Lunes, 29 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Fernando Alfón *
La Universidad Nacional de La Plata se prepara para la ceremonia de entrega del título de Doctor Honoris Causa a Horacio González. Las razones son inconmensurables, pero algunas ya son notorias.
González comenzó la docencia a fines de 1960 y facultades de todo el mundo le escucharon congregar las más vastas tradiciones de pensamiento universal para que dialoguen con el pensamiento argentino. La aldea local resonó urbi et orbi y González fue hacedor de los puentes. Heredero de Pirrón y de Montaigne, prescindió de las certezas y enseñó la sospecha, la crítica intensa y la cordialidad de las influencias.
En 1970 se licenció en la Universidad de Buenos Aires y tramó una interpretación de Gramsci que redundó en sensatez para la militancia política de la época. Aunque exiliado en Brasil, luego del golpe de Estado, nunca se alejó de la Argentina. Cuando regresó, en democracia, volvió a la docencia y alentó las nacientes revistas culturales, las cátedras y las grietas.
A principios de la década del ’90, González publicó La ética picaresca, en la que Marx se une a Weber, e invitan a ser leídos junto a Shakespeare, a Kierkegaard y a Simmel. Luego vendrían La realidad satírica, El filósofo cesante y Arlt, política y locura; el lector ya advierte, en estos primeros libros, una prosa amillonada y espesa. Luego nace El Ojo Mocho, cuyas páginas querellaron al menemismo y sirvieron de refugio a toda una generación.
González viaja, itinerante, por Buenos Aires, Rosario y La Plata, enseñando filosofía política, historia de las ideas y literatura argentina. Sus clases devienen ceremonias, concurridas por alumnos que encuentran en su periplo una sensibilidad lúcida sobre todo lo que acontece en la cultura. En su voz taciturna asoma un entusiasmo y una esperanza.
A fines de la década del ’90 publica Restos Pampeanos, quizá la obra que mejor expresa la densidad analítica y el vuelo de ensayista. También compila una serie de textos en torno de la obra de Spinoza, Cóncavo y convexo, y anuncia una Historia crítica de la sociología argentina. Otra vez, las tradiciones europeas se anudan a la América de Moreno, Walsh y Viñas.
Mientras que la Argentina se desgrana, a fines de 2001, presenta La crisálida, metamorfosis y dialéctica. Luego viaja a Europa y dicta una serie de conferencias en París VII, de las cuales se desprende Retórica y locura, una nueva teoría sobre la cultura argentina. González abre aún más el mapa intelectual e interroga. Unos años más tarde presenta Filosofía de la conspiración, en el que dialogan ahora marxistas, peronistas y carbonarios.
Director, luego, de la Biblioteca Nacional, el profesor universitario devino hombre público, pero lejos de concebirse como un bibliotecario del orden, removió los cimientos de la institución y puso en marcha un gigante de esmeraldas. Desde la Biblioteca interpeló la escena contemporánea, recusó el poder de las industrias culturales y esgrimió un modo de intervención que, en la misma resonancia de sus formas, viajaba una profunda renovación de la lengua política. La Biblioteca dejó de ser un anaquel dromedario y devino un Aleph, punto óptico desde el cual se podía espiar el cosmos de la patria. Los primeros resultados ya son maravillosos: el político también es mago, el esteta se encuentra con la multitud y conversa en el ágora sin censurar las metáforas.
Reabrió la célebre revista La Biblioteca, fundada por Groussac; creó más de diez colecciones de libros; reeditó volúmenes preciosos del patrimonio nacional; armó ediciones fascimilares de las revistas más célebres de la Argentina; montó exposiciones invaluables; promovió encuentros, jornadas y concursos. Las salas de la Biblioteca, a partir de su expresa decisión, se abrieron al intercambio de lecturas, los entrecruzamientos bibliográficos y el debate político.
Pero el hombre público no destempló al escritor; en 2007 publicó su monumental Perón, sugiriendo una exégesis tan original que, acaso, se renueve en él la forma de pensar al peronismo. Luego aparecen Las hojas de la memoria y Beligerancia de los idiomas.
En marzo de 2008, junto a Casullo, López y Forster, entre otros, González funda Carta Abierta, desde la que se piensan, en asambleas públicas, las difíciles alternativas que enfrenta la política. Desde entonces, no soslaya ningún debate que interese a la comunidad. La polémica con Vargas Llosa –que exhumó la pregunta por el intelectual, el poder y los libros– es sólo una muestra de este compromiso. El estilo de su prosa nunca se esfumó de su vida: discute pero no lastima; sugiere pero no cercena; agrega y casi nunca quita.
El registro de esa voluntad de pensar el drama nacional consta en las columnas que a menudo envía a Página/12, en las cuales aflora el cronista de la urbe y el mayor de los aguafuertistas porteños. De toda esta vasta experiencia como testigo del pulso vital de la Argentina, tenemos en 2011 la publicación de Kirchnerismo: una controversia cultural. González procuró poner nombres precisos a lo que sucede y calificar sin hipérboles al actual gobierno: bien sabe que recoge sedimentos viejos, pero los vierte en toneles nuevos. En González, el kirchnerismo encontró uno de sus interlocutores más creativos y menos condescendientes.
Por todo esto, que es apenas lo mensurable, es que la Universidad le entregará el máximo título de reconocimiento que ostenta. Será el jueves 2 de mayo, a las 17, en el Edificio Presidente Néstor Kirchner de la Facultad de Periodismo, que esa tarde volverá a abrir de par en par sus puertas.
* Docente de la UNLP.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.