Sábado, 26 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Hugo Soriani
Es lunes a la mañana y el vagón del subte B va lleno de gente con cara de eso. De lunes. En la estación Carlos Gardel sube un gordito de unos cincuenta años con un violín y una remera verde loro que hace cerrar los ojos a los pocos que viajan despiertos. Se para en el medio, apoya el violín en su hombro, lo acaricia con la pera un par de veces y, con voz finita, anuncia que tocará dos piezas clásicas cuyos nombres no menciona. Lo hace con maestría y se gana un aplauso cerrado y unánime. Cuando pasa la gorra, ocho o nueve personas le ponen algunas monedas.
Antes de bajarse en la estación Uruguay, dice: “Aunque no toco el violín en la orquesta, mi nombre es Becho, en homenaje al maestro Alfredo Zitarrosa. Les agradezco a los que colaboraron con monedas y a los que solamente aplaudieron, porque de aplausos también me alimento”.
“En caso de incendio, use las escaleras”, advierte el cartel de un edificio en Florida al 600, pleno centro de Buenos Aires.
“¿No sería mejor usar el matafuegos?”, escribió alguien abajo con marcador negro.
En la esquina de Paraná y Santa Fe, un chico le pide a los gritos a su mamá que lo lleve a McDonald’s.
La madre se resiste pero el pibe no se rinde. La mamá, casi vencida, ensaya su último argumento: “No hay ningún McDonald’s para nosotros por acá”, le dice con firmeza para cortar la discusión.
Pero una señora que escucha al pasar, interviene: “Sí hay, señora, sí hay. Hay un McDonald’s en la esquina de Santa Fe y Callao”.
–Gracias –dice la mamá con mala cara–, pero nosotros necesitamos uno que sea para judíos –explica.
–No hay problemas, en ése que le digo dejan entrar a cualquiera –remata la comedida.
El chico tendrá unos cinco años y se refugia de la lluvia junto a su abuela bajo el toldo de un kiosco, en Corrientes y Medrano.
Ella le dice que hay que esperar a que pare, y el chico se suelta de su mano para extenderla y dejar que las gotas le mojen el brazo.
Luego saca la lengua y las prueba. “Abu –le dice–, es mentira eso que vos decís, que cuando llueve es porque Dios está llorando.”
–¿Por qué mentira? –pregunta la señora, que se siente descubierta.
–Porque las lágrimas son saladas y las gotas de lluvia dulces –responde el nene, volviendo a probarlas.
La madre joven sale del Museo Malvinas con sus dos hijos. “¿Les gustó?”
“Sí, sí”, dicen los chicos entusiasmados, y el mayor, de unos siete años, le pregunta: “Mami, ¿qué es un museo?”
“Lo que acaban de ver”, dice la mamá pensando la respuesta, y agrega:
“Un museo es eso. Como la palabra lo dice, un museo es un museo”, explica muy docente.
El trapito es el dueño de un sector de la Ciudad Universitaria los días en que River juega de local. Su tarifa varía de acuerdo con la importancia del partido, pero hay que saber pelearle el precio. El padre llega con su hijo, como todos los domingos, y estaciona su auto. El trapito se acerca y el padre, ya resignado, le pregunta.
–¿Cuánto vale hoy?
–Cien pesitos, jefe –dice el hombre.
–¡¿Cien...?! Nooo –se resiste el hincha de River–. Cien es para un clásico y hoy jugamos contra Rosario Central. Con cincuenta está bien.
–Cincuenta es muy poco, déme setenta, dele –insiste el acomodador.
–No, cincuenta está bien –se planta el hincha.
–No puedo, no puedo. Son setenta. Con menos de eso no me cierran los números –contesta el trapito, todo un hombre de negocios.
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