CONTRATAPA
¿Se fue el derechaje?
Por Sandra Russo
Que Julio Ramos se pasee por los canales de televisión diciendo que Eugenio Zaffaroni no es el hombre indicado para ir a la Corte Suprema “porque no tiene familia” es sorprendente: se detiene justo ahí, en ese borde. Lo que verdaderamente quiere decir Ramos se puede deducir, pero ya no se puede decir. Hace un par de años sí, ahora no: quedaría decididamente berreta. Pero Ramos encima completa el combo con una pizca de perspectiva de género y afirma que lo ideal sería designar en ese lugar a una mujer, a la jueza Aída Kemelmajer de Carlucci, la misma que combate Raúl Moneta. ¿Qué pasó en este país que ahora a la derecha les dan vergüenza sus propios argumentos?
La pobre Elena Cruz seguramente pasará a la historia por ser la última persona de extrema derecha que dice lo que piensa. Cuando a Elena Cruz le ponen un micrófono delante, todo el mundo se prepara para escuchar el festival de disparates que ella garantiza. Siempre dice más o menos lo mismo: que Videla es un caballero, que los desaparecidos estaban pasándola súper en París o en México, que no hubo campos de concentración o que, en todo caso, que los que pasaron por ellos eran, en definitiva, guerrilleros, y qué pretende un guerrillero: ¿té con masas?
Digo “extrema derecha” porque sería obtuso pensar que no hay gente de derecha que ha desarrollado un pensamiento crítico con respecto a los crímenes de la dictadura. Es de suponer –y es de desear– que se esté afirmando una derecha como la de cualquier parte, sectores pro capitalistas, liberales en lo económico y conservadores en lo social y lo cultural, que en el futuro disputen el poder como lo hace la derecha de cualquier parte, descontando que será a través del voto.
Sería imposible imaginar un país democrático sin derecha, pero también es imposible imaginar un país políticamente viable con una derecha como la que tuvimos estos últimos treinta años: sin reparos ni pruritos para desviarse hacia el extremo, primero, del golpe de Estado, el asesinato, la desaparición, la tortura; más tarde, hacia la corrupción, la ilegalidad, el robo declarado, la especulación, el gatillo fácil.
La derecha argentina siempre ha sido borderline. Se ha dejado usar casi hasta la humillación por sus fanáticos, regalándoles todas las banderas que hubiesen podido ser discutidas por otros sectores dentro de un marco de legitimidad política. En su desenfreno, en su desorientación –o acaso, en el fondo mismo de su naturaleza– la derecha argentina siempre fue la vaca que miraba el tren mientras sus exponentes más siniestros mataban, robaban o delinquían. Otra hubiese sido la historia si hubiese salido del seno de la propia derecha alguna voz alzada contra los crímenes aberrantes, durante la dictadura, o alguna voz escandalizada por los negociados de los noventa. Pero callaron. No hubo nadie que dijera momento, la patria socialista no, pero los fusilamientos en la madrugada tampoco, las torturas tampoco, el robo de bebés tampoco. Y después no hubo nadie que dijera liberalismo sí, pero corrupción no, mafias no. Callaron. Admitieron. Parecería que la utopía de la derecha, si es que existe, implica esos desvíos o por lo menos es piadosa con ellos. Y ese silencio es el que ahora los amordaza.
Hoy, escuchar a alguien defender a Videla es simplemente inaceptable. Tampoco se puede decir que la homosexualidad es una enfermedad, y que en consecuencia no se puede tener jueces enfermos (salvo que se ocupen de librar pésimamente los exhortos a Suiza y así dispensen a Menem de mostrar sus cuentas secretas). O que hay que achicar el Estado, o que las privatizaciones deberían profundizarse, o que no trabaja el que no quiere, o que el mejor método anticonceptivo es la abstinencia, o que tienen sida los que se lo buscaron, o que donde hay judíos hay problemas, o que en la villa viven negros de mierda, o que todas las mujeres son arpías, o que una madre soltera avergüenza a su familia, o que los bolivianos sonsucios, o que Estados Unidos es el símbolo de la libertad en el planeta, o que el que se masturba quedará tarado para siempre.
Mitos y leyendas y creencias y supuestos y mentiras que abonaron durante décadas una sociedad volcada hacia su extremo derecho. Acaso por tanto abono de semejantes barbaridades hoy eso de que “se vino el zurdaje” sea tema de debate en la televisión. Es cierto que los sectores progresistas defienden principios que involucran transparencia, justicia, equidad, honestidad. ¿Pero no debería también defender todas esas cosas la derecha? Y ese es el punto crucial de este fin de época: no se sabe. No está claro. No parece.
Por ahora siguen guardando silencio. Están rearmando sus argumentos, esperando puntos débiles, reparando sus tanques de pensamiento. Saben que hay cosas que ya no pueden decir, porque eso hace el fin de época: pone en circulación nuevos discursos y cancela los viejos: son como una tarjeta desmagnetizada. Ellos la siguen llevando en la billetera, como siguen llevando sus viejas ideas en la cabeza, pero ya no les sirven para convencer a nadie.
En esta línea de largada, y así las cosas, mientras se sigue debatiendo si se vino el zurdaje, sería apropiado que la derecha fuera tomando conciencia de los tremendos errores cometidos, y que tenga el coraje de asomarse a su autocrítica.