Jueves, 29 de octubre de 2015 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Sergio le había dicho a Inés que estaba estresado y ella le aconsejó que probara con la profesora de yoga del primero. Más tarde, en el chismerío del edificio circuló que alguien lo había pescado dándose piquitos con la de yoga. Qué le habría visto la de yoga al sesentón, se preguntaron algunos. Con su aspecto de intelectual concentrado en temas importantes, con ese pelo canoso largo, esos lentes que le dan un aspecto ajeno a las vidas del edificio, no era precisamente pintón. Inés, su mujer, también canosa, un poco celulítica, aunque bastante bien conservada, pudo haber sido atractiva hacía mucho. Ahora es lo que se dice una mujer interesante. Así eran y son los Milstein Robledo: él, investigador y docente en Exactas, y ella, la homeópata que receta gotas de Bach. Los progres del edificio. Nunca un entredicho con nadie. Los hijos, Lucas, estudiante de Filosofía, y Tamara, de Diseño, como los padres, parecen vivir en otro planeta. Contra lo que cualquiera puede suponer, la historia entre Sergio y la de yoga, no alteró la normalidad de los Milstein Robledo, siempre más allá de todo.
Si Inés se había enterado del affaire trató de que no repercutiera en la familia. Ni la mínima escena a su marido. Pensó si llevar la cosa a una terapia de pareja. Pero era tirar el dinero. Y no estaban los tiempos. Ni la edad de ambos. Prefirió esperar. No era celosa ni posesiva. Y lo de su marido con la de yoga, después de todo, no manifestaba consecuencias, un rollo burgués. Bueno, razonó, ella es más joven, tiene cuarenta pero parece de treinta. No tengo por qué sentirme cornuda. Lo que pasaba era del orden biológico, una ley de la vida después de más de treinta años de matrimonio. Aunque, pensándolo un poco, Sergio podía haberse caminado unas cuadras para ponerla en otra. Fue al cuarto de los chicos, buscó porro. Se armó uno. Y se sentó a planear cuál sería su actitud más racional.
En esos meses había empezado a conversar seguido con las actrices del segundo, que son pareja. Una noche se la vio entrar en el depto de las chicas con un lemmon pie. Otra, con una botella de vino. Cada vez que ellas se juntaban con amistades, la invitaban a Inés. Una noche en que Lucas la vio salir con champagne, le preguntó: Vieja, qué onda con las tortis. Inés le disparó: No te educamos homofóbico. En todo caso, qué onda vos. Una mañana, en el desayuno fue Tamara la que le sacó el tema: Copadas tus amigas, ma, le preguntó. ¿Por?, le devolvió Inés. Digo, dijo Tamara, como son del under. ¿Qué te preocupa?, le preguntó Inés. Nada, le respondió Tamara. Sos grande. Inés se quedó pensativa. A los cincuenta y seis, sería patético que perdiera el eje, y montara una escena. Tomó unas gotas de rescue.
Esta noche, como siempre, al acostarse, Sergio apaga el velador de su lado y ella lee un rato. Cierra el libro: ¿Sos feliz, Sergio?, le pregunta ella. ¿En qué sentido?, le pregunta él. El yoga te hizo bien, le dice Inés. Me relaja, dice él. Te relaja, dice ella. Sergio prende el velador de su lado: ¿Qué te pasa, amor? Se da vuelta, la mira. Ella también lo mira. Sergio se acoda en la almohada: Tenemos más de treinta años juntos, dice. Y se queda callado. Teme abrir la boca. Treinta y cuatro, puntualiza ella. Sergio sigue mudo. También yo tengo a alguien, dice ella. Deja el libro en la mesa de luz, apaga el velador. Un silencio en la oscuridad. Los dos permanecen despiertos. Lo conozco, pregunta Sergio. No, responde ella. No la conocés.
Sergio tarda en preguntar:
En qué pensás.
En Tolstoi, dice Inés. En eso de que de las familias felices y las infelices se parecen. No hay por qué cambiar nada. Tenemos una buena vida.
En la oscuridad, silencio largo. Pueden escuchar la respiración del otro. En la calle, una sirena. Y otra vez silencio.
Inés le dice hasta mañana.
Sergio, también.
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