, diputado, dijo que el Gobierno no le tiene miedo, solamente, al pueblo que marcha con choripanes, dádivas y micros. Lo mismo que piensan Sanz & Cía., seguramente. Aguad le adosó esa cuota de sinceramiento cavernícola, que suele ser habitual en el anonimato de las redes sociales y en las explosiones verbales de ciertos marchantes callejeros, no en un dirigente político al que su carácter de diputado nacional debería conferirle alguna necesidad de cuidado y profundización discursivos. Corresponde aclarar que no es cosa de ensimismarse con la dirigencia del radicalismo. No sería justo, aun excluyendo a Carrió. Ella proviene de ese origen, pero no es tomada en serio ni siquiera por sus colegas de predicciones apocalípticas. Un radical supo decir en estas horas, con natural pedido de off the record, que “Elisa juega al oposicionismo bardero, mediático, sabe que tiene menos del 2 por ciento de los votos y todo le importa nada” (esto último, claro, lo expresó en términos mucho menos elegantes). Agarrárselas con los radicales, al menos únicamente y como producto de su comprobada hibridez histórica, no haría a la constatación empírica por mucho que sería interesante saber si las autoridades del partido comparten las animaladas vertidas por Sanz y Aguad. En esto de quiénes se paran de un lado u otro juegan viudas peronistas, socialistas de intendencias, izquierdoides teatralizados y –rotulemos, para ser muy suaves– populistas que por alguna razón quizás insondable se quedaron en el wing equivocado.
El tercer hecho es que montaron una carpa enfrente del Congreso para oponerse a la reforma judicial, en obvia búsqueda de parangón con la Blanca de los docentes, impulsada por la Ctera hacia finales de los ’90. Aquel simbolismo del comienzo de las postrimerías menemistas fue un episodio histórico, que obró para concluir el derrumbe de un régimen tan democrático como asqueante. En esa Carpa Blanca, instalada el 2 de abril de 1997 y permanecida durante 33 meses, ayunaron cerca de 1400 docentes. Se calcula que la visitaron alrededor de 3 millones de personas y unas 7 mil escuelas de todo el país. El gremio juntó más de 300 mil firmas hasta que el Congreso sancionó la Ley de Financiamiento Educativo. Esa Carpa Blanca fue la más grande y conmovedora protesta social que enfrentó al menemato. En sus 1003 días de extensión, en horarios laborales o de madrugada, dieron testimonio presencial los más altos referentes de nuestra vida pública, en todas las disciplinas que se quieran tomar. Y ahora viene a querer compararse con eso un grupejo de chichipíos a los que no les da ni para entrar a recorrerla, porque ni siquiera hay alguien con quien solidarizarse. Hubo la foto de una decena de caripelas mediático-opositoras, de ésas que rehuyeron el debate en el Congreso para buscar cámara en otra parte. Y hubo una piba, Ailén Navarro, que pasó por “la Carpa de la Justicia” en la noche del miércoles, para firmar contra la dictadura K con unos amigos. Y se quedó completamente sola, hasta las 9 de la mañana. Su diálogo con el cronista Mauricio Polchi, de AM 750, fue de antología. Le pidió al colega que no le preguntara nada sobre política porque no quería comprometerse. Polchi, ante la advertencia, sólo le insistió con que respondiera por qué se oponía a la reforma judicial. La piba le dijo “pará que saco el papel y te digo”. El cronista, inundado de vergüenza ajena, le retrucó “no, está bien, dejá, contame qué pasó acá desde que llegaste”. Y entonces Ailén le relató que pasó toda la noche solita. No se acercó nadie. Fue después cuando trascendió que un diputado opositor apareció a media mañana para pedirle a la piba si, ya que estaba, no podía ir a sacar unas fotocopias. La anécdota puede ser abordada como un simple chascarrillo o como una enorme alegoría. Al firmante le parece que es lo segundo, porque no justifica cómo se puede jugar así como así –no la piba: los truchones mediáticos de la política– con un intento de reinstalar la simbología de la Carpa Blanca. Y si de verdad quieren intentarlo, por lo menos militen, asistan, convoquen. Si no, se hace insoportable que les falten el respeto a la historia, a las luchas populares, a las protestas que tuvieron un sentido de liderazgo conceptual.
Que vaya de epílogo la notable intervención del diputado socialista Jorge Rivas, en el cruce parlamentario por la reforma judicial. “Desde ya que, sin ingenuidad y con la absoluta certeza de que estamos tratando de desatar nudos de privilegio que han sido fuertemente atados durante más de un siglo y medio, suponía que íbamos a encontrar muchas resistencias. Pero el motivo que me empujó a hacer unas breves reflexiones en este debate es que me preocupa la peligrosa banalización que cierta parte de la oposición hace de algunas palabras. Palabras tales como democracia, dictadura, república, entre otras, deberían ser definidas con precisión por quienes las están usando en esta circunstancia, así tenemos la certeza de que hablamos un mismo idioma. Porque no dudo de que en el debate parlamentario le asiste a la oposición todo el derecho a oponerse, e incluso a hacerlo de manera firme y vehemente. Pero, estimados y estimadas colegas, guardemos el recato elemental que debemos tener como representantes del pueblo. Nuestros fueros parlamentarios, necesarios para poder cumplir libremente nuestra representación, no son una patente de corso para decir cualquier cosa sin el más mínimo fundamento (...). Honestamente, no creo que nos encontremos frente a un debate técnico jurídico. Por el contrario, creo que estamos frente a un debate netamente político que, por eso mismo, no debe limitarse a los abogados. Debe ser amplio, ya que el eje de la discusión, me parece, pasa nada menos que por determinar si en nuestro orden constitucional el derecho colectivo tiene supremacía sobre el derecho individual. O viceversa. A mi juicio, esa cuestión ya fue saldada a principios del siglo XX, con el nacimiento del constitucionalismo social que nuestra Constitución recoge en el artículo 14 bis. De modo que anteponer los derechos individuales a los colectivos no sólo me parece un rasgo de fundamentalismo ideológico. También me parece que es negar la propia evolución del Estado de derecho contemporáneo. Y que a quienes pensamos de esta manera se nos trate de totalitarios esconde, en el mejor de los casos, una profunda ignorancia sobre el concepto de totalitarismo.” Jorge Rivas, socialista de los que valen la pena, trayectoria irreprochable, estremecedor ejemplo de vida, el jueves, en el Congreso.
¿Habrá alguna alocución mejor que ésa para referir de qué se habla cuando hablamos de la oposición? Los medios la ignoraron olímpicamente y no porque el inmenso Rivas deba expresarse mediante un procesador de voz, tras que en 2007 sufriera un grave traumatismo encefálico. Lo Sanz, lo Aguad, ese veneno que inyectan los medios, ese insulto a la memoria que significa la escenografía montada frente al Congreso, son representativos e inescindibles del verdadero totalitarismo. ¿Cómo se hace para dialogar con esa gente, que no monta una carpa sino un circo?
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