Miércoles, 27 de mayo de 2015 | Hoy
Por Enrique Medina
Kafka sube a un taxi. Comete el error de responder una tonta pregunta del chofer y queda obligado a una charla sobre impuestos y conquistas perdidas. Debe esforzarse para entender lo que le dice el otro porque la radio, cuyo parlante le da justo en la oreja derecha, está a un muy buen volumen. Soporta al lenguaraz hasta que llega a la AFIP. La cola da tres vueltas en la planta baja y sube la escalera que lleva al primer piso. Munido de paciencia se ubica último. Luego de una hora, pasito a pasito, alcanza la mesa de recepción donde un pelado, histérico por responder siempre lo mismo durante las ocho de horas de trabajo todos los días del año, lo mira un instante entrecerrando los ojos, y respetuosamente le pregunta: ¿nos conocemos? Kafka se asombra y se disculpa, que yo sepa, no. Entonces el pelado se recupera burócrata y le grita que ¡antes debió sacar una fotocopia del DNI! Así que bien asustado, nuestro héroe va a la cola donde otros pacientes como él esperan por el mismo motivo. Llega su turno, temblando entrega el documento. Alegre porque no ha recibido gritos, paga y se va con la fotocopia. Hace nuevamente la larga cola que lo llevará al mismo pelado. Según le dice otra persona, todos vienen muy temprano pensando que harán más rápido y entonces se arma el toletole porque todos pensamos lo mismo, en cambio, hay que venir después del mediodía. Al cabo de una hora, poco más poco menos, se encuentra con el mismo pelado que vuelve a mirarlo dudando y sorpresivamente le espeta durísimo: ¡No hacía falta que hiciera nuevamente la cola! ¡Hubiera venido sin hacer la cola! Kafka pone cara de no fue tan grave y terminemos con esto de una buena vez por favor, así que sólo sonríe como la Gioconda para que el pelado no piense que lo está cargando y le diga que la fotocopia está mal y que hay que hacer otra nueva, mejor y más clara y no toda negra como esta porquería. El pelado le grita que vaya allá, se siente y espere a que lo llamen por este número; ¿seguro que no nos conocemos?... Kafka agradece y busca un asiento, pero el espacio ya está abarrotado así que se compenetra con una columna. Hay muchas ventanillas, pero en sólo dos atienden. De tanto en tanto algún empleado se acerca y amenaza con apretar el botoncito para que el número-cantador cambie, pero no, sólo habla por teléfono y se ríe, toma el cafecito, charla un rato y se va pánfilo como si fuera el rey del gallinero. Kafka compara su número con el que está en lo alto adorado por la tribuna expectante. Ahora sí viene una mujer que se sienta y toca el botón. Rápido alguien ocupa la silla. Kafka descubre que también sacan fotos. Le da bronca porque no se avivó y vino sin corbata. Esta puta costumbre de la Argentina liberal de andar mal vestido se le ha contagiado sin que él se haya dado cuenta. Qué horror, una foto sin corbata y sin saco. Se prende el botón superior de la camisa, algo es algo. Hay una morocha espectacular que atiende rápido y se gana con suma honestidad el sueldo. Detrás de una especie de biombo hay otra ventanilla, presunta porque en realidad no se ve, pero a la cual también acude la gente cada vez que el sonoro ¡poin! cambia el número indicando la ventanilla pertinente. Sigue llegando público. Uno que se levanta, otro que se sienta rápido sin permitir que la silla pueda ventilar la fulera baranda dejada. Para entretenerse, y lamentando no haberse precavido trayendo un libro de Borges, Kafka observa la entereza de la aglomeración. Todos pendientes del número salvador como si estuvieran en misa venerando a Cristo en la cruz y rogándole salvación eterna. Hay morochas y rubias que son vagones y un orangután que muy orondo saca el termo de su mochila y ¡se ceba mate! Este sí que fue inteligente, piensa Kafka, y al verlo chupar de la bombilla con tanto placer siente urgencias. Pregunta. Por suerte hay un baño arriba. Como hay tiempo sube y se echa el meo, y uno de al lado, también en lo suyo, frunciendo el ceño le pregunta, ¿oiga, usted no es Kafka? Casi con retraimiento, el escritor asiente, tímidamente, no vaya a ser que la pregunta sea un reproche... El otro le dice: encantado. Y le pasa la mano meada por sobre el mármol amarillo del meadero. Kafka, en el segundo de duda antes de estrecharla, piensa si, por carácter transitivo, al agarrarle la mano no estará agarrándosela al tipo. Supera el capítulo pensando en que mucho peor le va con los editores fallutos a quienes se lo pasa sonriéndoles al pedo. El otro le acierta con la púa en el ojo: Leí sus pocos libritos, ¿parece que mucha bola no le dan, no? Se lava largo, Kafka. Salen juntos sin que el tipo deje de hablarle de lo genial que fue leer Sin novedad en el frente y el otro, el del tiburón, ese del viejo y el mar que no me acuerdo el título, pero es muy fuerte, no digo porno, pero le salió bien... Rojo de vergüenza y rogándole a Dios que lo libere de este pesado, Kafka agradece argumentando una excusa y se escabuye sin elle. Ve que el otro consigue un asiento. Kafka se pega a una columna que puede disimularlo. Para que nadie vuelva a reconocerlo mantiene un pañuelo sobre la boca como si fuera a sonarse la nariz. En realidad le viene bien el pañuelo, para toser, ya que la laringe le está jugando en contra. A la hora por fin su número suena ¡poin! Rápido asume la silla detrás del biombo como Goethe al pactar con el diablo. Una rubia preciosa y embarazada le protesta ¡deme el documento!, y pierde encanto; pero es peor cuando le lee el apellido como si él no lo supiera. Y le escupe ¿es argentino? El checo responde tímido: nacionalizado... Ah, murmura ella, con ese apellido, me suena a contrainteligencia... El explica su drama, que necesita una clave para comprar dólares, que tiene unos premios que no se los computan y así no logro autorización, necesito viajar a Praga. La rubia bellísima le grita que de eso no sabe ni un pito y que puede ir al primer piso y preguntar. Ella le hace poner la yema del dedo en un botón verdolaga que se enciende, y ya le está sacando la foto mientras él vuelve a lamentar no haberse apiolado de traer saco, corbata y bombín. Insiste Kafka con una aclaración y ella, sorda, le zampa un papel en la jeta para leer las instrucciones y cambiar la clave. Tiene tres días. ¡Si no lo hace en tres días deberá volver a hacer el trámite! El, a punto del desmayo definitivo, inquiere detalles muy respetuosamente. Ella le espeta, casi escopeta, que en el papelito está lo que debe hacer y yo más no sé, listo, el próximo, y aprieta el llamador y su número en la pared deja de verse y Kafka toma conciencia de que la existencia no sólo es finita y grosera sino, por lo demás, cortísima y expectante sin garantías de felicidad. Se levanta de la silla. Pide permiso y se escurre como puede. Llega a la vereda. Por suerte hay sol. Faltaría que después de todo el tiempo perdido, encima lloviera... Se mete en un taxi. El chofer lo relojea y le pregunta: ¿Usted no es...?, mierda, lo tengo en la punta de la lengua... Kafka, sonríe y, martirizado, acepta su condición de famoso ya que intentar el anonimato con su cara es más difícil que arrinconarlo a Mayweather, por lo que decide recordarle su nombre al buen chofer y cuando se lo va a decir, éste, ya seguro, se le adelanta y le dice: Apenas lo vi en la vereda ya me di cuenta de que era el papá de Angel Di María... Pero dudé porque también podría ser el papá de Messi, pero no estaba tan seguro. ¿Di María, no? El escritor sonríe, acepta y da la dirección. El taxi arranca con el chofer preguntando, y Kafka refiriéndole las peripecias de cuando hacía picaditos para enseñarle a jugar fútbol a su hijo hoy famoso en Europa. ¿Hace mucho que no lo ve, usted viaja? Carbura Kafka: Sí, viajo y nos vemos, también hablamos por teléfono y por Skype y... Kafka, a pesar del rock ensordecedor que sale del parlante atornillándole la oreja derecha, habla de la familia y con coherencia narra una historia inventada pensando que en una de ésas me sale una novela, pero sin olvidar que en tres días debe cambiar la clave, bajo riesgo de... ¡Carajo, ni ebrio ni dormido!...
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