Lunes, 19 de enero de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Martín Granovsky
La política frente a las alertas rojas de Interpol, un dato informativo crucial destacado por Página/12 no bien el fiscal Alberto Nisman hizo su anuncio, parece destinada a ser la clave del desarrollo futuro al menos de la discusión política que desató la denuncia del fiscal.
Como ya saben los lectores de este diario por las ediciones del 15, el 16 y el 17 de enero, Interpol confirmó que en ningún momento funcionarios del Gobierno le pidieron que bajara de sus prioridades el pedido de captura de un grupo de funcionarios o ex funcionarios iraníes buscados por la Justicia argentina por el atentado a la AMIA de 1994.
Si las escuchas comentadas por Nisman no reflejaran otra cosa que las simpatías de Luis D’Elía o Fernando Esteche por Irán, o incluso una ligazón más estrecha de ellos con Teherán, o yendo aún más lejos un papel de representantes oficiosos del gobierno argentino, el mantenimiento de las alertas rojas le serviría al oficialismo para indicar que en los hechos la Justicia podía actuar como antes, sin restricciones argentinas. Tal como informó este diario, las alertas aprobadas por asamblea en Interpol el 6 de noviembre de 2007 no cayeron ni siquiera en la discusión sobre el pacto con Irán propuesto por el Poder Ejecutivo y aprobado por el Congreso.
No fue sencillo que Interpol aprobara las alertas. Habían caído en 2005 tras el proceso de desplazamiento legal del juez que llevó la causa AMIA desde el principio, Juan José Galeano. Interpol interpretó que, si la causa estaba viciada, no tenía sentido seguir dando prioridad a una de sus consecuencias, que era la orden de captura emitida por la Justicia argentina sobre los funcionarios o ex funcionarios sospechosos de haber participado en la bomba que mató a 85 personas.
Al revés de otras movidas internacionales con matriz en el menemismo, la búsqueda de las alertas fue una decisión tomada en el corazón del kirchnerismo gobernante. La resolvió como política de Estado el entonces presidente Néstor Kirchner. La aprobó la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner, mano derecha del Presidente no sólo en temas generales sino una estudiosa de los efectos de la causa AMIA. La impulsó diplomáticamente Jorge Taiana, canciller entre 2005 y 2010, y Timerman continuó valorando su preservación. La impulsó con fuerza Aníbal Fernández, ministro del Interior hasta 2007 de Kirchner y luego ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de Cristina Kirchner. Hicieron suyo el objetivo los jefes de las fuerzas de seguridad con nexos históricos en Interpol.
En aquel momento el razonamiento oficial fue el siguiente:
- El objetivo de máxima sería conseguir efectivamente la captura de los sospechosos para interrogarlos en la Argentina según el debido proceso. En 2004 la Cancillería, cuando aún Taiana no era ministro, propuso la alternativa de hacer un juicio en un tercer país, o sea, ni en la Argentina ni en Irán, pero Kirchner rechazó la idea.
- Si no se lograba el objetivo de máxima, la meta mínima consistía en que al menos no quedaran dudas del compromiso del gobierno argentino de ir a fondo en la causa sobre la AMIA.
La adopción de la política de las alertas rojas no impidió que primero Néstor Kirchner y luego Cristina reclamaran en las Naciones Unidas a Irán el cumplimiento de los pedidos de la Justicia argentina. Tampoco impidió que el país colaborase con los Estados Unidos en el intercambio de información antiterrorista, una forma de ligarse a Washington sobre la base de los intereses comunes, y al mismo tiempo rechazara la formación de un ALCA o se negara a toda forma de alineamiento con los Estados Unidos.
Cuando en 2012 el Gobierno movió el tablero con la propuesta de pacto alegó que lo hacía en busca de encontrar canales para la Justicia argentina.
Una línea de críticas indicó que sentarse a conversar con un régimen como el iraní –negacionista del Holocausto y sospechoso de haber participado, como Estado, en el atentado a la AMIA– era en sí misma una acción negativa.
De ese modo quedó configurado un escenario dicotómico. Por un lado, el Gobierno argumentaba que su único objetivo era mejorar la chance de lograr justicia. Por otro, la crítica señalaba que el Gobierno mentía y que sólo le interesaba, por ejemplo, aumentar el volumen de comercio.
El debate extremado resultó estéril. Pensar que el pacto con Irán ofrecería alguna posibilidad de sentar a los sospechosos en el banquillo era una fantasía, como quedó demostrado en estos últimos años por el nulo avance logrado. Pero cuestionar todo diálogo con Irán por las características del régimen equivalía a negar la historia. Los enemigos siempre dialogan en algún momento. Lo hacen a veces hasta en medio de la guerra. Salvando escalas y sin entrar en comparaciones, la guerra civil en El Salvador terminó por el diálogo entre asesinados y compañeros de los asesinados y algún día el conflicto entre Israel y Palestina se acabará por la firma de una paz entre enemigos.
Uno de los problemas de base derivados del atentado a la AMIA es la desastrosa investigación inicial. La culpabilidad por las bombas en Atocha fue resuelta en 17 días por España con eficacia y respeto del debido proceso, sin tormentos ni detenciones ilegales.
La falta de resultados judiciales en la Argentina no sólo hizo que la impunidad abarcara también a los asesinatos en la AMIA y agregara angustia al dolor de los familiares de las víctimas. También dejó en pie sólo la información confidencial entre Estados y así desamparó a los ciudadanos, condenados a creer en una o en otra versión sin contar con datos probados. La política seguida por el kirchnerismo entre 2003 y 2012 asumió esas realidades. Tantos años después de la bomba el Estado no podía, seriamente, prometer otra cosa que su esfuerzo en pos del esclarecimiento sin que ninguna complicidad interna o externa impidiera su trabajo. Sin que, por caso, un sector de la Policía Federal ligado a los desarmaderos dificultara la pesquisa simplemente porque profundizarla le quitaría un negocio a un grupo de comisarios. La combinación de ese esfuerzo, alertas incluidas, con una diplomacia movediza y una explicación oficial apegada a su apoyo a la Justicia argentina sin entrar públicamente en especulaciones y sin descartar nada –ni la eventual complicidad de Irán– fue un ejercicio parecido al desendeudamiento respecto del Fondo Monetario Internacional realizado en 2005. Más allá de la dificultad de fondo sobre la reestructuración de la deuda soberana, que por supuesto seguiría en pie, el desendeudamiento facilitó las condiciones para diseñar políticas públicas desde una base menos enrarecida. Ninguna pista debía ser abandonada por los investigadores. Tampoco la iraní. Pero el pacto con Teherán puso la cuestión iraní otra vez en el centro del escenario político. Y entonces todo volvió a cambiar. Es como si ahora, en lugar de litigar con los buitres o presentarse en la ONU como lo hizo, el Gobierno volviera a discutir con el Fondo.
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