Jueves, 12 de febrero de 2015 | Hoy
Por Ariel Dorfman
Acabo de confirmar, en forma triste y contundente, que Heráclito tenía razón cuando sentenció que uno nunca puede bañarse dos veces en el mismo río. Dudo, por cierto, de que el filósofo presocrático, al urdir hace dos mil quinientos años esa frase sobre el paso implacable del tiempo, tuviera en mente la destrucción ecológica del planeta, el despeñadero al que nos está conduciendo nuestra avaricia e incapacidad para enfrentar con valentía el calentamiento global.
Pruebas al canto desde un Chile caldeado. De las muchas zonas encantadoras cerca de Santiago, me gusta en especial el Cajón del Maipo, un estrecho valle de rocosos precipicios que el río del mismo nombre ha ido socavando durante millones de años. Uno de los lugares más fabulosos de ese cañón es una cascada que los locales llamaban “de las ánimas”. Fueron arrieros quienes, hará más de un siglo, la bautizaron con ese nombre, puesto que en ese sitio donde daban de beber a sus caballos y ganado al atravesar las montañas, ellos habían divisado dos doncellas semitransparentes que danzaban detrás de ese torrente de agua, amén de duendes jugueteando en los alrededores. Hace más de cuarenta años, en nuestros años mozos, mi mujer Angélica y yo solíamos hacer excursiones a la precordillera de los Andes, y en una ocasión logramos trepar centenares de metros hasta ese portento de la naturaleza. Al no hallar ni un habitante humano, para qué hablar de duendes o doncellas, decidí refrescarme, chapaleando en las aguas cristalinas y heladas que nos brindaban las lejanas nieves de las cumbres. Angélica, más prudente, prefirió beber de esa fuente natural con la copa de sus manos.
Hace unos días volvimos al Cajón del Maipo, con ganas yo, en particular, de percibir de nuevo, ahora en el 2015, ese sitio mágico andino santificado por los espíritus. Aunque Angélica no quiso repetirse la expedición, me acompañó mi cuñado Pedro Sánchez, que había visitado recientemente aquella precisa cascada de las ánimas. Claro que ya no era cosa de adentrarse en la cordillera en forma libre. La cascada se encuentra, desde 1995, protegida dentro de un santuario ecológico. La única manera de volver a verla es por medio de una visita guiada que hay que contratar en un centro turístico adyacente.
Aunque la experiencia de montar esos senderos con alguien que explica el paisaje, junto a varias familias con niños ruidosos, no reproducía la solitaria ladera de mis recuerdos, el panorama seguía siendo magnífico, lleno de plantas y arbustos únicos, animales y lagartijas. Y siempre había la expectativa de la gran cascada que supuestamente nos atendía al final de la caminata.
No había tal. Descendía desde las alturas un leve, si bien constante, chorro de agua que se depositaba en la misma cavidad rocosa de antaño, pero que ahora apenas servía para mojarse hasta las rodillas. Zambullirse, de todos modos, estaba prohibido, puesto que los viajeros, al tener en la piel bronceadores y cremas, podrían contaminar la pureza de la fuente. Mi cuñado se sorprendió al ver que en unos escasos años el nivel del agua hubiera disminuido tan drásticamente. Y varios padres de familia, que habían merodeado por allá hace una década, advirtieron lo mismo: las nieves de los Andes eran cada vez menos abundantes y poderosas. Mis ojos desolados pudieron, entonces, medir ahí mismo el efecto incontrovertible del calentamiento inmisericorde de nuestro medio ambiente.
Pero eso no constituía la peor noticia. Dentro de poco habría únicamente un hilito de agua cayendo de a gotas desde arriba y, en un futuro próximo, ni siquiera muestras de una cascada, que estaba rondada, no por duendes o doncellas benévolas, sino por el peligro inminente de una planta hidroeléctrica que, más arriba del Río Maipo, se está construyendo para dotar de energía a los insaciables ciudadanos e industrias de Chile. Las protestas de los habitantes del Cajón del Maipo y activistas de la ecología no han podido detener esa amenaza a la naturaleza precordillerana. Por supuesto que el consorcio que erige esa central pertenece en su mayoría a la familia Luksic, el monopolio más grande del país, que se enriqueció y expandió desmedidamente durante el neoliberalismo salvaje de la dictadura del general Pinochet y cuyo crecimiento tentacular tampoco la democracia ha logrado sofrenar.
A Heráclito de Efeso se le conocía con dos apodos. Lo llamaban el Oscuro, porque sus dichos era contradictorios –ciertamente como el flujo de los ríos–, y también el Filósofo de las Lágrimas, porque parece que sollozaba al meditar sobre el mundo y la muerte. Evoqué ambos apodos del sabio griego ante la asediada cascada de las ánimas. Vivíamos Pedro y yo un día de un espléndido sol veraniego que iluminaba la montaña, pero sobre aquel sitio se cernía algo oscuro, algo que pronosticaba que no todo iba a ser luz y maravilla en el futuro de nuestra humanidad. Y Heráclito, que nunca concibió la posibilidad de una central hidroeléctrica ni de consorcios áridos y avaros ni de un planeta extinguible, volvería a llorar sin fin, derramaría una catarata y un mar y un diluvio de lágrimas si resucitara, forzado a reconocer, con sus propios ojos, que no podemos ya, que no podremos nunca más bañarnos dos veces en el mismo río.
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