Lunes, 26 de octubre de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
El caprichoso azar y la tendenciosa memoria selectiva quieren que converjan hoy y acá tres domingos marcados por el clásico, ominoso vacío vespertino, tiempo de espera y desespero. Y en esos tres domingos –que incluyen el de ayer– aflora como lugar común del anecdotario la idea –o la imagen, incluso– del porcentaje, ese soberbio sobrino predilecto de la estadística, famosa tía mediática, estúpida repartidora de arbitrariedades a partir de la interrogación fría y la interpretación sesgada: que cuando el dato son un pollo y dos personas, tanto puede suponer sin evidencia que comieron medio cada uno, como que la mitad –también sin fundamentos– odia a los plumíferos, según un gráfico ejemplo leído ayer al pasar en un blog de reflexivos gaitas en crisis.
Pero volviendo al recuerdo que me convoca, la primera tarde de domingo vacía de la que me acordé fue literaria, y es la que describe en su diario el desolado viudo Martín Santomé –quién le puede sacar la cara de Alterio– antes de que aparezca la efímera Avellaneda en su vida. Todo sucede –como muchos sabrán– en el primer tramo de La tregua, la buena novela que Benedetti escribió a fines de los cincuenta, que Renán hizo premiable película una década y pico después, y que casi nadie lee desde hace rato. Para colmo de la melancolía, en el diario es un domingo de vísperas de otoño en un café de Montevideo, lo que ya parece demasiado.
Precisamente, el apunte del viudo aquel domingo 17 de marzo arranca bien abajo: “Si alguna vez me suicido será un domingo”. Pobre Santomé. Sus hijos no están, come solo, duerme la siesta y de tardecita va al centro y se sienta en un café. Y se pone a mirar minas por la ventana. Cito textual: “En el lapso de una hora y cuarto pasaron exactamente 35 mujeres de interés. Para entretenerme hice una estadística sobre qué me gustaba más de cada una de ellas. Lo apunté en la servilleta de papel. Este es el resultado. De dos, me gustó la cara; de cuatro, el pelo; de seis, el busto; de ocho, las piernas; de quince el trasero. Amplia victoria de los traseros”. Bien, Benedetti. Su clean realism no les permitía –ni a él en público ni al viudo en privado– escribir tetas, gambas o culos, pero vale igual.
Con esa imagen de la apreciación masculina al paso del potencial/fugitivo objeto de deseo como disparador, me acordé de otro domingo –que pueden ser varios, todos resumibles en uno– de algunos años después, mediados de los sesenta, y dentro de lo que solemos llamar la vida real. Teníamos o íbamos a tener veinte años y, sin plagiar –o plagiando– al querido Paul Nizan en Adén Arabia, no hubiéramos permitido que nadie nos dijera que era la edad más bella de la vida. Es que a la vida, o lo que suponíamos que sería, todavía la veíamos pasar. Sobrellevábamos una demorada adolescencia estudiantil de privilegiados de provincia en la ciudad ancha y ajena que nos quedaba holgada para nuestra precaria formación y experiencia vital de cabotaje. Y aquellos domingos a la tarde, después de los partidos –sin plata, sin programa ni ganas de estudiar– nos convocaban a la puerta de la multitudinaria pensión del barrio de Congreso que nos albergaba. Y entonces, como el veterano Martín Santomé o cualquier humano marcado en la ingle con un fruto (es de Miguel Hernández, la imagen) practicábamos el entretenimiento gratis de ver pasar lo que por ahora se nos negaba.
Pongamos que era primavera –la primera de Illia, acaso– en octubre como ahora pero más tibio como debería ser, cuando las chicas se ponen los primeros vestiditos y se empiezan a ver gambas, blusas, esas alegrías callejeras que hemos extrañado durante el rigor acorazado del invierno. Y ahí estábamos, apostados en el umbral como aplicados émulos de Rodrigo de Triana, listos para avistar todo lo que se moviera y nos moviera para hacerle el homenaje de un descubrimiento que no iría más allá de la palabra. Y es ahí donde emerge en el recuerdo la imagen memorable del gordo Félix, un estudiante de medicina de cuyo apellido me gustaría acordarme que, tras acompañar el paso de la más linda de la tarde, dijo, con el mayor rigor científico y máximo desencanto resentido:
–Y pensar que, de eso, el setenta por ciento es agua.
Es increíble, pero medio siglo después, me acuerdo de la cara de Félix. Qué bárbaro.
Hay que tener en cuenta (debo tener en cuenta) que era el momento de las informaciones porcentuales intimidantes y conmovedoras: “Nos pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo” era una evidencia que tenía un efecto de inquietud existencial tan fuerte como la lectura de El mito de Sísifo de Camus, y que podía generarte insomnio crónico; y el dato gratuito de que en Buenos Aires había siete ratas por habitante –que contrapesaba de algún modo insondable el increíble mito de las siete minas por hombre en el global universal– también te dejaba despierto, sobre todo si habías descubierto por entonces al paranoico Lovecraft, auscultando rumores nocturnos en las paredes de la fatigada pensión.
Cuando a partir de las doce de la noche –tras la insoportable tarde que no terminaba de atardecer y la noche que no caía– se empezaron a perfilar los porcentajes que definirían la temperatura de nuestros próximos días mediáticos –segunda vuelta o no, quiero decir– se me ocurrió volver a la novela de Benedetti y realizar la operación que el recatado pero no menos alzado Santomé, por estar fuera de la oficina burocrática, no pudo realizar. Se trataba de trasladar las cifras a porcentuales. Y es ahí que la cuenta, hecha a mano, con todas las dificultades que me crea la división clásica que nunca manejé demasiado bien por eso del “me llevo uno” o “le pido prestado dos”, y que aprendí de una vez y para siempre en la lejana primaria, me dio los siguientes resultados provisorios (como corresponde).
Si las 35 minas que pasaron frente a la ventana del café aquel domingo de casi otoño en el Montevideo de finales de los cincuenta son el ciento por ciento de la oferta, las de buen culo, es decir, 15 de ellas, representan –s.e.u.o, como dicen nuestros tickets del cajero– el 42,8 por ciento del total; las de buenas gambas eran 8, que es el 22,8 por ciento; las de tetas considerables eran media docena, que representa el 17,2 por ciento con más o menos decimales; mientras que el pelo –son 4 y el 11,4 por ciento– y la devaluada caripela, apenas dos con el 5,7 por ciento, que cierran, sin excesiva precisión ni distorsión considerable, la cuenta del penoso viudo uruguayo.
El triunfo del culo en ese informal muestreo del imaginario a fines de los cincuenta en el Uruguay urbano sirve para inferir (relativamente) –además de que no iba a segunda vuelta– por lo menos tres cosas: sobre todo, y sin permiso, el gusto de Benedetti; después, si vamos a aceptar la pretensión del clean realism, cierta descripción con pretensión objetiva de lo que era (y es) la oferta media del mercado femenino (lo que había, lo que hay) ante la mirada masculina hétero/tradicional; y –a la inversa, del otro lado– lo que es una radiografía del gusto medio de ese ojo selector desde la carencia, el deseo y la necesidad.
Alguna vez escribí, con cierta arbitraria complacencia machista, que el culo y las milanesas no pierden ninguna competencia mano a mano en la Argentina. Pongamos al peronismo o, mejor, lo que significa/encarna/suma/miente/ilusiona, en esa lista de ganadores porcentuales. A veces les alcanza, a veces no. Pero por ahí parece que va la cosa en nuestra historia. Son la verdad, o cierto tipo de verdad elemental y poderosa de esa misma naturaleza –que el culo y las milanesas, digo– más allá de las modas y los medios.
Claro que también está la evidencia detectada por el certero gordo Félix: la seguimos/seguiremos poniendo (la ilusión, digo: el deseo) en ese objeto mítico que a la corta o a la larga se diluirá entre nuestros dedos mostrando su condición de agua corriente que tiende, como suele y debe, a fluir informe, a irse de las manos. Nadie nos dijo que sería diferente. Está en la naturaleza misma de las cosas, parece ser.
Por eso no nos define ni determina un punto o centésimo más o menos, sino la naturaleza del deseo que empuja los números. Saber que ganar no significa sino una responsabilidad mayor que te tiene que hacer cerrar el puño pero también cautelosamente el culo, es un buen principio para empezar a pensar hacia adelante.
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