Martes, 17 de mayo de 2016 | Hoy
Por Mempo Giardinelli
Tras el saludable pronunciamiento de escritores contra el negocio de la lengua que el domingo expuso Silvina Friera en este diario, y puesto que el asunto me ocupa desde hace años (en estas mismas páginas escribí más de una vez sobre el imperialismo cultural de la llamada “Marca España” y los intereses de mercado y neocolonización que infectan este asunto) quiero ahora precisar que lo que está en peligro no es solamente la “soberanía lingüística”.
El peligro va mucho más allá y tiene que ver con la identidad cultural. Muchos intelectuales latinoamericanos venimos advirtiendo desde hace décadas que lo que siempre se llamó “la lengua de Cervantes” es también la lengua de Sor Juana y de Sarmiento, y de Borges, Cortázar, Neruda, Rulfo, García Márquez y miles de creadores. Por eso subrayamos que nuestra literatura, que representa a unos 500 millones de personas, se escribe no en lengua “española” sino –como insisto desde hace años– en “castellano americano”.
Desde comienzos del siglo XIX la independencia continental parió también un proceso de cambio lingüístico en los vínculos parentales y amicales de los habitantes de nuestras naciones. Desde entonces nuestro trabajo y los logros, afectos, alegrías, frustraciones y dolores se expresaron en la lengua que nos identifica, nos caracteriza y nos presenta al mundo como nación latinoamericana: el Castellano que se habla en América.
Llamar Español a esa lengua, y no Castellano, es una apropiación que responde al eterno interés colonial y económico del Reino de España, cuyos atropellos en nuestra América desataron las luchas por la independencia. Por lo tanto aceptar el rótulo imperial que nos dice que hablamos “Español” atenta contra nuestra identidad como nación y comunidad latinoamericana.
La España rica y primermundizada de Felipe González fue la artífice de esa maniobra, cuando impusieron el mandato de que nosotros recordáramos los 500 años de la llegada de Colón a América como un manso fenómeno cultural.
Ya durante los fastos de 1992 fuimos muchos los que problematizamos los eufemismos y simplezas lingüísticas que pretendían la celebración de un acontecimiento que sí merecía ser recordado, pero conscientes de que no había nada que festejar de los horrores de la conquista y de que se trataba de un mero asunto de negocios del poder político español de entonces. Y que debió ser la oportunidad de que la Argentina impulsara un Instituto Borges-Cortázar, compartido entre Educación, Cultura y Cancillería, como alguna vez propuse y como destaqué en años recientes en Tecnópolis y después en los Foros de Pensamiento Nacional por una Nueva Independencia.
Hace ya 200 años el enorme lingüista que fue Andrés Bello (1781-1865) advirtió el eje de la cuestión al titular su obra principal: “Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos”. Allí explicaba: “Se llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en Castilla y que con las armas y las leyes de los castellanos pasó a América, y es hoy el idioma común de los Estados hispanoamericanos”.
Mucho antes, en el siglo XII, Alfonso El Sabio, rey de Castilla, había empezado a hablar en toda la península ibérica en el lenguaje que los pueblos entendían y que desde entonces se llamó Castellano. Tres siglos después Antonio de Nebrija, en 1496, publicó su “Gramática castellana”, que fue la primera de una lengua moderna.
Pero no sólo el gran lingüista venezolano interpretó bien el asunto, sino que incluso la Constitución Española de 1978, producto de la democratización posterior a la caída del régimen franquista, definió: “El castellano es la lengua española oficial del Estado”.
Claro que enseguida lo cambiaron de hecho, cuando se dieron cuenta de que la lengua es un medio y una oportunidad extraordinaria para la neocolonización que requería el naciente capitalismo expansivo del gobierno español. Ahí nació el Instituto Cervantes, sostenido por empresas como Repsol, Telefónica, Iberia y los grandes multimedios. Y a la vez los Congresos de la Lengua (española, por supuesto), dedicados a analizar los problemas y retos del idioma (español, por supuesto) bajo lemas como “Identidad lingüística y globalización” en el caso de Rosario en 2004, donde se debatieron “los aspectos ideológicos y sociales de la identidad lingüística” y “el español internacional y la internacionalización del español”.
Era clarísimo que desde la lengua se procuraba reinstalar viejas pretensiones imperiales. La internacionalización de una identidad lingüística forzada era parte del aggiornamento del proyecto del Reino de España de, dos siglos después, retomar la representación de sus viejos y rebelados súbditos. Proyecto que ya no era territorial pero sí económico y de mercado, pues el gran objetivo detrás de la avanzada lingüística era la transnacionalización de sus empresas, bancos y multinacionales y su instalación en un mercado fabuloso, once veces mayor en habitantes y consumidores potenciales.
Entonces no solamente “la soberanía lingüística está en peligro”. Como dice el lingüista Scott Sadowsky, de la Universidad de la Frontera (Temuco, Chile) la lengua es hoy “el petróleo de España”. Por eso recomienda “dejar de hacerle caso a la RAE en lo que respecta al castellano”.
El mal paso dado por la UBA es un pacto de negocios montado sobre una nueva genuflexión interesada ante académicos y lobbistas hispanos que se han venido apoderando del otrora indiscutido sello de la RAE. Y no es un paso inocente. El Castellano es, después del chino mandarín, la lengua más hablada del planeta por el número de personas que la tienen como lengua materna. Es también el idioma que ha logrado mayor difusión en el mundo contemporáneo; es uno de los seis idiomas oficiales de la ONU, el segundo más estudiado en todo el mundo después del Inglés, y el tercero más utilizado en Internet. O sea, un fabuloso potencial colonizador y de negocios.
Todo esto también hay que decirlo a propósito de la denuncia de los colegas acerca de la injustificable decisión de la UBA.
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