Lunes, 2 de diciembre de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Durante la pasada “Noche de las librerías” en la calle Corrientes –más precisamente en El Gato Negro, que evoca tanto a las más finas especias como al relato no menos sutil de Edgar Poe–, algunos de los muchos que solemos escribir relatos negros o policiales fuimos convocados para disertar sobre nuestro crimen perfecto. Un lindísimo, abierto desafío.
Como siempre me sucede, antes de pasar a la exposición de los supuestos hechos, no pude evitar las previas divagaciones: una necesidad/estrategia equívoca que suele enredarme sin remedio. Pero que es parte del juego, supongo. Y de eso se trataba, de un juego; actividad que se define por un tácito “hagamos como si”: ¿qué es la ficción sino eso?, ¿y qué hacemos siempre sino ficcionalizar?
Hagamos de cuenta que tuviéramos que situar la idea. Así, podríamos partir del acuerdo con respecto a que el concepto de crimen perfecto no existe como tal, porque no puede predicarse la perfección de un acto que trasgrede el orden natural de las cosas, como es el asesinato. La naturaleza es por definición lo dado y como tal no es sino cómo es, es decir: perfecta. Entre sus perfecciones incluye la muerte, pero no el crimen.
La cuestión se explica así: el crimen no pertenece al orden natural de las cosas sino al cultural, en sentido amplio. Supongamos que los animales se /nos/matan pero no asesinan. Quiero decir que un crimen será perfecto si no lo es, para que sea perfecto no debe ser un crimen. Debe ser sólo –y nada más o menos que– una simple muerte.
Porque –y vayamos a los conceptos y usos acostumbrados– en términos lógicos, éticos, morales o meramente judiciales, hay tres tipos de asesinatos de los que suele predicarse la perfección: el que es un crimen pero no lo parece; el que se sabe que lo es pero no se descubre, y el que parece ser un crimen pero no lo es.
El crimen verdaderamente perfecto –si vamos a aceptar que vale usar este concepto en el orden cultural que nos corresponde– será el que sature a la vez estas tres categorías, involucrando a todos los actores sin que el orden lógico/moral/judicial que se instaure a partir de esa muerte pueda ser desarmado, desanudado sin romperse: es la perfección. Y como siempre en estos casos, el azar, lo dado, actúa para equilibrar lo que la torpe intervención humana trata de manipular.
Una muerte/un crimen famoso y mediático no muy lejano en el tiempo puede servir de ejemplo o de modelo posible, con todas las libertades que se pueden tomar (y me tomo) para ficcionalizar a partir de ciertos datos de la realidad apenas conocida periodísticamente.
Supongamos un colectivo de parientes y amigos que decide unánimemente deshacerse de una mujer que les molesta. Para ello, el grupo contrata a un asesino a sueldo para que se encargue del trabajo: balear a la mujer mientras se baña, llevarse algo, simular un robo. Todos tienen su coartada y permanecen lejos del lugar del crimen hasta que, cumplido el plazo, aunque sin tener noticias que confirmen la realización del trabajo, van a la casa a descubrir el cadáver.
Supongamos que lo encuentran pero descubren que la casualidad ha obrado a su favor, ya que la muerte –en forma de accidente– se ha adelantado al criminal: la víctima tiene una herida mortal en la nuca producto de un golpe contra las canillas del baño.
Alegremente sorprendidos pero confundidos a la vez, pues pensaban encontrarse en la situación de argumentar un posible asesinato seguido de robo, dan parte a la policía del hallazgo y explican el accidente, mientras uno de ellos se encarga de contactar al asesino a sueldo para corroborar que nada pasó ni será necesario que pase.
La sorpresa para los asesinos intelectuales/morales será doble: la primera, cuando el forense descubra que el golpe accidental y mortal existió, pero descubra también dos pequeñas e inexplicables balas alojadas en el cuerpo de la víctima; la segunda, cuando el asesino a sueldo se comunique y quiera cobrar, ya que asegura haber hecho su trabajo: le metió dos balazos en la nuca. Y cobrará, claro. Es lo más barato.
Porque la situación de los instigadores del crimen no tiene salida sin inculparse: deben permanecer juntos en la mentira y ser condenados por sospechosos de un crimen que nunca existió, porque el asesino a sueldo contratado –que jamás debe aparecer pues los condenaría sin dudas ya– se encontró con un muerto accidental y lo mató de nuevo “para que pareciera un crimen” y así poder cobrar.
Esa espantosa obra maestra de la chapucería es el crimen perfecto desde cada una de las perspectivas habituales que se usan para calificarlo así: en principio es perfecto porque es un crimen (en la intención flagrante) pero no lo parece, ya que es –sin duda– un probado accidente; también es perfecto porque aunque se sabe –por las balas– que es un (intento de) crimen no puede probarse, ya que nadie de los implicados puede hablar sin inculparse gravemente, y tercero –y sobre todo– es perfecto porque en el fondo es un crimen que no lo es: es una simple muerte enmascarada alevosamente para disfrazarse de asesinato.
Hagamos de cuenta que las cosas pudieron haber sido así. Que por una vez la paradoja sea que el asesino haya intentado que el accidente parezca un crimen.
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