Sábado, 16 de agosto de 2014 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
La información cubrió todo como una ola. Todo lo otro pasó a segundo plano. Había aparecido el nieto de Estela. Todo parecía una fantasía más de la realidad. Pero era la verdad. De cuerpo y alma. Había triunfado la ética una vez más. Los poderosos mandamases de los años ’70 aparecían pisoteados por el barro de la impudicia y la cobardía de las armas una vez más y para siempre. Triunfaron las Abuelas sobre el poder de las armas y lo injusto. Me hubiera gustado que los brutales genocidas Videla, Massera y Agosti estuvieran vivos y como periodista haberlos visitado en la cárcel para preguntarles qué sentían al verse completamente desnudos ante la aparición de Guido. Estoy seguro de que sólo hubiese escuchado rebuznos como respuesta. Desnudos, desnudos, tan poderosos antes y ahora desnudos y ya con olor a podrido.
La alegría de la libertad y la vida por un lado y la mirada torva de los desaparecedores en el rincón de la celda. La vergüenza eterna de los que fueron sus familiares y adjuntos.
Valió la pena luchar.
Por eso, ese día salí a caminar hacia la luz. Hacia la luz, hacia la explicación nunca encontrada de la palabra vida. Voy a buscarlo a Guillermo Hudson, le voy a dar la mano y pedirle que me acompañe. Recorreremos el camino que él transitó en su vida: nuestras pampas, nuestra tierra, con su inmensidad y sus colores, sus silencios y sus voces naturales, su gente, sus lunas, sus soles. Leo sus páginas. Allá lejos y hace tiempo. Aparece su amor entrañable, ese paisaje que lo vio desde niño, de adolescente y en plena juventud. Nos dice: “El cielo azul, la tierra parda, el pasto, los árboles, sus animales, el viento, la lluvia y las estrellas nunca me son extraños, porque en ellos estoy, de ellos soy y con ellos me identifico. Mi carne y la tierra son una, el calor del sol y de mi sangre son uno, y uno el viento y la tempestad con mis pasiones”. Aunque dejó la pampa bonaerense a los treinta y tres años de edad, Hudson, en pensamiento, siempre estuvo allí. Oía sus pájaros, olía a la pampa, sus ojos veían todo verde, su aliento olía a pastos verdes, su vista se perdía siempre en el mismo azul de ese cielo pampeano pleno de azules y de blancas nubes, y el destello de cien mil estrellas.
Mantuvo siempre toda aquella memoria de niño y de adolescente, y desde la lejanía europea lo puso todo en papel como si jamás se hubiera alejado. Cada día pasaba con la vista del recuerdo lo que había vivido en la fuerza de descubrir, de admirar, de seguir el vuelo de la mariposa, de orientarse por el trino de los gorriones y sus vuelos, de mirar el sol sin pestañear. Sí, lo silvestre. La sabiduría nata del gaucho y verlo alejarse en su caballo como si marchara al más allá ya sin regreso... El diálogo casi mudo pero sabio con el habitante de la tierra. El caballo, la bota de potro, el relincho, la montura con olor a oveja. El horizonte cambiando los colores todo el día y el ocaso teatral con mil estallidos de luces en el silencio total de las pausas de esas aves siempre anunciadoras. El pincel de Hudson es la pluma y su pintura, la palabra. Nos pinta todo con palabras que son colores y viajamos con él, mejor dicho, recorremos, no vamos a ningún lado, pero sí nos encontramos con nosotros mismos. Abrazar las pampas.
Hudson es un león dormido que observa y sueña. Un león que no devora, sino que describe. No se le escapan detalles. Y así nacerán sus obras. Y de ellas levantarán vuelo los miles de calandrias, pájaros carpintero, horneros, benteveos, zorzales, mientras correrán por los campos teros, perdices y mixtos. Y desde las ramas lo observarán las astutas lechuzas. Todo ante los silenciosos bosques de tala y los desparramados paraísos y ligustros, todos clasificados por el capo ecológico Hudson.
Después de recorrer “Los 25 ombúes”, descanso. Me pongo a la sombra de un ombú, que es como si entrara a un templo. Pienso: qué vida la de este caminante de la naturaleza. Cuántas enseñanzas nos ha dejado. Nuestros adolescentes deberían recibir sus libros en los colegios y leerlos. Un amante pleno de la naturaleza. Y de sus árboles, arbustos, plantas, flores silvestres y de todos sus increíbles animales. Admirar y amar toda la creación. Aprender de ella. Mirarlos como un tesoro de vida. Y cuidarlos, acariciarlos, y no al tiro del cazador. Y gritar en el bosque con todas ganas: “Gracias por tu vida, Guillermo Enrique Hudson”.
Los títulos de sus libros son nuestros. Se requiere una canción de cuna, El gorrión de Londres, La confesión de Pelino Viera, La recompensa del colono, En el desierto, La tierra purpúrea, Un naturalista en el Río de la Plata, Días de ocio en la Patagonia, Los pájaros y el hombre, El ombú, Mansiones verdes, Aventuras entre pájaros, Allá lejos y hace tiempo, Aves del Plata, Una cierva en el parque de Richmond, etcétera.
Poesía y recuerdo, el paisaje, la gente, la vida, los sueños. Un escritor para quererlo y leerlo siempre cuando vienen las horas de los sueños. Abrir sus libros y gozar sus tiempos. Gozar sus tiempos y encontrar en ellos la esencia de la vida y nuestro deber hacia ella.
Mi agradecimiento a todos los hombres y mujeres que cuidan “Los 25 ombúes” y sus tesoros. Gracias.
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