Jueves, 31 de julio de 2014 | Hoy
DEPORTES › PERFIL DEL MAS POLEMICO DIRIGENTE DEPORTIVO
Por Daniel Guiñazú
Pocos dirigentes dejaron en la vida pública de la Argentina la huella honda que, para bien y para mal, Julio Humberto Grondona dejó en el fútbol nacional como fundador de un club (Arsenal de Sarandí, en 1957), presidente de otro (Independiente, 1976/1979) y presidente de la AFA durante 35 años, contados a partir del 6 de abril de 1979, cuando por un lado, el voto de los clubes y, por el otro, el aval innegable del almirante Carlos Alberto Lacoste (la cara que la dictadura militar le puso al fútbol argentino) lo designaron como sucesor de Alfredo Francisco Cantilo al frente de la entidad de la calle Viamonte.
Más allá de la consideración histórica mejor o peor que merezca su figura, nada es ahora en el fútbol argentino como lo era antes de la llegada de Don Julio o el Viejo (así lo llamaban tanto los que lo veneraban como los que le temían). Y de su particular estilo de conducción, vertical y autoritario. Acaso sintetizado en aquella frase (“Todo pasa”) grabada en el anillo que llevaba en su dedo meñique izquierdo y que dejó de usar en 2012, luego de que falleciera el único amor que tuvo su vida fuera del fútbol: su esposa Nélida Pariani, la madre de sus hijos Liliana, Julio y Humberto.
Cuando Grondona tomó asiento en el sillón presidencial de la AFA era ya un experto y pujante dirigente de 47 años (había nacido el 18 de septiembre de 1931) que había llevado a su clubcito de barrio de los campeonatos zonales de Avellaneda a la segunda categoría del fútbol argentino, que había conducido a su Independiente en las conquistas de los Nacionales de 1977 y 1978 y que se había nutrido de las enseñanzas de Herminio Sande, un mítico presidente rojo en los años ’60, quien lo instruyó tanto de las cosas buenas como de las malas del fútbol. No se le conocía en ese entonces mayor fortuna que su corralón de materiales, Lombardi y Grondona, y vivía como tantos, una vida simple de clase media. Grondona no iba al cine, no leía libros, no escuchaba música ni tenía intereses culturales. Lo suyo siempre fue fútbol, fútbol y más fútbol, las 24 horas de los 365 días del año.
Treinta y cinco años más tarde, a la hora de su muerte, Grondona ostentaba el poder suficiente como para ser considerado, sin duda, el dirigente más importante de la historia del fútbol nacional y una de las cuatro o cinco personas con más poder real en el país. Manejar hasta en los detalles más ínfimos el complicado día a día del fútbol argentino con puño de hierro durante tres décadas y media le rindió sus frutos: hacía 26 años que era el vicepresidente senior de la FIFA y el titular de las estratégicas comisiones de Finanzas, Marketing y Televisión (o sea, por sus manos pasaba el corazón del negocio del fútbol mundial). Y era dueño de una fortuna personal que nunca se interesó demasiado en justificar.
Sin hablar inglés (de haberlo sabido, acaso hubiera llegado a ser presidente de la FIFA), fue el “vicepresidente del mundo”. La personalidad ante la cual se abrían las puertas de poder y se arrodillaban presidentes, reyes, ministros, empresarios, jueces, celebridades y hasta los papas. Cuando Héctor Magnetto, el omnipotente CEO del Grupo Clarín, dejó de atenderle el teléfono porque lo consideraba un simple ferretero de Sarandí, Grondona concentró un odio sordo contra él y tramó una venganza terrible: después de haber sido durante más de diez años socios todopoderosos en la televisación del fútbol argentino, en 2009 se alió con Néstor y Cristina Kirchner, le birló el negocio de la pelota y gestó el Fútbol para Todos financiado con fondos públicos.
Desde una mirada resultadista, como la que alentó sosteniendo ocho años (1982/1990) a Carlos Bilardo como técnico del seleccionado nacional y luego ungiéndolo como director de Seleccionados Nacionales, la obra de Grondona resulta incomparable e imbatible. Durante su mandato, se ganó el título mundial de 1986 bajo el influjo del genio de Diego Maradona (el mismo al que en Brasil ingratamente calificó de “mufa”) y se jugaron las finales de 1990 y la última de este año. También se lograron seis campeonatos mundiales juveniles (1979,1995, 1997, 2002, 2005 y 2007), dos medallas doradas olímpicas (2004 y 2008) y una de plata (1996). Grondona supo convertir a los seleccionados nacionales en el activo más importante de la AFA y los cobijó y preparó en el complejo deportivo de Ezeiza, concebido y construido durante su mandato. A cambio, metió la cuchara en todo y les hizo sentir a los técnicos que dirigieron el equipo mayor en estos 35 años (salvo con Bilardo, acabó peleado con todos) que la Selección era un bien propio con el que podía hacer lo que le viniera en gana.
Pero los éxitos deportivos no alcanzan a tapar las pesadas sombras que arroja el mandato más largo que dirigente alguno haya tenido en el fútbol argentino. No obstante los dineros de la televisión que hizo fluir primero aliándose con Clarín y TyC y luego con el kirchnerismo, Grondona dejó este mundo sin encarrilar la economía de los clubes, acaso porque allí estaba la base de su poder discrecional. AFA rica, clubes pobres fue su lema, y canjear dinero y favores por alineamiento irrestricto, el estilo que se le hizo costumbre. Tampoco pareció demasiado comprometido con la erradicación de la violencia en los estadios y de los barrabravas, a quienes siempre los concibió como parte insustituible del paisaje futbolero nacional.
Las sospechas de manejos turbios y de corrupción endémica económica y deportiva, como el escándalo de la venta de entradas durante el Mundial de Brasil, sobrevolaron su gestión. Cuando ya era un hombre gastado y decaído que se dormía sentado viendo los partidos de la Selección o asistiendo a los actos que su función le obligaba. Pero que resultaba implacable a la hora de generar y conservar de su poder. Ese que hasta ayer ejerció sin miramientos. Como lo que verdaderamente fue: el único dueño de la pelota.
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