Lunes, 19 de enero de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Las epopeyas y las catástrofes deportivas, sobre todo cuando implican el comportamiento de míticos ídolos o proverbiales villanos, suelen acumular, a lo largo del tiempo, versiones a menudo contradictorias acerca de sus pormenores. Tal es el caso de la aparatosa derrota de nuestro desafiante José María Gatica ante el campeón mundial Ike Williams, la fría Noche de Reyes del ’51 en el Madison Square Garden de Nueva York, por knock-out a los dos minutos del primero. Impresionante.
Testigos ocasionales y periodistas especializados aportaron en su momento el testimonio más o menos veraz, sesgado o interesado. Pero no siempre es posible contar con una mirada ajena, cercana pero extraña a la vez. Es lo que sucede con la versión de los hechos que se desprende del relato del insospechable Donald Poynton.
Como ya hemos contado alguna vez, es sabido que cuando Dashiell Hammett conoció a Donald Poynton, en 1952, el escritor estaba en su peor momento: tenía más de sesenta años, hacía cerca de veinte que no publicaba una novela y venía de cumplir seis meses de reclusión federal por negarse a delatar compañeros ante el senador McCarthy y sus esbirros. Sin recursos, Hammett debió dejar su departamento en Manhattan para terminar viviendo de prestado en una cabaña dentro del terreno de unos amigos que tenían su residencia de fin de semana en Katonah, a una hora de Nueva York. Y ahí estaba, precisamente Donald Poynton de casero, junto a su mujer, Linda. Se hicieron amigos.
El negro Poynton tampoco estaba en su mejor momento. Había sido boxeador pero, aún joven y entero, hacía un tiempo largo que no subía a un ring. Con el seudónimo de Donny Brown, había hecho una buena campaña entre los livianos de la zona de Filadelfia antes de la Guerra. Al regresar sin fe ni condecoraciones del frente europeo, dispuesto a volver a las trompadas, desembarcó como tantos otros en Shadows, el mítico gimnasio de Tony Lomuto en el Bronx. Sin embargo, el que había sido fuerte pegador de manos frágiles tardó pocos meses y apenas un par de sufridos combates en darse cuenta de que el boxeo profesional ya no sería una opción de vida para él.
–No fue necesario que Tony me lo dijera, señor Hammett –le confió al hombre flaco la primera vez que hablaron del tema–. Me di cuenta solo, y puedo decirle el momento preciso. Fue durante mi última pelea, que gané por decisión. Mi rival era un chico de Atlantic City, un pelirrojo blanquísimo al que le quedaban marcados todos los golpes. Valiente pero muy frontal, sin recursos. Al final del cuarto lo tenía sentido y contra las cuerdas. A esa altura ya no contestaba. Lo medí dos veces con la izquierda y en el momento de tirar la derecha a fondo para dejarlo en el piso me detuve un instante. Todavía hoy no sé por qué. Fue apenas un instante. Y cuando al final puse la mano, fue sin soltar todo el brazo, como si lo empujara, como si estuviera esperando que se cayera solo.
Hammett levantó las cejas:
–¿Y se cayó?
–No, claro que no. Terminó el round de pie e incluso me metió un par de manos. Durante los dos últimos, era a seis rounds, caminé manteniéndolo a distancia. Gané por puntos pero me fui silbado. No subí más.
–¿Te dolía la mano?
–Eso le dije a Tony, en el rincón.
–¿Y era cierto?
–Yo entonces creía que sí. Ahora creo que no, señor Hammett.
Según Poynton nunca se había hablado explícitamente del tema de la fragilidad de sus manos en el gimnasio pero en las semanas siguientes nadie programó a Donny Brown ni él pidió explicaciones. Siguió yendo, y seis meses después se había convertido casi sin darse cuenta en uno de los integrantes del selecto staff de sparrings –los famosos “shadows”– de Lomuto, ahora con su verdadero nombre y encontrada vocación. Y así fue, por varios años, de los mejores en el oficio de ser otro, de impostar estilos. Era un liviano natural, dúctil y trabajador. De Sandy Saddler a Kid Gavilán, todos los grandes campeones y ocasionales challengers lo buscaron en su momento para ponerse en forma y emplearse a fondo. Poynton ofrecía todas las garantías de la aptitud, la profesionalidad y el fair play. Hasta que un episodio oscuro lo había dejado definitivamente afuera del negocio.
La primera versión al respecto la tuvo Hammett a través del pintor Gus Irongate –el dueño de la propiedad donde el escritor residía– que conoció a Poynton y lo contrató poco después de aquel suceso. Según Gus, todo comenzó cuando Donald fue tentado, pese a los consejos en contrario de los Lomuto, por la propuesta y el dinero de los tipos que le manejaban la carrera a un supuesto, o por lo menos desconocido para ellos, campeón sudamericano. Lo habían traído a Nueva York en el verano del ’50 con la idea de armarle en tres o cuatro meses media docena de peleas accesibles que le dieran buenos números y algo de prensa para poder justificar el desafío al elegante Ike Williams por el título de los livianos. El tipo, un bocón pintoresco, no era malo, pero se creía fatalmente el mejor. Al final la pelea se hizo en el Madison –aunque no por el título– y el fulmíneo Williams puso en su lugar y en la lona al soberbio Mono Gatica en apenas dos minutos. Fin de la historia; al menos de la historia oficial. Pero el desenlace de la pelea fue muy llamativo, casi sospechoso. Y Poynton cayó en la volteada.
Hammett no recordaba el caso, y menos el personaje de Gatica, pero cuando Donald estuvo dispuesto a hablar –la única vez que lo mencionó–, el sparring le mostró sonrientes fotografías de prensa y recortes de diarios de los días previos al combate en que aparecía de frente a la cámara y haciendo guantes con el campeón argentino y su equipo de infructuosos entrenadores. Eran los únicos y felices recortes que conservaba.
–Lo que vino después no vale la pena –concluyó.
Hammett pensó que en esa reticencia estaba el germen de una buena historia.
–He escrito algún relato de boxeo o al menos con boxeadores –dijo.
–Esta historia termina mal, señor Hammett.
–Suele suceder, Donald. La mía también terminaba mal. Se llamaba El guardián de su hermano y creo que la mayoría no la entendió.
–¿Puedo leerla?
–Supongo que sí. Pero cuéntame la tuya primero.
–No hay mucho que contar. Supongo que cometí el primer error al encariñarme con Gatica, no con el personaje insoportable que componía para la prensa sino con el hombre divertido y generoso que era en privado. Compartimos muchas horas en las semanas previas al combate. Y el segundo error fue aceptar acompañarlo en el rincón. Es difícil acumular tanta basura en un espacio tan pequeño.
Hammett pensó que la frase era inusualmente buena para un narrador oral que trabajaba con una historia sin elaborar, de primera mano.
–¿Qué sucedió? –dijo.
–Lo mandaron al frente, a desbordarlo a Williams tirando todo el tiempo, incluso desde fuera de la distancia. A quemar las naves de salida, porque decían que Ike no estaba bien, que había tenido fiebre esa mañana.
–¿No era ése el plan de pelea?
–No. Lo decidieron en el vestuario, o incluso ya camino al ring. El argumento que hicieron correr, después del nocaut, fue que Gatica estaba mal entrenado, que tenía gasolina para no más de diez minutos y que sólo podía salvarlo una mano, un lucky punch en los dos o tres primeros rounds. Nada era cierto. Ni lo que le dijeron a él del campeón, ni que Gatica estaba fuera de forma: hizo más de doscientos rounds sólo conmigo y estaba afiladísimo esa noche. Por eso, lo que me sorprendió fue lo que pasó al día siguiente, lo que declararon ante la prensa argentina. Fui el chivo expiatorio, la influencia perniciosa. Hicieron correr la bola de que todo lo que progresaba en el gimnasio lo dilapidaba de noche saliendo conmigo de bares, copas y mujeres. Y él, el Mono, aceptó o al menos no desmintió esa versión que de algún modo atenuaba su pelea desastrosa.
–Más basura en el rincón.
–Tal vez, señor Hammett –aceptó a medias Poynton–. Mejor digamos que el Mono era un tipo débil que prefirió conservar su fama de desaprensivo sobrador antes que reconocer la verdad de que ya no aguantaba el castigo. Por eso, lo que me sacó no fue tanto que me hiciera socio de su supuesta irresponsabilidad, una gruesa mentira que yo podía neutralizar, sino lo que me dijo en el hotel, borracho y delante de todo el equipo.
–¿Qué te dijo?
–Me reprochó que el Ike que yo le había armado como modelo no tiraba ganchos y uppercuts de zurda, que fue la combinación con que el campeón lo sacó. Y era una verdad a medias. El problema con él había sido que aunque estaba bien preparado ya no tenía aguante en la mandíbula. Todos lo sabían y ellos mismos me lo habían pedido: nada de tirarle fuerte a la punta de la pera. Porque si bien estaba bien entrenado no encajaba bien los golpes ascendentes. Y entonces, ya que los otros no hablaban, se lo dije.
–¿Y él?
–Ni me escuchó: “Te pagamos demasiado bien para un trabajo que hiciste mal, negro”. Metió la mano en el bolsillo de uno de esos coloridos sacos de solapas anchas que usaba y me tiró un puñado de dólares a la cara –Poynton suspiró, hizo una breve pausa como si esperara el efecto que habían causado sus palabras y prosiguió: –Le aseguro, señor Hammett, que los billetes todavía no habían tocado el piso y Gatica ya estaba en el suelo. Lo puse acá –y se señaló el lado derecho del mentón–. Le podrían haber contado cien.
El hombre flaco lo miró por un momento serio y en silencio. Después, levemente, comenzó a esbozar una sonrisa que Poynton agradeció, acompañó y desarrolló hasta que estallaron juntos en una estruendosa carcajada. Y ambos sintieron que algún tipo de acuerdo o pacto tácito se había establecido entre los dos.
La cuestión es que aunque a la semana Poynton volvió al gimnasio del Bronx, a la rutina de Shadows, su puño izquierdo estaba inflamado sin remedio –hubo que operarlo– y su imagen de confiabilidad estaba destruida. Aunque recibía felicitaciones en privado, le hacían el vacío o al menos no lo reivindicaban en público y el mismo Lomuto le facilitó la inevitable salida.
El destino de una leyenda no es ser derrotada por los hechos sino por una leyenda mejor, o simplemente por otra.
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