Lunes, 19 de enero de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mempo Giardinelli
La tremenda segunda semana de 2015, que conmovió al mundo, no sólo neutralizó cualesquiera buenos augurios sino que merece una necesaria disección temática, por lo menos en tres ítem.
El primero refiere a los horrorosos, repugnantes asesinatos en el semanario parisino Charlie Hebdo, que aparte de mostrar una vez más el grado de criminalidad que desencadenan la intolerancia, el fanatismo y la violencia, delatan la hipocresía y el cinismo que imperan en el mundo político internacional y también en el doméstico.
No son “los musulmanes” los asesinos, ni lo es el Islam, como no lo es ningún credo religioso. Crímenes de lesa humanidad como este brutal y repudiable asesinato de 12 dibujantes-humoristas tienen causas mucho más profundas y oscuras, que remiten a poderes que sin dudas se benefician, y mucho, con la violencia y el terrorismo en el mundo.
Se podrá decir, como señaló esta semana el sorprendente papa Francisco, que toda provocación religiosa conlleva peligros. Cierto. Pero también es cierto que nada justifica la violencia ni el crimen. E igualmente cierta es la indecencia de utilizar el dolor mundial para politiquerías de entrecasa, por ejemplo cacareando supuestas defensas de una libertad de expresión a la que muchos de los que hoy se muestran indignados han pisoteado por décadas.
El coro local de supuestos adalides y defensores de esa libertad de expresión a la que prohibieron y censuraron durante décadas y largas dictaduras sería gracioso si no fuese, como es, condenable. Muchos de los que hoy firman artículos y manifiestos no hubieran permitido aquí, ni en casi todo el mundo, la existencia de un semanario como Charlie Hebdo. Ni un solo día.
Ahora que en sus primeras planas dicen llorar estos atentados terroristas, su cinismo resulta además chocante, pues casi nada dijeron ni dicen de los crímenes masivos en Nigeria, Palestina, México, Honduras y otros países donde fanáticos y esbirros producen similares horrores autojustificándose también en intolerancias religiosas, políticas, económicas y/o culturales.
Por eso no deja de ser ilustrativa la carta de un ciudadano catalán que circula en Internet, y que desnuda la cruel paradoja del absurdo estado del mundo. En ese e-mail un hombre cuenta que en su barrio, en Barcelona, estaban hartos de la inseguridad, los robos en las casas y la deficiente vigilancia policial. Entonces, con su esposa decidieron colocar en el balcón del primer piso una bandera de Afganistán, otra de Pakistán y una tercera, negra, del Estado Islámico. El cambio, asegura, fue benéfico de inmediato: ahora su casa está vigilada las 24 horas, su hija va al colegio seguida de un coche con agentes secretos y él mismo va a su trabajo con escoltas, mientras su mujer permanece en casa, segura y tranquila, porque la calle en que viven está perfectamente controlada.
La violencia y el cinismo, está claro, son cuestionables desde el humor, como lo hacían las doce víctimas del brutal ataque a Charlie Hebdo. Que en paz descansen.
El segundo tema refiere a la renovada torpeza de cierta oposición política que padecemos aquí y que siempre compra paquetes envenenados o estúpidos. Como ahora la “denuncia” del fiscal Alberto Nisman contra la Presidenta y el canciller, quienes tomaron decisiones políticas que en su momento fueron cuestionadas y discutidas en el Congreso, donde sin embargo se alcanzaron las mayorías necesarias para avalar esas decisiones.
Se trató y se trata, por lo tanto, de actos de gobierno. Que pueden ser discutidos y eventualmente modificados, pero es una ridícula provocación judicializar. Sobre todo cuando no es justicia lo que se busca, sino embarrar las calles de la democracia atacando a un gobierno legítimo. Que podrá ser revocado en las urnas, pero sólo si el pueblo así lo quiere.
Y el tercer asunto es la administración de Justicia, una vez más. El sistema argentino alcanza ya límites de ineficiencia, arbitrariedad y nula transparencia nunca vistos. Por sus prácticas decimonónicas y antidemocráticas, sus tradiciones ultraconservadoras y la corrupción generalizada están llevando al país a límites peligrosos de inestabilidad. Lo que no es casual, porque el golpismo en la Argentina nunca desapareció y cada tanto intenta formas de sustitución inconstitucional del Poder Ejecutivo. Las llaman corridas bancarias o crisis monetaria, a la vez que auspician saqueos y sabotajes de todo tipo, como ahora los ferroviarios. Su objetivo es la ingobernabilidad, y es penoso que incluso algún juez de la Corte Suprema pueda resultar sospechable.
De ahí que resulta impactante el macizo silencio ante lo que sucede en la vecina Bolivia. Donde el presidente Evo Morales anunció, el 5 de enero, que llamará a un referéndum para decidir la reforma de la Justicia, lo que deberá hacerse mediante una reforma constitucional.
La crisis de la Justicia boliviana es un calco de la argentina, y no fue superada tras la elección por voto popular, en 2011, de 56 magistrados para los principales tribunales del país. Esas elecciones fueron impugnadas por la oposición porque los candidatos eran preseleccionados por el oficialismo, y así los votos nulos y en blanco alcanzaron el 60 por ciento.
Evo Morales tenía entonces “mucha confianza” en el proceso, pero ahora debió reconocer que “no cambió nada, y más bien ha empeorado la Justicia en Bolivia”. Admitió que es imposible que el cambio se produzca desde la misma Justicia si la ejecutan los jueces y fiscales actuales, y se refirió específicamente a la lentitud en los procesos, la corrupción, el difícil acceso de la población al sistema judicial y la presión política sobre jueces y magistrados. Por eso convocó a que “el pueblo lo defina” mediante un referéndum.
Por supuesto, para la oposición boliviana se trata sólo de una maniobra para modificar la Constitución indigenista-socialista de 2009 y habilitar a Morales para una reelección indefinida.
Ya se verá cómo evoluciona la cuestión en Bolivia, pero el silencio en la Argentina delata, mientras tanto, exactas similitudes.
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