Domingo, 16 de noviembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Jorge Halperín
Días atrás, Luis D’Elía me comentaba que entre quienes convocaron por las redes sociales al cacerolazo del 13N algunos habían colocado su imagen en una horca. Son autores anónimos o escudados en apodos irreales, y ejercen el perverso poder de herir a distancia. Lo que no imaginé es que algún día se produciría una extraña colaboración entre el periodismo y los barrabravas de la red. Desde la Presidenta hasta los ministros, funcionarios y referentes del kirchnerismo o intelectuales que simpatizan con él, pasando por diversos sectores sociales, todos son destinatarios de mensajes denigrantes en la red que llevan firmas que en muchos casos pueden ser falsas, garantizando así la impunidad de quien insulta.
Esta clase de insultos están en el conjunto de las redes sociales, pero principalmente emplean como sede los diarios online, y son hoy un fenómeno tan extendido que, según el artista Roberto Jacoby, autor de la muestra plástica Diarios del odio, en esos medios ocupan más espacio que la información. Saturan las páginas online de los diarios La Nación, Clarín, InfoBAE y otros medios opositores. El hecho de que hoy formen parte constitutiva de aquellos diarios online lleva a preguntarnos si esos exabruptos son en ellos un injerto forzado o, al revés, un complemento de su discurso “periodístico”. En otras palabras, y parangonando a Von Clausewitz, si el insulto en la red es el discurso editorial por otros caminos.
La primera razón para sospecharlo es el generoso espacio que esos medios conceden a los “trolls”. La segunda, la afinidad de pensamiento, en el sentido de que los “trolls” suman su “aporte” violento a algunos de los artículos de sus medios y nunca para cuestionar el enfoque editorial, sino como una extensión brutal de sus textos. Da toda la impresión de que se sienten arropados por esos medios y que más bien dicen lo que éstos no pueden decir sin violentar las reglas de la comunicación periodística.
No vamos a juzgar las baterías de insultos que pueden ser orquestadas por los propios medios desde oficinas privadas, tal como lo denuncia Víctor Hugo Morales en su libro Audiencia con el diablo. Nos vamos a ocupar de los mensajes espontáneos, de quienes los escriben y envían convencidos de que ejercen una forma –rara– de ciudadanía independiente.
Pero nos preguntamos: ¿para qué serviría a los fines de los medios opositores difundir cataratas de insultos hacia los funcionarios y las personas públicas que ellos cuestionan editorialmente?
Por una parte, para mostrar un presunto estado de ánimo colectivo que crece en indignación. El discurso periodístico exige un tono profesional. Mientras que las frases duras de “José”, “Miguelito” o “Catalina” jugarían como “el pueblo” expresándose sin vueltas en la misma dirección en que lo hace la prosa en apariencia prescindente del discurso periodístico. Ya no es el medio aislado el que cuestiona al poder político. Está acompañado del viejo coro griego, la voz popular, cuanto más tosca más verosímil. Pero impregnándolo de dramatismo.
Si el Gobierno hace valer a cada paso –y exhibe con movilizaciones multitudinarias– el apoyo popular, los diarios empresarios opositores le oponen la “voz” del otro pueblo, que no se congrega tanto en el espacio público, y menos aún detrás de agrupaciones políticas, sino que se presenta como masa en el espacio virtual, pero actuando como los sujetos independientes que se sienten. El insulto “trolleano” es, por un lado, una forma de impugnación al poder político, sus seguidores y sus ideas. El exabrupto como expresión política es un acto individualista. Es probable que quien lo profiere en las redes rechace las exigencias de la militancia –de derecha o izquierda–, que suponen integrarse a alguna fuerza, acordar con los otros, negociar, fundamentar, cuidar las formas. O que sea “trabajito extra” de algunos militantes.
Si se examina el insulto por su intensidad y por la necesidad que tiene de denigrar al otro (las palabras usadas aluden a la mierda, a las cloacas, a enfermedades terribles como el cáncer o a la muerte), este gesto extremo da una idea de que está interpelando a otro que tendría un gran poder de daño (y por eso se lo convierte en palabras en la cosa más abyecta, o bien en el virus más dañino). En muchos casos, la fuerza de la agresión verbal actúa como un reconocimiento del poder del enemigo, sea del poder político de quienes lo ejercen, sea del poder de las palabras de los intelectuales impugnados. En otros casos se despotrica contra otros que, aunque carecen de poder, producen un gran daño a la autoestima de quien los interpela, poniendo en riesgo la identidad del ciudadano “indignado”.
Dicen los autores de la muestra plástica: “Todo odiante necesita de su objeto, ya que define su identidad por relación con lo odiado. Así vemos que los comentaristas se perciben argentinos por relación al bolita, al paragua, al perucho. Se perciben blancos en tanto denigran a los que llaman negros, hombres en cuanto destituyen a la mujer, educados en la medida en que estigmatizan a los ignorantes. Se sienten clases medias porque detestan a los pobres”.
Hay también alguna conexión entre el insulto denigrante y la idea de fin de ciclo promovida justamente por los medios opositores y los periodistas e intelectuales que editorializan en ellos. Una idea de fin de ciclo que, más allá de su falta de fundamento, hay que admitirlo, la oposición mediática y partidaria ha conseguido instalar en muchos sectores (al menos desde el oficialismo hay una permanente necesidad de desmentirla).
El insulto exhibe un estado de ánimo de ruptura, de “¡Basta!”, de “¡Esto no da para más!”. Y pone fin a cualquier comunicación. Quien insulta anuncia que se llegó al límite, que se terminó el tiempo del otro; sólo cabe imaginar con inquietud cuál sería su nuevo paso.
Parece que hubiera un fuerte contraste entre el “empaque” de un diario como el de los Mitre, que denuncia y condena la presunta violencia y actitudes autoritarias del Gobierno y, por otro lado, la procacidad, que es el lenguaje de muchos de sus lectores. Pero esta cohabitación lleva a preguntarse, más que por el contraste, por la continuidad en los textos periodísticos propiamente dichos, y por el grado de violencia que se ejerce en ellos valiéndose de una prosa elegante e informada en la que abundan los prejuicios ideológicos, de clase y de género, los juicios lapidarios en los cuales se habla del presunto desequilibrio de la Presidenta, y todo tipo de descalificaciones.
En estos días en que un periodista y un empresario periodístico son juzgados como cómplices del terrorismo de Estado, es oportuno preguntarnos cuánta violencia podemos esconder los periodistas bajo la retórica del oficio.
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