Martes, 17 de mayo de 2016 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINIóN
Por José Paruelo *
Cómo hace unas semanas lo hizo Héctor Masoero, Alieto Guadagni (miembro, como Masoero, de la Academia Nacional de Educación) cuestionó algunos aspectos distintivos de la universidad argentina. En un artículo publicado en La Nación, Masoero se preguntaba si la gratuidad de la enseñanza promovía la igualdad y cuestionaba una ley promulgada en el gobierno anterior. En un artículo publicado en Página/12 (26/03/16) cuestioné algunos supuestos en los que pretendía sustentarse ese artículo: el arancelamiento de los estudios superiores. El Sr. Guadagni critica, en un artículo aparecido en Clarín, los requisitos de ingreso a la universidad. Cuestiona la ineficiencia que representa permitir que todos aquellos que terminan la escuela secundaria ingresen a la universidad pública. Cuestiona la ausencia de un mecanismo que seleccione a los “mejores”. Esto, argumenta, permitiría reducir la deserción y aumentar la eficiencia.
Durante los 90 se instauró una mirada de la educación importada desde otro ámbitos, particularmente el empresarial. En ese marco se buscó evaluar beneficios y costos y derivar indicadores. Uno de estos indicadores es la eficiencia, o sea la relación entre el “producto” del sistema (sería el graduado de la universidad) y los “insumos” gastados (medidos por el monto asignado por el presupuesto nacional a las universidades). El concepto de eficiencia (cantidad de producto/insumos) es extremadamente útil para evaluar el desempeño de, por ejemplo, una fábrica de tornillos: en este caso es muy simple identificar los productos y los insumos para fabricarlos. Pero, ¿cúal es el producto de la universidad? Hay un modelo de educación superior que está orientado solamente a producir profesionales, “graduados”. Hay otro modelo, el de la universidad pública heredera de la reforma universitaria de 1918, donde el énfasis esta puesto en las funciones. En este modelo, la universidad debe cumplir con tres funciones: generar conocimiento, aprender/enseñar y extender los frutos del conocimiento a la sociedad. ¡Ese modelo no especifica productos! Claramente, el hacer cotidiano de la universidad genera productos: artículos científicos, libros, maneras de pensar, ámbitos de discusión, ideas novedosas, conciencia, médicos, licenciados en letras, etc... En última instancia, cultura. Por supuesto, celebramos que la mayor parte de los ingresantes a la universidad se gradúen y que se publiquen muchos artículos en las mejores revistas. Es ocioso aclararlo. El punto es a expensas de qué maximizamos esos productos tangibles y cuantificables. Si para lograrlo, como propone el Sr. Guadagni, hay que restringir el ingreso, ese modelo de universidad se desdibuja, sus funciones se resienten.
Como suele ocurrir, aquí también aparece la ideología. Una de las perspectivas ideológicas desde la cual se piensa este tema es que, asegurado el acceso a la educación primaria y secundaria, la situación en que llega un estudiante a un eventual examen de ingreso es fruto del esfuerzo individual. Garantizada la “igualdad de oportunidades”, aparecen sólo diferencias asociadas al mérito. Este planteo desconoce aspectos fundamentales de la estructura de la sociedad: la existencia de minorías sojuzgadas, explotadores y explotados, diferencias de género, profundas desigualdades de acceso a bienes económicos y culturales, etc. Todo esto lleva a que la situación desde la cual un egresado de la secundaria enfrenta un examen de ingreso sea muy distinta según su contexto económico, social, cultural e, incluso, geográfico. Y que, obviamente, no tenga que ver con su esfuerzo y sus méritos. Este cuestionamiento suele contestarse con un “es prioritario mejorar la escuela secundaria”. Es cierto, pero ¿y mientras tanto? Es más, ¿las desigualdades sólo se asocian a la formación secundaria?
Permitir el ingreso a la universidad a todos es darle una oportunidad a la igualdad. Pero es más que eso, es diversificar la composición social, las historias de vida, las aspiraciones y las realidades culturales del claustro de estudiantes. Eso tiene enormes virtudes, no sólo para aquel que proviene de un secundario no tan bueno, también para el estudiante que hizo su vida escolar en colegios pagos en barrios cerrados.
Mi universidad, la UBA, eliminó el examen de ingreso apenas se pudo salir de la dictadura cívico militar. Desarrolló un sistema para acompañar a los estudiantes en el proceso de inserción en la exigente vida universitaria: el Ciclo Básico Común. En él se busca incluir al estudiante y no expulsarlo. Por supuesto, el sistema es perfectible pero luego de varias décadas ha mostrado sus virtudes al facilitar el proceso de nivelación de estudiantes que llegan en peores condiciones a los estudios superiores. Por supuesto que hay deserción. Pero, ¿qué tan grave es? Incorporar, aunque sea temporalmente, a la universidad a jóvenes es muy positivo para ellos y para la sociedad como un todo. De esa experiencia salen mejores. El título del artículo de Guadagni indica que nuestra universidad desperdicia recursos. ¿Haber mantenido en el sistema educativo por uno o dos años a nuestros jóvenes es un desperdicio? No, ¡es más educación!
¿Tiene el ingreso irrestricto y el supuesto despilfarro que eso implica consecuencias negativas sobre la universidad y su calidad? No podemos en estos casos hacer un experimento crítico para evaluar la hipótesis asociada a esa pregunta. Sin embargo, algunas evidencias sugieren que no es así. La UBA es la universidad iberoamericana mejor ubicada en el ranking mundial. Teniendo ingreso irrestricto desde hace décadas se posiciona mejor en una serie de indicadores de calidad (número de graduados, generación de conocimiento e impacto en la sociedad) que todas las universidades brasileras o españolas. No figuran en esa base de datos los presupuestos, pero con seguridad la UBA fue capaz de ocupar ese lugar con una fracción muy pequeña del dinero del que disponen universidades europeas o norteamericanas. Si traicionando mi convicciones calculara la eficiencia en el uso de recursos, seguramente la UBA pelearía el top ten. Pero no lo voy a hacer, no hace falta caer en eso...
* Profesor titular de la UBA, investigador superior del Conicet.
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