Miércoles, 9 de octubre de 2013 | Hoy
Por Juan Sasturain
“Garrá lo libro que no muerden, garrá”
El Ñato Desiderio (ca. 1950)
Hay temas recurrentes. O que recurren a uno. Me suele pasar. Un ejemplo –y no es la primera vez que escribo/hablo sobre esto– es lo que sucede cuando a uno le suponen cierta experiencia, y le preguntan por el comienzo de su afición a leer –cómo y cuándo se acercó a los libros de pibe–, y le conceden aparente autoridad para dar consejos o recomendaciones sobre cómo “incentivar” a las nuevas generaciones en el saludable “hábito de la lectura”. Y es entonces que a uno –ante todo– le surge la necesidad de hacer ciertas aclaraciones y salvedades para no dejarse llevar por equívocos sin duda bienintencionados. Como suelen serlo, por supuesto.
Hay un equívoco que consiste en asimilar el acto de la lectura con la frecuentación de los libros y el cultivo de la imaginación. Tácitamente se supone que si no se leen libros, pero se miran imágenes fijas o móviles (“como pasa ahora”), se deja menos espacio o se impide el ejercicio de la imaginación. Y yo no creo mucho en esa ecuación. No por conocimiento teórico sino por recuerdo personal. Por eso, si me preguntan por las experiencias de mi lejana infancia no extrapolable, suelo diferenciar esas tres cosas o cuestiones que están emparentadas, que son indisolubles, pero no asimilables entre sí sin riesgo cierto.
En cuanto al tema tan maltratado del ejercicio de la imaginación, en mi/nuestro caso generacional, tiene que ver con los modos de acceso a la ficción, más precisamente, a la recepción de la aventura: qué y cuánta aventura consumimos los varoncitos de los años ’50 (las nenas, por entonces, consumían otras cosas, vivíamos en mundos paralelos, a veces tangentes) entre los seis y los doce años, digamos. La fecha que pone el impune James Barrie de límite para que a uno le puedan pasar cosas memorables o interesantes...
Volviendo: al decir aventura estoy hablando del ámbito natural del Héroe, el hombre/el muchacho o el grupo en acción, que se mueve a la intemperie y afronta lo desconocido y riesgoso. La aventura era el vislumbre de una realidad ajena a lo cotidiano (en el tiempo y en el espacio) y a la seguridad de la casa, la escuela, la familia. La posibilidad de imaginar otra cosa que el café con leche y el pan con manteca, las polleras de mamá y los bigotes del padre. Salirse, irse, aventurarse. La aventura es –entre los varones de mi generación de pibes en los ’50– la condición de posibilidad de crecer en tanto imaginarse y desearse, creerse otro y distinto. Supongo que siempre es así, claro.
Y la aventura que consumimos entonces fue sobre todo la de los géneros propios y vigentes de la época: el western, con pistoleros, indios y soldados; las historias de la guerra reciente, con aviones, tanques y submarinos; la novedosa ciencia ficción, con cohetes y monstruos; las de eternos piratas; las historias de terror; los aventureros del mar y de las selvas; los detectives y enmascarados justicieros; las de Tarzán y los distintos tipos de superhéroes.
Y acá viene el tema clave de los soportes. Porque los medios portadores de esas aventuras, cuando me tocó ser chico a mí, eran varios. Y no eran los libros el principal. Los libros estaban en la librería y en la biblioteca, ámbitos ajenos. Nuestros espacios propios, en los que elegíamos solos, eran otros: el cine, la radio y –sobre todo– el quiosco. Veíamos, oíamos y leíamos aventuras que no pasaban generalmente por el libro. Tuvimos más y más variada aventura que la generación anterior leyendo menos libros. Somos –para bien o para mal– la primera generación audiovisual.
Es que ya para los años ’50, dejando atrás los cuentos tradicionales de la primera infancia, tanto la aventura literaria clásica que habían leído nuestros viejos –Salgari, Verne, Stevenson, Dumas, Conan Doyle, Kipling, London, Twain, Burroughs, Rider Haggard, etc.– como los equívocos clásicos infantiles y juveniles adaptados –Dickens, Swift, Lewis Carroll, Collodi, Barrie, etc.– estaban en los libros, pero eran ya cosas lejanas que hablaban de un mundo –y en un modo de relato: el texto narrativo– que ya no era el que identificábamos como nuestro. Tuve, en casa, por entonces, El castillo de los Cárpatos de Verne y La isla de la aventura (traducción trucha de una maravilla: The Ebb-Tyde) de Stevenson, y no los pude leer, me costaba entrarles. Me gustaban más El Príncipe Valiente (versión novelada de la historieta) o Bomba, que evocaba a Tarzán. Eramos, supongo, lo único que podíamos ser: saludablemente modernos; inevitablemente contemporáneos.
Por eso, para los chicos estaban primero la radio, el cine y las historietas. Después, al lado, los libros, con muchos dibujitos, como los Pequeños Grandes Libros, de Abril, o sin nada. Pero el solo texto ya nos intimidaba. Los libros eran obsequio de cumpleaños que no solían elegir los pibes sino los padres. Había dos regalos clavados: la colección Robin Hood de clásicos de la literatura infantil y juvenil para ambos sexos –que en general estaban muy buenos: todos los pesos pesados de la aventura ya nombrados más Alcott, Jane Spyri, Becher Stowe y De Amicis–, y la serie Vida Espiritual, de Constancio C. Vigil; el de Billiken, una verdadera plomada. Pero a mí –y a los chicos en general– lo que más me/nos gustaba eran las revistas de historietas. Y si elegíamos nosotros, no los viejos, nos regalábamos revistas (una pilita) para los cumpleaños.
Era así, entonces, lo que pasaba con los textos supuestamente canónicos del imaginario aventurero infantil: no leímos a Burroughs sino que escuchamos a Tarzán por Radio Splendid –como a Sandokán–, y vimos las películas y leímos las adaptaciones en historietas. Tampoco leímos a Lewis Carroll, ni a Collodi, ni a Barrie por entonces; en cambio vimos en el cine las versiones de Disney de Alicia, Pinocho y Peter Pan, gloriosas películas.
Y –el dato es fundamental– en términos ya de estricta lectura, los relatos y los personajes que más nos marcaron a partir de los seis años y hasta terminar la primaria, digamos, no fueron las adaptaciones de autores y héroes literarios (que las había) sino las creaciones originales de los nuevos medios, sobre todo la historieta: los personajes de Disney –las increíbles historias del Tío Patilludo que escribía y dibujaba Carl Barks–; los que aparecían en Patoruzito (de Ferro y Battaglia a Breccia-Wadel); las traducciones de Editorial Muchnik de Batman y Superman y otros superhéroes, los de Misterix, Hora Cero y Frontera, donde leímos a Oesterheld con dibujos de Pratt, Breccia, Solano y otros; las mexicanas con joyas como La Pequeña Lulú o La Zorra y el Cuervo. Esa era nuestra fuente de lectura principal de ficción: las revistas, sobre todo de historietas.
La otra fuente primera de lectura de ficción literaria, ya no dedicada a los pibes, en mi caso, fueron los magazines tipo Leoplán –que incluían novelas cortas y cuentos policiales– donde conocí a Roal Dahl, Ambrose Bierce y Bradbury (vía las traducciones de un anónimo Walsh) antes de los doce años. Porque si bien en mi casa había una biblioteca de típicos best–sellers de la época –Cronin, Vicky Baum, Daphne Du Maurier, Van der Mersh, Giorguiu, Stefan Zweig, y títulos de las ediciones Selectas de Jackson–, nunca me interesaron; y cuando empecé comprar o a pedir mis propios libros –y antes de descubrir Eudeba y la literatura argentina a los quince años–, elegía los episodios de guerra, las historias de crímenes famosos, las crónicas de expediciones y viajes al Africa, los descubrimientos (el Polo, el fondo del mar, la arqueología), los animales salvajes y las tribus desconocidas, la prehistoria y el espacio exterior, los personajes y sucesos históricos novelados. Eso leía. Es decir: más allá de la ficción, siempre la seducción del relato y de temas que habían despertado, en general, la frecuentación del cine y de las historietas. Mi vocación de pibe, aparte de la esperanza futbolera, era ser dibujante de historietas.
Mientras tanto, la escuela –primaria y primeros años de secundaria– iba por otro lado, no tenía nada que ver con este proceso. No influyó para nada en mi vocación y en mis hábitos de lector de literatura. Yo estudiaba, dibujaba mucho y escribía buenas redacciones. Y en ese contexto, los libritos de la Colección Billiken de la biblioteca del aula, el ocasional Libro de Lectura –con textos ejemplares seleccionados de autores añejos–, Platero y yo o los Cuentos de la selva eran “cosas de la escuela”, nada tenían que ver con mi/nuestro mundo de imaginación, que estaba lleno de los personajes de tanta “basura” que leíamos. Ya en el secundario, las Tradiciones peruanas de Palma o Marianela de Galdós, más algunos poemitas intercalados en el libro de castellano, era todo lo que se leía. Un desencuentro infernal. Sólo un profe que se salía del libreto y trajo un poema de Borges y lo copió en el pizarrón –yo tenía catorce años– me reveló la poesía. Y la literatura en general. Calculo que por entonces, recién a principios del año ’60, y con la decadencia de Hora Cero y Frontera –tenía la colección completa–, dejé de leer historietas.
Y entonces entré en la literatura argentina por las mías, sin saber nada. Porque empecé a leer/escribir regularmente –ya para mí, no para la escuela– cuando decidí comprarme todos los libros de la colección Siglo y Medio de Eudeba, que no se vendían en librerías sino en quioscos callejeros, muy baratos. Y ahí se terminó de recortar la vocación: me convertí en un lector enfermo, infatigable y omnívoro. Y ahí tampoco la institución educativa tuvo nada que ver: los programas de Literatura de cuarto y quinto año no estimulaban la lectura. Lo que a mí me interesaba estaba siempre afuera del sistema.
Reconozco que el apotegma imperativo del Ñato Desiderio –personaje memorable de Billy Kerosene que se leía en Rico Tipo y se escuchaba por radio– tuvo un efecto cabal, pero bastante diferido, en mi/nuestro caso. Así salimos, después.
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