CONTRATAPA
Todos bailan
Por Eduardo Sguiglia *
Vista de lejos, la hilera que trepaba el cerro se asemejaba a un ciempiés. El viejo, Don Filadelfio Castillo –flaco y erguido como una caña– iba adelante. Detrás suyo se alineaba su compadre Alberto, y más atrás, rodeados de un par de cachorros juguetones, sudaban el paso cuatro chiquilines. Habían arrancado temprano desde la plaza, cuando la Puna era un solo ronquido y, sin distraerse siquiera un instante, comenzaron a remontar la cuesta por el lado más suave. La jornada, un 3 de noviembre de 2003, pintaba seca y calurosa y no había una sola nube en el cielo.
El viejo se había despertado al amanecer, pero se quedó en la cama, quieto y con los ojos abiertos, hasta que los rayos del sol ahuyentaron las sombras. Un momento antes de levantarse estiró una mano, recogió un cuaderno del piso y releyó en voz alta, con un tono claro y monótono, una estrofa callejera: No paso mis días penando / en todo imito al conejo / que vive alegre y fifando / hasta morirse de viejo.
Poco después, al calzarse los botines, se dejó atrapar por dos pensamientos. Uno refería a su condición. Se preguntó si no había llegado la hora de revelar su amor secreto por Doña Emilia, a quien, viuda y solitaria como él, pasaba a visitar todas las mañanas por el almacén de su propiedad. El otro estaba vinculado con aquella fecha tan especial. Pensó en que debía averiguar si sus hijos y su hermano estaban haciendo lo que habían prometido. El fin de un época pesaba, como una roca, en esos dos interrogantes.
Don Filadelfio había nacido en el Litoral, cerca de Rosario, pero luego de recibirse de maestro deambuló, con suerte diversa, por pueblos y pueblos antes de recalar en la Puna. En el pueblo, una vez jubilado, presidía la biblioteca pública donde, cada tanto, daba charlas relativas a la poesía y al fútbol. Tras paladear una ginebra podía evocar a González Tuñón como el Tata, apodar Mono a Giannuzzi y La Bruja a Girondo. El viejo había cumplido 80 por entonces. Era del mismo año en que Neruda publicó su primer libro, Crepusculario; Rilke, los bellos Sonetos de Orfeo; cuando Jean Cocteau se sumió en el opio y los suecos premiaron al terco e inmortal de Yeats. Don Filadelfio sabía de esas coincidencias, pero cada vez que le preguntaban por su edad prefería relacionarla con el club de sus amores: “Tengo 20 menos que Ñubel”, decía.
Aquel día, el viejo salió del rancho, cruzó la calle y enfiló en dirección de la plaza. Al llegar al almacén de Emilia hizo una escala. Ella lo recibió con una sonrisa, le convidó unos mates, luego le entregó la bandera y la pica que le había encargado, y, a pedido suyo, lo dejó un momento solo para que hablara por teléfono. El viejo llamó a Sydney, a Chicago y a Turín. Después conversó en voz baja con Emilia y, al despedirse, se inclinó hacia adelante para besarla en la mejilla. Cuando llegó a la plaza, su compadre y los chiquilines lo estaban esperando. Se olfatearon unos a otros. El viejo se mostró conforme. Sin perder tiempo les marcó el paso, derechito hacia el cerro más alto del valle. Compartían su entusiasmo por el homenaje que habían urdido en la biblioteca varios meses atrás.
Llegaron a la cima del cerro a media mañana. Los chiquilines hicieron un círculo con piedras y, luego de despejarlo de yuyos y guijarros, clavaron la pica y, a un lado, en el suelo, fijaron la placa de madera que habían trabajado por la noche. Después se quedaron atentos al viejo y al compadre.
–¿Habló con los hijos, compadre?
–Sí, con los dos. También con mi hermano, el Antonio.
–¿Y? ¿Qué cuentan?
El viejo pensó en la conversación que tuvo con la que vivía en Australia, en Sydney.
–La hija y los nietos están bien. Tienen todo listo para dar una fiesta. Hasta prepararon carteles con una foto del equipo que saliócampeón en el setenta y cuatro. Me dijo que esperan como a cien personas, entre argentinos y uruguayos, en la filial –respondió.
El compadre, con el alma también mechada de lepra, permaneció inquieto, excitado, como si refrenara con dificultad el impulso de gritar un gol.
–¿Y en Chicago?
–Igualito –respondió el Viejo–. Con la diferencia de que van a hacer un asado y baile a la orilla del lago.
–¡Ajá! ¿Y el Tony, su hermano en Italia?
–Ese ya estaba de joda, meta bailongo, nomás.
–¿A los de Buenos Aires no los llamó?
–A esos no hace falta –dijo el viejo–. Son unos tigres.
El compadre se mordió los labios, movió la cabeza y luego miró a los chiquilines que escuchaban las respuestas como si fueran parte de un credo. Tuvo la impresión de que hasta los cachorros paraban la oreja. Cuando uno de los chiquilines habló, el compadre volvió la vista al viejo.
–Todos de fiesta –balbuceó el chiquilín.
–Sí, todos bailan –replicó el viejo y, unos segundos más tarde, extendió la bandera y se la echó a los hombros. Entonces dio unos pasitos hacia adelante, hacia atrás, y luego, al oír el rumor de la arenilla bajo sus pies, completó una vuelta por el círculo de piedras antes de pasársela a los otros. El compadre y los chiquilines imitaron sus movimientos y, poco después, la amarraron a la pica...
Visto de lejos, el grupo, ahora, en la cima del cerro, se asemejaba a una pandilla de gorriones revoloteando al ras del suelo. De cerca, en cambio, si uno reparaba en los colores rojinegros que flameaban al viento, y en la placa que aludía a los cien años de la institución, era evidente que allí, en medio de la Puna, como en el resto del país y del mundo, toda una banda de porfiados soñadores estaba convocada a festejar.
*Escritor, subsecretario de Asuntos Latinoamericanos de la Cancillería e hincha de Newell’s Old Boys, que el domingo cumplirá su centenario.