Sábado, 19 de octubre de 2013 | Hoy
Por Sandra Russo
Hay lugares, remotos lugares del mundo, en los que el nombre de Lampedusa se pronuncia con un halo de esperanza. A pesar de que esa isla italiana comenzó a ser conocida porque en ella se apiña la “inmigración ilegal” africana, y por los naufragios recurrentes de las barcazas atiborradas, en los lugares de donde ellos vienen Lampedusa es, sin embargo, una gran idea, el triste Dorado de los desahuciados. Sortear esos ciento trece kilómetros que separan a las costas africanas de Europa es la única chance de sobrevivir. Esos lugares tienen nombres extraños y nunca escuchamos hablar de ellos. Mogadicio, Afar, Asmara, Bossaso. Ciudades de los países del cuerno de Africa. Actualmente, son los más pobres y de los más violentos del planeta. Ahí hay guerras, sequía, hambruna, dictaduras, desplazamientos de población forzosos. A los que intentan huir los persiguen los traficantes, los policías, los soldados, los paramilitares, las guerrillas.
Lampedusa brilla en un Mediterráneo que ya no es el de Serrat. O en todo caso es su parte oscura. Un mar recorrido por pesqueros italianos que tienen prohibido socorrer a las barcazas africanas que llegan con inmigrantes ilegales, aun si las ven naufragar. Habían muerto ocho pasajeros de un pesquero tunecino en junio, cuando el flamante papa Francisco se dirigió a la isla. Allí dijo que la noticia de los ocho muertos del último pesquero hundido se le había “clavado como una espina en el corazón”. Por lo que siguió diciendo, uno supone que la espina no era solamente aquel naufragio, sino además su circunstancia de impiedad. “¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas? Ninguno. Todos respondemos: yo no he sido, yo no tengo nada que ver, serán otros. Hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna. Vivimos en la globalización de la indiferencia.”
Hace diez días, en el naufragio de una embarcación más grande, aquella espina se volvió estilete: esta vez fueron rescatados más de trescientos cadáveres y se ignora el número de desaparecidos. Hubo unos 150 sobrevivientes. La visita del Papa hace unos meses y la magnitud de la tragedia puso a la UE en su módica acción, al menos con reflejos para organizar una reunión entre algunos de esos sobrevivientes y el primer ministro italiano, Enrico Letta, con José Manuel Barroso, presidente de la Comisión Europea, y con Cecilia Malmstroen, comisaria europea de Asuntos de Interior. Es decir: los que tienen la llave de la puerta de entrada. La mayoría de los sobrevivientes y los muertos provenían de Eritrea y Somalia. Hace poco eran de Etiopía y de Sudán. En esa reunión, el portavoz de los sobrevivientes, el eritreo Binyam –los nombres que cita Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, son falsos, porque todos ellos corren el riesgo de ser deportados y la publicidad de sus identidades constituiría una condena anticipada–, les contó su historia. Y esa historia obliga a mirar más allá de Lampedusa, porque la información siempre parte de ahí, de los naufragios, en un mecanismo periodístico parecido al que nos mantiene siempre informados de los cortes de rutas o calles, pero al mismo tiempo desinformados de sus motivos. La historia de Binyam obliga a ir más allá, a aquellos territorios sacrificables en los que fluye pimpante el comercio de armas porque la guerra es eso, lo que mantiene activa a la industria que, vamos, no es africana.
Binyam tiene 25 años y llegó a las costas de Lampedusa procedente de Asmara, la capital eritrea. A los 17 años se vio obligado a alistarse en el ejército de su país, como todos sus hermanos. El servicio militar es obligatorio, no remunerado y dura tres años, pero eso es en teoría. Una vez alistados y en un país de guerra constante, los soldados nunca reciben la baja. Uno de los hermanos mayores de Binyam lleva en el ejército más de veinte años, el tiempo de vida de su país, que hace dos décadas se separó de Etiopía. Después de siete años de vida militar, Binyam, que aspira a estudiar Bellas Artes porque le gustan la pintura y el dibujo, decidió salir de Eritrea.
Huyó al norte. Llegó a Sudán y allí fue trasladado al campamento de refugiados de Shagarab. Estuvo allí hasta que encontró un traficante al que pudo pagarle para que lo llevara a Jartún. Su esperanza era reunirse con un hermano que vive en el Reino Unido o con una hermana que vive en Alemania. Solicitó legalmente entrar a la UE, pero fue rechazado. No podía volver a Eritrea, donde sería ejecutado por desertor. Trabajó en Sudán hasta que logró reunir los 1600 dólares para pagarse el viaje a Libia y desde allí volvió a pagar para cruzar el Mediterráneo hasta Italia. Algunos en Europa están lamentándose por haber derrocado a Khadafi: desde entonces las costas libias son el punto de partida de los inmigrantes, que no son inmigrantes: son refugiados.
Los que llegan a esas costas y suben a esas barcazas ya han probado otros modos de salir y no han podido, ya han meditado lo suficiente y están decididos a todo, hasta a morir en el naufragio. Dejan atrás otro tipo de muerte. Binyam les dijo a los funcionarios europeos que se siente culpable de haber sobrevivido, porque el amigo con el que se embarcó murió en el mar. Se habían conocido en el norte de Africa, en los campamentos, y se habían dado fuerza mutuamente.
Binyam, al igual que sus compatriotas, no quiere entrar a Europa para aguarle la fiesta a nadie, aunque sabe que su máxima aspiración, ser aceptado, incluye un futuro de pobreza y exclusión. Pero a Binyam y a los eritreos que escapan de Africa la miseria europea les sabe a mieles. Vienen de un lugar de esos de los que sólo sabemos algo cada tanto porque algún fotoperiodista gana el World Press con una imagen que quita el aliento. Pero el aliento se recupera al rato y la vida sigue. Igual que en Eritrea. En 2012, en Ruanda, la selección de fútbol de Eritrea pidió permiso para salir de compras un rato antes del horario del vuelo de regreso. No volvieron nunca. El equipo entero más los técnicos pidieron asilo político.
Gobierna Eritrea Isaias Afewerki, con mano dura. Mantiene cerrado el país. No se puede entrar ni salir. Amnistía Internacional denuncia que en ese país los sospechosos de disidencia son arrestados y que nadie informa a sus familias de esas detenciones. Según Reporteros sin Fronteras, Eritrea es el país del mundo con menos libertad de expresión. No tiene ni salud ni educación pública. De acuerdo con Unicef, 300.000 niños, ahora, están en riesgo de morir por las miles de minas antipersonales sembradas junto a los caminos por un ejército compuesto en su mayoría por púberes y niños, ya que los mayores han muerto. A los que quieren escapar y son detenidos, los acusan de intentar aliarse a alguna facción armada antigubernamental, de modo que son tratados como terroristas. Hoy hay más de 40.000 refugiados eritreos en Israel, 87.000 en Etiopía y 125.000 en Sudán. Este año a Lampedusa han llegado cerca de 30.000.
Así es el diseño del mundo, con su reparto de roles centrales, periféricos, emergentes o de basurero. Lampedusa, la puerta europea para los desesperados africanos, brilla en el Mediterráneo con una corona de ahogados. En las aguas esmeraldas y profundas yacen los que no pudieron llegar a cumplir el sueño de vivir en paz. Nuestra impertérrita indiferencia es parte de ese diseño.
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