CONTRATAPA
En busca del jopo perdido
Por Rodrigo Fresán
UNO Busco la entrada correspondiente en mi ejemplar de The Encyclopedia of Fictional People y no, no la encuentro y, claro, pienso, tal vez la omisión tenga que ver con que para mí y para tantos Tintín existe y está vivo y nos sobrevivirá a todos nosotros por más que acabe de cumplir 75 años sin que se le mueva un pelo de su por siempre juvenil jopo. Esa es la noticia, ésa es mi coartada para escribir sobre él y, sí, se trata de una de esas fechas magdalenescas que te saltan al cuello de tu presente para morderte el pasado y poner a girar todo como esos calientes remolinos en las tazas de memorioso té. Abrir el diario y encontrarse con el joven periodista y su perro parlante equivale a reencontrar a aquel que fui yo hace tantos años, conversando con unos francesitos hijos de una amiga de mi padre, a los que yo les dije “Tintín” como palabra mágica y contraseña cómplice y ellos, entre carcajadas que todavía me ruborizan, primero no entendieron de lo que yo hablaba y después, los muy cretinos, me corrigieron con un “Ah... Thanthán”, y dónde estarán ahora y hace tanto tiempo que no los veo y hace tanto tiempo que veo y sigo viendo a Tintín, a Thanthán.
DOS Y hace unos meses le compré uno de los libros de Tintín a Rocco –el hijo de unos amigos argentinos de paso por Barcelona– y fue raro, fue como algo aún más proustiano y que ponía todavía más en evidencia la relatividad del tiempo, la permanencia de los clásicos, y la perturbadora pasión con que uno nunca deja de querer lo que quiso durante la infancia. Rocco tendrá más o menos la edad que yo tenía por aquellos días de Thanthán y el asunto –dime cuál es tu aventura favorita de Tintín y te diré cómo eres– era cuál de los veinticinco álbumes de Tintín regalarle. Y es que yo –que los leí todos menos el inconcluso Tintín y el Arte Alfa y La isla negra, que me reservo para mi vejez— tenía y sigo teniendo cuatro elegidos que van rotando: La estrella misteriosa (con esas formidables páginas introductorias sobre el fin del mundo); El cetro de Ottokar (con ese insert didáctico sobre Syldavia y donde la Castafiore canta por primera vez aquello de “El gozo me rebosa de verme tan hermosa”); El tesoro de Rackham el Rojo (ese submarino/tiburón); y por el que finalmente me decidí: El cangrejo de las pinzas de oro; donde se nos presenta al dipsómano-escatológico Capitán Haddock y donde tienen lugar esos sedientos cuadritos cinemascope del desierto tan diferentes al desierto de El Principito. Ustedes, seguro, hubieran preferido otros; pero eso es lo bueno de Tintín: se puede volar en ese cohete lunar con estampado de mantel de camping, o se puede perseguir a aquel yeti, y los seguidores a muerte del muchacho siempre se llevarán bien entre ellos. Porque el verdadero protagonista de las aventuras de Tintín es el mundo exterior y el espacio todavía más exterior: esa compulsión nómade tan importante en esa edad en la que vamos de la casa al colegio y, por las noches, soñamos como soñaron Verne y Salgari con la idea de que el movimiento se demuestra andando, con que estar quieto es una pérdida de tiempo. Y así descubrimos que se puede soñar en esos colores de una prolijidad casi patológica y admirada por Warhol con los que están pintadas todas las viñetas de Tintín.
TRES Y, ay, Tintín nunca vino a la Argentina y por algo será (tal vez le dio miedo); y está claro que no hemos sabido conseguir un equivalente a Tintín. Nuestro país –indiscutible potencia mundial a la hora del comic, nuestra patria de mala historia y excelente historieta– optó a la hora de lo representativo por esa magnífica épica de la derrota que es El Eternauta. Y claro: está visto que el Patoruzú de Dante Quinterno viajaba tan poco como su fóbico creador (Patagonia-Baires ida y vuelta) y que el Hijitus del inmigrante García-Ferré (¿será Pichichus pariente lejano de Milú?) supo crear todo un universo dentro de Trulalá. Quien sí vino a la Argentina –a capturar a Bambi y a gauchitos voladores– fue Walt Disney y tiene su gracia que los 75 años de Tintín casi coincidan con los 75 años de Mickey Mouse cumplidos el pasado noviembre. Son casi opuestos, Viejo y Nuevo Mundo: Mickey Mouse –como Bush– niega el mundo extranjero y prefiera crear sus propios imperios, sus Disneyland y Disneyworld, donde sea pero como en casita; Tintín, en cambio, apenas se queda en su mansión: sólo regresa para poder volver a salir. En algo se parecen uno y otro: los dos fueron condenados por la izquierda/semiótica. Del belga George Remi alias Hergé –muerto en 1983– se llegó a decir que fue colaboracionista; que su retrato de culturas exóticas en ocasiones bordea el racismo y la xenofobia como puede verse claramente en los polémicos y hoy censurados Tintín en el país de los soviets y Tintín en el Congo. (No tengo espacio para enumerar todo lo que se ha dicho del viejo Walt.) Y el roedor y el redactor son potencias económicas. Mickey, se sabe, no duerme. Y Tintín está traducido a 50 idiomas, ha vendido 200.000.000 de ejemplares y –para el horror de tintinólogos fundamentalistas– sus derechos cinematográficos fueron hace poco adquiridos por Steven Spielberg. Puestos a elegir me quedó con Tintín: siempre será mejor un periodista con pantalones horribles quien –que yo sepa– jamás envió un artículo antes que un ratón obsecuente que va a trabajar, silbando, todos los días.
CUATRO Y así llegan los homenajes: primera plana en los diarios europeos, proyecto de museo, exposiciones como la itinerante en Rayos y truenos: Tintín y el mar: ahora en el Museo Marítimo de Barcelona que mañana mismo iré a ver antes de que baje de cartel el próximo 31 de enero. Y lo más tintinístico de todo: la emisión de una moneda especial y conmemorativa. Un euro belga donde sonríen Tintín y Milú. Metal para llenar cofres que dentro de unos años, cuando todos nosotros ya no estemos por aquí, el muchacho del jopo saldrá a desenterrar y –luego de vivir múltiples aventuras– seguro que los encuentra. Porque eso es lo bueno de las aventuras de Tintín: los tesoros –por más que se los busque en el mar cuando resulta que todo el tiempo estuvieron en tierra firme, por más que Hernández y Fernández compliquen el periplo, por más que Haddock se emborrache, la Castafiore entone un aria, Tornasol sufra un desmayo o nosotros no pronunciemos correctamente su nombre– siempre se recuperan, como cierta variedad de tiempo, a la altura del último cuadrito.