Jueves, 31 de julio de 2014 | Hoy
Por Hernán Patiño Mayer *
El último 18 de julio recordamos con dolor y frustración el vigésimo aniversario del criminal atentado contra la AMIA. Murieron entonces 85 personas. Entre los asesinados había 77 argentinos, seis bolivianos, dos polacos, un chileno y una persona cuyos datos de nacionalidad se desconocen. La mayoría de las víctimas eran miembros de la comunidad judía de nuestra patria, comunidad que, como todos sabemos, es de las más importantes comunidades judías de la Diáspora en todo el mundo.
A la perversidad intrínseca del atentado se le han sumado y cumplido ya veinte años de la más absoluta impunidad. Impunidad que ha contado, sin duda, con la participación activa o pasiva, cómplice o culposa, de importantes instituciones del Estado argentino. Una vez más debemos insistir en las tres palabras que desde la instalación en nuestra patria del terrorismo de Estado han sido guía, primero de los organismos de resistencia y de DDHH, y hoy ya incorporadas a la conciencia de la inmensa mayoría de nuestro pueblo: Memoria, Verdad y Justicia junto a un compromiso definitivo: ¡Nunca más!
Claro está que mientras reine la impunidad, la posibilidad de que la barbarie se repita estará siempre en un estado de latencia activa. Hasta que la verdad nos conduzca a la justicia, la bestia del terror seguirá allí con su presencia amenazante.
Pero quiero ahora referirme a una afirmación que se ha repetido en ésta y otras oportunidades con la sana intención de resaltar la indudable ferocidad y perversión del atentado contra la AMIA. Se dijo y se repitió que “se trata del peor atentado terrorista de toda la historia argentina”. Lamentablemente me es imposible compartir esa certeza. Simplemente, porque no es verdad.
No veinte, sino casi sesenta años atrás, el jueves 16 de junio de 1955, las nubes que cubrían el cielo de Buenos Aires fueron perforadas, apenas pasado el mediodía, por el vuelo rasante de cerca de cuarenta aviones de la Aviación Naval y la Fuerza Aérea argentinas. El sonido habitual del quehacer cotidiano de un día laboral porteño fue ahogado por el rugir de los motores, el hasta entonces ignoto tronar de las bombas y el repiquetear impiadoso de la metralla. Lo que estaba previsto como un acto patriótico mutó perversamente en una feroz carnicería. El objetivo declamado, asesinar a Perón. La verdad, otra y bien distinta. A través de un acto terrorista sin precedentes, se buscó quebrar la voluntad de resistencia de las mayorías populares que lo apoyaban, para iniciar la desperonización definitiva y el retroceso conservador de la sociedad argentina. El verdadero enemigo no era Perón, sino el pueblo peronista, al que había que recordarle que la piedad no era parte del diccionario de los “libertadores” y que el terror sería la medicina que habrían de inyectarle por la fuerza.
Esa tarde Buenos Aires tuvo el siniestro privilegio de transformarse en la primera ciudad abierta del mundo bombardeada en tiempos de paz, por sus propias Fuerzas Armadas. Por cinco horas se extendió la orgía sangrienta que dejó como saldo la muerte de alrededor de 400 personas y cerca de un millar de heridos y mutilados. Orgía que terminó con la huida de los terroristas al Uruguay, donde el gobierno colorado presidido por Luis Batlle Berres los asiló como defensores de la libertad. Como si la historia se empeñara maliciosamente en repetirse, los mismos facciosos que se unieron para frustrar el proyecto de unidad confederada de José Artigas se aliaron nuevamente para derrocar al gobierno popular de Juan Domingo Perón.
El argumento sostenido entonces por los subversivos al justificar la masacre homicida, de que su objetivo era la eliminación del jefe del Estado, no resistía la más mínima confrontación con la verdad. Durante sus tres gobiernos y con la sola excepción del acto del 12 de octubre de 1973, organizado por el inefable López Rega, en el que habló protegido por un vidrio blindado, Perón mantuvo un constante y directo contacto con su pueblo. Un solo francotirador podría haber terminado con su vida, sin necesidad de, además de fracasar, llevar fríamente adelante una de las peores matanzas de inocentes de toda nuestra historia patria.
De este horroroso atentado se conocen, desde su macabra ejecución, los nombres de sus autores directos y sus inspiradores intelectuales. Las cruces pintadas sobre la V de la victoria en el fuselaje de los aviones ponían en evidencia la complicidad de importantes sectores de la Iglesia y la acción organizada de civiles armados, la participación activa de partidos y organizaciones opositoras. Pese a todo, al igual que en el caso de la AMIA, la impunidad pudo más que la Justicia reparadora y en aquel caso el terror efectivamente volvió por sus siniestros fueros, a partir de la instalación, luego de la muerte de Perón, del terrorismo de Estado.
El criminal bombardeo de la ciudad de Buenos Aires sigue siendo hasta hoy, y esperemos que para siempre, el más grande atentado terrorista de toda la historia argentina.
* Integrante de Cristianos para el Tercer Milenio.
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