Jueves, 12 de febrero de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Daniel Feierstein *
En el brillante film Defamation (un análisis bastante burlón del funcionamiento de la ADL, Anti Defamation League), el documentalista israelí Yoav Shamir tiene una charla en un remise con Abe Foxman (eterno presidente de la ADL). Allí Foxman le explica ensoberbecido sus maniobras con los políticos norteamericanos.
Shamir le dice (cito de memoria): “O sea que es algo así como una partida de póquer donde hacemos bluff: nosotros convencemos a los funcionarios políticos de que los judíos somos más importantes de lo que somos y así conseguimos que no hagan daño a los judíos”.
Increíblemente, el burlado Foxman asiente, sin percibir la burla de Shamir, como si se creyera exitoso en ese juego peligrosísimo e inmoral, que ha colaborado en la errónea creencia acerca del “poder judío”.
La burla de Shamir es totalmente aplicable a la dirigencia comunitaria judeo-argentina hace ya varias décadas que, creyendo participar de un juego geopolítico que le queda grande, arrastra a sus propias comunidades a un abismo social y moral.
Al igual que muchos Judenrat durante el nazismo, ese juego inmoral con los servicios de inteligencia nacionales o extranjeros sólo puede llevar al desastre. Por mucho que permitan ahora que algún judío circule por el Jockey Club, la Sociedad Rural o el Edificio Libertad, el judío siempre será para los dueños de la Argentina un judío, no podrá sacarse de encima la herencia de sus abuelos proletarios y subversivos, su estigma “infeccioso”. Y será perseguido, detenido y torturado apenas la situación lo permita, como lo fueron de a miles durante la última dictadura militar. O, como mucho, quizá podrá ser “perdonado”, su condena aplazada apenas por un tiempo.
Nuestras bobes y zeides nos enseñaron otra cosa, un modo de ser judío muy distinto, como ha escrito de modo muy bello Elina Malamud en la edición de Página/12 del 7 de febrero.
Mi zeide Isaac, un sastre polaco socialista emigrado a la Argentina a fines de los ’20, me enseñó los palotes de la sed de justicia, la preocupación por aquellos que sufren (la viuda, el huérfano, el pobre o el extranjero en su versión bíblica y talmúdica; los explotados del mundo en la versión laica que heredé de los artesanos que, como mi zeide, no tenían tiempo ni ganas de ir mucho al jéder pero leían los textos de Marx, Trotsky o Borojov).
La mayoría de nuestras bobes y zeides, que ya no nos acompañan pero siguen con nosotros, estarían azorados e indignados de observar con quiénes se codean aquellos que se bautizan a sí mismos como “líderes comunitarios”. Con empresarios, marinos o terratenientes, los hijos o nietos de quienes condujeron las distintas masacres argentinas, todas ellas siempre teñidas de un odioso componente antisemita.
Es hora de que reaccionemos, que seamos capaces de recuperar el valor de nuestra herencia judía, aquella que el nazismo intentó (bastante exitosamente) borrar de la faz del planeta.
Basta de póquer. Somos muchos los judíos argentinos que nos negamos a sentarnos en las mesas de Abe Foxman, intentando hacerles bluff a nuestros torturadores.
Por el contrario, buscamos seguir sentados en la mesa de los movimientos populares, en la tradición milenaria judía en la lucha por un mundo más justo y más igualitario.
A quienes se han quedado encandilados por sus juegos en las mesas del poder, sólo puedo desearles burlonamente (como me enseñó mi bobe Manca)... “que sean felices”.
* Investigador del Conicet, profesor en la Untref y la UBA.
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