CONTRATAPA
De Lodz a Hiroshima, seis décadas después
Por Jack Fuchs
En agosto de 1945 yo seguía internado en un hospital de Baviera. Recuperaba lentamente mi salud, el cuerpo todavía joven pero desquiciado, el cuerpo marcado por los años del gueto, por la miseria de los cuerpos de Auschwitz. Quizá sea tan obsceno como obvio decirlo, pero hay que decirlo: el encierro, la tortura, el suplicio, son experiencias del cuerpo, del cuerpo desnudo, frágil, expuesto y sometido al rigor ciego de la historia.
El primero de mayo de ese año me encontraron en un granero, en el camino por donde me llevaban de Dachau hacia no sé dónde, haciendo cumplir, de un modo ya en esos días muy desordenado, las instrucciones de solución final. Al fin, como todo, la guerra pasaba, yo me curaba de disentería, desnutrición y tuberculosis. Fue en el hospital cuando me enteré de que Hiroshima había sido destruida por una bomba atómica. En pocos minutos hubo ciento diez mil muertos. Es terrible decir que la bomba de Hiroshima me alegró, pero fue así. Así somos, los hombres. Entre mi curación y el sentimiento de satisfacción que me ocasionaba Hiroshima hay un abismo, una herida. Esa oscura mediación, el quebranto, la ruina de la experiencia son lo propio de lo humano. Pero pasaron muchos años hasta que pude verlo.
En ese momento comparé Hiroshima con Varsovia, destruida en enero de 1944 por orden de Hitler. Murió la misma cantidad de gente, aunque la masacre demoró una semana. Puntualmente, nada más que una diferencia técnica en la velocidad de ejecución. Es mucho y es poco. Y después, tierra arrasada. Pensé que al imperio japonés nada le había importado de Varsovia, que tampoco había vacilado en masacrar a trece millones de chinos, coreanos y vietnamitas, pensé que Alemania y Japón habían tramado repartirse el mundo a cualquier precio, que Japón festejó al lado de los nazis las matanzas de Auschwitz. Y viví la tragedia de Hiroshima, de Nagasaki, como compensación de los crímenes del fascismo japonés. Yo mismo en la tragedia de la compensación.
Confieso que en agosto de 1945 no podía –quizá nunca pude– desprenderme de lo que había ocurrido justo un año antes en Lodz, mi ciudad, cuando nos deportaron a Auschwitz. Yo y mis padres, mis hermanos. Habíamos soportado cuatro años de gueto. Ahora se cumplen cincuenta y nueve de la liquidación del gueto de Lodz, establecido en mayo de 1940. De Lodz desapareció una población de 250 mil judíos. Se moría de hambre, de enfermedades, se moría también de pena. En el gueto vivían no sólo judíos polacos, había también judíos alemanes, judíos checoslovacos; y dentro del perímetro del gueto los alemanes habían dispuesto otro, pequeño, con cinco mil gitanos que habían traído de los Balcanes, como en un juego de cajas chinas. En ese entonces, digo, yo hacía ecuaciones, una cuestión de cantidad: sólo en el gueto de Lodz murieron más personas que en Hiroshima y Nagasaki juntos. Y sin embargo no hay en Lodz un solo monumento que lo recuerde, el único testimonio de que ahí hubo una gran comunidad judía es el viejo cementerio, uno de los cementerios judíos más grandes de Europa; no hay discursos, no hay actos, no hay flores, la prensa mundial no dice nada, no va a decir nada de Lodz. El cementerio, nada más. Los muertos que recuerdan otros muertos, nada más.
No hago ahora cuestión de números, aunque el número, desde ya, no sea un dato despreciable, pero sí hago cuestión con la memoria, ese cuidado tan llevado y traído por la filosofía, el psicoanálisis, la opinión pública. No me interesa discernir ni el concepto ni los usos de la memoria. Dejo esa improbable tarea al debate de los especialistas. Sé muy poco, sé de la intervención del tiempo, de la indiferencia y el rigor del tiempo, del cansancio y la celebración del tiempo, adivino el peso de la memoria, lo compruebo en mis fijaciones, en la obsesión, en el miedo, en la pequeñez de mi lógica; sé que la memoria alivia en mí, como el sueño, la ruina humana de la que hablo, sé también que no hay nada que deba aliviarse,tranquilizarse. Pero me acerco a los ochenta años y me sigue estremeciendo el olvido general de Lodz. No sé si está bien, si está mal, no sé qué valor tiene ese olvido. Porque el olvido es necesario, porque no se puede vivir en la insistencia machacona del recordatorio. Pero estoy forzado, cautivo. Llegan las fechas, año tras año, y el pasado vuelve. Me veo como un hombre pasando de una en una las cuentas de un rosario interminable, un ábaco interminable, un número sin fin. Es la violencia del pasado que vuelve. Que toca. No sé si la misma violencia de entonces con los contenidos de ahora o la violencia que se manifiesta en su sola presentación, en su asedio imaginario y en sus escombros reales. Agosto es el mes de Hiroshima y es el mes del final de Lodz. Al espanto de la bomba nuclear se suma en mi memoria, con un año de diferencia, el del gueto. Y mi cuenta se pronuncia no sólo porque Lodz fue mi ciudad natal, la ciudad de mis padres, sino también por una fascinación mía por lo pequeño, lo que por una razón u otra no tiene en la memoria o en la conciencia pública una dimensión poderosa. A veces me detengo, por la mañana, en mi barrio, en tonterías como el agua que despilfarran las porterías de los edificios, encuentro en esa nimiedad un motivo más para pensar el desarreglo general de las cosas, a veces sigo haciendo ecuaciones menores, calculo cuántos litros de leche podrían atenuar el hambre a cambio de los millones de llamadas telefónicas innecesarias, busco, me entretengo en la irracionalidad de las pequeñas cosas. Con Hiroshima y Lodz pasa en parte algo de lo mismo. Lodz e Hiroshima se parecen; cuando los alemanes estaban a punto de ser derrotados seguían saliendo de Lodz vagones repletos de judíos, cuando ya se sentía cerca el final de la guerra hubo sin embargo una continuidad implacable; en Hiroshima pasó en parte lo mismo, pocos días antes del término de la guerra, la bomba aplastó a miles. Lodz e Hiroshima son emblemáticas: la crueldad de la guerra se impuso sobre el conjunto de la población civil, porque hubo dos guerras, una guerra estrictamente genocida y otra de conquista. Del episodio Hiroshima se escribió muchísimo, se habló, se habla muchísimo, quizá por la espectacularidad de sus efectos, de mi pequeña ciudad sólo quedan unos pocos sobrevivientes, entre los cuales me encuentro, de Lodz no se dice nada, casi nada, pero ahí, en la historia de esa ciudad polaca, en las historias menores de sus judíos, está contenido todo el dramatismo de la guerra, toda la trama criminal de la guerra. Sé muy poco, repito, de las funciones de la memoria, pero estoy seguro de que sólo en la memoria y en el nombre se guardan los secretos de la muerte y que, si bien es absurda la comparación, los muertos de Hiroshima tienen una mayor gravedad en la memoria, están más nombrados y presentes en la memoria colectiva que mis muertos de Lodz, por eso los nombro.