Miércoles, 27 de mayo de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
El Gobierno fue acusado, luego del discurso de la Presidenta en la Plaza, de omitir la historia, sobre todo la del primer gobierno de 1810, y de hacer recaer todo el peso explicativo de la fecha en la llegada de Néstor Kirchner al poder, hace ahora 12 años. Se apunta a señalar una actitud facciosa, un punto de vista autorreferencial sobre el pasado argentino. En mi opinión no es así, sino que es lo contrario, a pesar de que, en efecto, en el mencionado discurso casi no hubo ninguna mención a los acontecimientos de 1810. Pero para una afirmación de tamaña significación en cuanto a una fiesta nacional que omitiría supuestamente su signo de origen, el que le brindaría sus propios fundamentos, hay que considerar más elementos en juego. En primer lugar el Gobierno tiene permanente conciencia de que es un producto de la historia (tanto inmediata como mediata), acentúa como es evidente un sesgo interpretativo de tono épico, otras veces reparatorio, con ribetes comparativistas permanentes. El resultado de los cortes historiográficos de apariencia arbitrarios no hace más que reactivar el debate histórico. No se habrán mencionado los discursos de Castelli y del Obispo Lué en aquellas asambleas previas a la complicada formación del gobierno en el Cabildo –cuya primera versión incluía al propio virrey, lo que revela lo arduo de la discusión–. Pero emergió el episodio del traslado del sable de San Martín, que es un nudo historiográfico de compleja textura. Hasta hoy es el punto fuerte del revisionismo histórico, pues enlaza a San Martín con Rosas –el primero, un lector de Diderot, un hombre de la Ilustración; el segundo, un lector de remotos tratadistas de la ultraderecha europea–, y tal enlace no deja de producir interpretaciones que, con mayor o menor escozor, dejan la campaña de los Andes en punto de comparación con la batalla de Obligado en 1845. ¿Es así?
Cuando llega a Buenos Aires la noticia del legado que San Martín le hace a Rosas, los diarios oficialistas de aquel momento –sobre todo el Archivo Americano, gran experiencia periodística de extremo profesionalismo– colocan la noticia en un lugar destacado y, asimismo, incluyen otra carta de San Martín –no sólo la del legado– en donde reseña las dificultades insuperables con las que tropezaría una invasión británica y francesa apenas intentara internarse en los territorios bonaerenses. La voz de San Martín era escuchada por una elite militar europea. Luego de caído Rosas, llega el sable al Museo Histórico y allí reposa hasta que más de medio siglo después acontece una nueva reactivación histórica: la resistencia peronista de los años ’60, que lo sustrae dos veces de su cápsula. En una de esas oportunidades –a modo de intermediario con el gobierno y el Ejército– va a parar a las manos de un capitán Phillipheaux, hombre del peronismo que años antes había tomado la ciudad de Santa Rosa en el contexto de la insurgencia del general Valle. Restituirlo en medio de una pompa específica no deja de ser, ahora, un implícito rememorativo que se abre a múltiples direcciones, luego de producido el acto estatal. ¿Es el acto de cierre de aquellos momentos iniciáticos y arrebatados de la resistencia peronista? ¿O la satisfecha noción de un hecho de reintegro enérgico que reanima un culto cívico de previsibles liturgias? Reactivar símbolos, sacar de su adormecida condición a un retazo del pasado, equivale a una actitud que ha fundado buena parte de la discusión histórica. ¿Conviene reactivar, con riesgo de renovar conflictos del pasado, o llamar a una actitud de olvido deliberado y prudente, como hizo Renán en Francia? Este gran historiador conservador temía que convertir al presente en un ámbito de agitación histórica, provocaría entre otros males el retorno de las luchas entre hugonotes y católicos que habían ocurrido cuatro siglos antes.
Esta actitud sobre la que desconfiaba Renan puede atribuírsele al nacionalismo revisionista de los años ’30, a los Ibarguren, los Irazusta, los Pepe Rosa, cada uno en su proporción y con sus debidos matices. Perón no los miraba con total aprecio y aprovechó tácitamente para expresarlo con los nombres que en 1948 les pone a los ferrocarriles nacionalizados. Son nombres que componen una hipótesis “a la Renan”, un incisivo conciliacionismo sobre las sombras del pasado, que Perón sólo romperá luego en el exilio, aceptando hacer ingresar a Rosas al linaje que culminaría en él mismo. La historia pasada, con su cortejo de mitos, se había reavivado otra vez. Hay que recordar que en el Bicentenario, para un movimiento político donde la figura de Rosas siempre inquieta sus aguas internas, las reivindicaciones enfáticas de Castelli, Moreno y Monteagudo rompían el escaparate de revisionismo canónico, repitiendo actitudes de lo que fue el alberdismo de muchos nacionalistas y, no en menor medida, el echeverrismo de filósofos notables como Carlos Astrada, cuando actuó dentro de las filas peronistas. Otras notables discusiones que acompañan y acompañarán todo proceso político son las que se refieren a la cuestión toponímica como hábito de primera mano de las conmemoraciones cívicas. En el peronismo, los pocos memoriosos que todavía restan recuerdan las últimas discusiones de Perón con Jauretche respecto a la atribución de nombres al paisaje rural o urbano. El autor del “Medio Pelo” se opone a la propensión peronista de rebautizos permanentes con los nombres presidenciales, así como se había opuesto al cambio de los viejos nombres criollos, rememorando la época de Sarmiento, por los nombres de la modernidad (Bell Ville por Fraile Muerto). Llega a vaticinar que el costo para el gobierno peronista de este fervor nominalista podría ser terrible.
De modo que el tema ni es nuevo ni es injusto considerar que forma parte de un gran aprendizaje social. Así como no es posible colmar de autocelebraciones el mundo urbano y social, no se puede negar lo atractivo que puede ser gobernar con la conciencia de que los nombres son timbres que sólo la decisión del presente permite que sean llamados nuevamente, o dejarlos en la aceptable quietud de su aceptación colectiva, como luchas sino canceladas, en usufructo de su justo reposo guerrero. La Presidenta se refirió a eso en un tramo de su complejo discurso en la Plaza. ¿Qué ocurriría si se revisaran todos los nombres que enmarcan nuestro lenguaje citadino, cada uno de los cuales, eclecticismo mediante, proviene de triunfantes conmociones políticas o culturales? El tema exige una singular prudencia, una sutil historia toponímica del país, empezando por el propio nombre de Argentina, todo lo cual arrojaría el esqueleto mismo de las luchas sociales a través de los símbolos. No cabe duda de que la tentación fundacional anida en todo movimiento político, desde la mayor explicitación que hizo el mitrismo luego de Caseros, la más moderada, créase o no, que respecto de aquélla hizo el peronismo desde 1945 –muy mitigada luego de 1973–, y la aún más atemperada de kirchnerismo, que hoy parece ser tan ofensiva a los redactores de Clarín y La Nación. No consiguen discutir con mayor sensibilidad algo que, lejos de significar el encierro del país en una reducida lonja de tiempo kirchnerista, nos lleva como digno convite a devolver la historia argentina a los tonos inquietos que fueron sus moldes fundadores. Esto no significa mover el diccionario urbano o revolver periódicamente la toponimia, sino admitir que hay nombres de época –el del kirchnerismo postulamos que lo es– que son nombres que mantienen en cierto momento a los demás nombres y los hacen vibrar cada uno a su tiempo, como si fueran las nuevas tuberías del órgano de Centro Cultural que ha sido inaugurado precisamente con el nombre que ya sabemos. Que luego se diga “ballena azul” trae un aire a canción de Silvio Rodríguez, que demuestra que conviven nombres de acervos tan heterogéneos como bulliciosos. En estos tonos de diversidad nominativa reside todo lo republicano que se desee.
Colocar un nombre en el fárrago de una historia que la asemeje a un mundo total nunca es fácil y, realmente, se torna imposible. San Martín no es un antecedente de Rosas, pero se sintió tocado en su ideal patriótico neoclásico ante la injusta invasión de 1845 de Francia e Inglaterra. Sus ideas sociales de la época eran ideas de Orden, Soberanía y Progreso, pero contemporáneo de las barricadas de París, no las aceptaba, aunque no promovió su condena, sino que se retiró del bullicio. Rosas, exilado, escribió diatribas contra las barricadas que siguieron a las que vio San Martín, las de la Comuna de París. Había grandes diferencias entre ellos, por eso los nombres que los signan son todos una convocatoria a la sabiduría histórica, el reconocimiento de lo que anuda lo heterogéneo o que separa lo semejante. No sin atisbos reflexivos de revisionismo, pero evitando un revisionismo que apenas dé vuelta la taba cada oportunidad que parezca útil para generar arquetipos inmóviles en una historia que nunca está estática y nunca queda conforme con interpretaciones definitivamente acabadas. Tengo la impresión de que el kirchnerismo mismo nunca estuvo encerrado en su propio nombre, eligió el reino de las superposiciones, pues si a veces se postuló fundacional –y no faltaban motivos– otras tantas veces buscó implícitas razones en su periferias, en sus aledaños, en sus contradictores, en los espectros de su Otro. Si fue así, ése es su motivo para perdurar y nunca la omisión de las complejidades de la vida histórica argentina, a las que vino a reexaminar no sin agudeza, pero nunca con banalidad. Es comprensible que acudiera a subrayar su propio nombre, pero en otras tantas ocasiones como éstas dejó los puntos suspensivos necesarios como para que sea la sociedad misma con sus fuerzas intelectuales y anímicas la que diera con la palabra más adecuada.
* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.
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