Domingo, 16 de noviembre de 2014 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Hay una exposición de Roberto Jacoby en que se ven las pintadas, los textos de las redes, de los blogs y de los tuits de eso que todos acuerdan en llamar oposición. Cuando uno pregunta a alguien de los pertenecientes a ese grupo de habitantes por qué es tan desaforado y grosero el lenguaje con que se expresan responde, casi todos, “ellos empezaron”. De donde vemos que la política argentina se divide en “ellos” y “nosotros” y el que empezó tiene la culpa. A riesgo de que una vez más se me acuse de filósofo ultra K (nunca fui “ultra” de nada y no trabajé en el campo intelectual tantos años, y con cuarenta libros publicados, para ser jibarizado a una letra) diré que no importa quién empezó. Si alguien lo hizo, el “otro” lo siguió. Y creo, a esta altura, que lo ha superado ampliamente. Pero lo que uno lee en los textos que
exhibe Jacoby no son meramente insultos, guarangadas o una que otra ingeniosa cochinada que no por eso deja de ser lo que es, una mera cochinada. Lo que se lee en esos textos es el más puro y profundo odio. Sólo el odio permite escribir así. Escribir eso. Hay alguien que fue un muy buen amigo mío desde hace años y últimamente se me ha dado por leer sus columnas. Hasta su foto cambió. Antes, algo tibiamente, sonreía. Ahora tiene una cara de lobo de jauría dispuesto a saltarte a la garganta. No niego que hay bronca del otro lado, pero no veo odio. Hay desdén. Hay un cierto temor porque el enemigo que enfrentan ha sido devastador en años recientes y ellos lo asocian (con razón) a él. Aunque los odiadores no lo crean, sus enemigos, si bien siempre dispuestos a defender las causas en las que creen, dudan que esa causa tenga la grandeza con que se presentó a partir de 2003. Acaso meramente por el razonable desgaste que el tiempo impone sobre todo lo viviente. Pero nunca vi en ellos tanto odio. El odio puede ser (y a menudo, en efecto, es) una manifestación de debilidad, de desesperación. En la nota que leí de mi viejo amigo admitía que CFK había subido en las encuestas. Acaso si esa tendencia crece la desesperación de los odiadores (más que los “otros”: no sólo ellos odian, pero nadie odia así en la Argentina y hace largo tiempo que nadie lo hace, desde la última dictadura al menos) se vean empujados a la desesperación y la democracia corra peligro. No me sumo a los del Gobierno que ven un golpe en cada declaración o acto de sus opositores. Subo la apuesta. La han subido ellos, los odiadores. El odio es cada vez mayor. La política se ha tornado sofocante y el diálogo, imposible. Todo es K/anti-K. Nada en el medio. No hay matices. No hay modalidades. No hay gradaciones. Los anti-K debieran advertir que no tienen una identidad propia. La que tienen la toman de la negación, rasgo por rasgo, del rostro de su enemigo. ¿Puede haber otra causa de la falta de propuestas de la llamada oposición? No tienen identidad política, sólo tienen algo que creen obtener de la negación obstinada de todo lo que el oficialismo propone. Sospecha uno que si el oficialismo, cualquiera de estos días, dejara de proponer medidas, la oposición caería en el enmudecimiento.
Me propongo iniciar, a partir de aquí, una serie de notas bajo el título de Conflictos y consensos en la historia universal. De aquí que haya elegido el notable ejemplo de la actual política de nuestro país. La historia se alimenta del conflicto. Así, la negatividad es su categoría fundamental. Esto ha sido cuestionado por la French Theory, los posestructuralistas y los posmodernos, ya viejos todos. También su historia es vieja: vieron el fin de la Guerra Fría y hacia dónde de inclinaba el triunfo. Supongo que no adivinaron ni sospecharon que el neoliberalismo triunfante llevaría al planeta a una situación preapocalíptica. Decidieron salir del marxismo, salir de la historia y salir del sujeto. Para eso recurrieron a Nietzsche y al Nietzsche leído desde Heidegger. Escupieron una y mil veces sobre Sartre y Marx. Deleuze afirma que el principio fundamental de su filosofía es el rechazo de la categoría de negación, entendida al modo de la dialéctica hegeliana. Hay que partir de la afirmación nietzscheana para que el esclavo pueda liberarse. Pero, en Nietzsche, la afirmación de sí mismo, el principio positivo de la autovaloración, pertenece a los aristócratas, no a los esclavos. En Marx y en Sartre, a los sometidos. ¿Cuál es el gesto primero de la rebelión de los oprimidos? ¿Afirmarse a sí mismos como los aristócratas nietzscheanos? ¿O negar al enemigo como el proletariado marxista? Es de malos dialécticos (o de filósofos que niegan la dialéctica) no advertir que la negación del enemigo implica la afirmación de sí mismo. Yo soy yo cuando (solo o con mis compañeros en rebeldía) le digo “no” al ser o al régimen que me oprime. Eso es todo. O eso es, al menos, el principio. El principio de negación del enemigo es el principio de afirmación del sí mismo. Se dan a la vez. Dentro de una misma temporalidad. Dentro de un mismo nivel de conciencia. Son inconcebibles uno sin el otro. El No es el Sí y el Sí es el No. Esto es dialéctica. Lo que se debe rechazar de Hegel y de Marx es el tercer momento de la conciliación y la armonía. En Hegel, ese momento era el de la plenitud del Saber Absoluto en la esfera del Estado. En Marx, la situación gozosa de plenitud, ausente de conflictos, al que la lucha del proletariado llevaría a la humanidad hasta suprimir al Estado.
Para dejar de lado esto basta con hacer lo que hizo Engels antes que Adorno: señalar que hay en Hegel una contradicción entre dialéctica y política. El Hegel político congela la dialéctica porque desea consagrar el poder estamentario de Federico Guillermo III de Prusia. Años después, apenas EE.UU gana la Guerra Fría, Fukuyama intenta algo semejante. Engels le señala a Hegel que, como buen filisteo alemán, quiere cerrar la historia en beneficio de Federico Guillermo III, su albacea, su protector. De aquí que utilice la política para frenar un método que, si es revolucionario, es porque nunca se detiene, porque la negación siempre sigue tironeando de la historia.
No hay historia sin conflicto. El conflicto es antagonismo, que es su expresión antropológica. El conflicto tiene distintas expresiones. Se da dentro de la democracia. Que incluye el conflicto y busca el consenso. El consenso jamás elimina el conflicto. Sólo lo atenúa y permite el diálogo entre las partes. Si este diálogo prospera, el consenso también y el conflicto pasa a segundo plano. Si el consenso se erosiona entramos en su etapa bélica, que es su derrota por el conflicto y su exasperación. Cuando el conflicto pierde toda posibilidad de diálogo se abre el espacio de la violencia. La democracia es un buen sistema porque incluye el consenso como parte sustancial suya. Pero la democracia no elimina las desigualdades sociales. Estas desigualdades nos retornan al conflicto. Cuando son indominables dentro de las sociedades el Estado acude a la represión. Ahí se desnuda un conflicto fundamental: entre los poseedores y los no poseedores. Alberdi hablaba de una democracia bárbara y una civilizada. Todo el problema de la Argentina -decía- consiste en armonizar las dos. Nunca se ha logrado.
La “democracia civilizada”, siempre que siente la pérdida de su supremacía, siempre que siente que “la casa”, que es suya, está en desorden o la pueden asaltar acude a la violencia. Abundaremos más adelante sobre estos temas.
Lo que a uno se le escapa durante estos días es que no encuentra motivos para que los odiadores odien tan extremadamente. Ni el IAPI les han hecho. Les han tocado intereses, es cierto. El país está en un espacio geopolítico que detestan, Suramérica antes que Estados Unidos. O se ha agredido a un monopolio mediático. Pero el odio que -suponemos que es eso- ha generado no tiene relación con las medidas tomadas en desacuerdo con las clases poseedoras. Porque la democracia puede y debe funcionar en el país. Aun cuando sea difícil el diálogo. Pero nadie puede hablar con un adversario que no tiene discurso sino odio. Sólo odio. O sí, puede. Puede y debe. Hay que abrir la cerrazón K/anti-K. Hay que pedirles que se busquen un nombre y unas ideas propias, algo que los defina a partir de sí mismos y no del Otro odiado. Hay que insistir en el diálogo. Porque el odio es la muerte de la democracia. Y la muerte de la democracia es la violencia. Ya lo vivimos. Y hay lugares a los que es injustificable volver.
(Nota: Si sigue, visiten la exposición de Roberto Jacoby.)
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