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Nuevas evidencias de una decadencia anunciada

 Por Juan Sasturain

Lo que sigue es la versión triste, puntualmente actualizada, de un puñado de reflexiones sobre el estado de salud física y espiritual del fútbol argentino a partir del desempeño de sus equipos nacionales olímpicos y juveniles en general. Estas amarguras tienen unos cinco años, aunque vienen precedidas de múltiples aproximaciones similares que se remontan a más de una década atrás y fueron más o menos sistemáticamente expuestas en el otoño del 2011 ante un tropiezo internacional más que –por entonces– podía parecer un caso / resultado aislado. Y ya vemos que no ha sido así, lamentablemente. De ahí que me animo a reiterarlas, matizando los conceptos con los tonos aún más oscuros a la luz (o a la sombra) de los últimos papelones.

Por eso, reitero y me repito, aunque se trate para muchos en apariencia de un tema menor, no pertinente ni siquiera como cuestión; aunque me exponga al ridículo de la desmesura, voy a ser obviamente apocalíptico: creo (muchos creemos) que el fútbol argentino está en clara y acaso irreversible decadencia. Y me refiero, al decir fútbol, a lo único que me interesa: lo que pasa dentro de la cancha, el juego y los jugadores, no al contexto / los contextos de todo tipo. Para gran parte de los futboleros –a los que nos gusta, nos gusta y nos importa el fútbol argentino (y el fútbol en general)– la sensación generalizada es que estamos mal y que –dadas las condiciones imperantes de todo tipo– seguiremos empeorando. Y da pena, da lástima y da bronca. Es ese orden.

Leo / releo lo anterior y advierto en qué medida en los últimos cinco años –y aceleradamente en los últimos meses– en el tema del fútbol, lo que sucede dentro de la cancha ha sido criminalmente agredido por un contexto perverso signado por la presencia imperial del negocio y la desalmada lógica empresarial vigente como única vara concebible y medida de todas las cosas.

Pero volviendo a aquella afirmación inicial, valgan –ya insinuaba por entonces– algunas precisiones: “Estar mal” quiere decir –en primer lugar– que se juega mal, feo; que el índice de calidad (aptitud técnica y táctica) individual de los jugadores y de los equipos es cada vez más bajo; que la mayoría de los partidos (en tanto espectáculos) son horribles, incluso desagradables en términos de estética del juego.

“Estar mal” significa, además, en segundo lugar –y como resultado de lo anterior– que el fútbol argentino, confrontando con otros, cada vez obtiene menos resultados positivos. La mayoría de los equipos (selecciones o de club) que nos representan en copas y torneos internacionales, a todos los niveles, cada vez ganan menos partidos y habitualmente juegan peor que los ocasionales rivales de cualquier región futbolera del mundo. Creer (aceptar) o reventar.

Hasta acá, entonces: Jugar cada vez peor y ganar cada vez menos son síntomas de que estamos mal.

Pero “estar mal” significa, en tercer lugar, que hay sin duda causas sólidas –más o menos ostensibles y flagrantes– que hacen que afloren esos tristes síntomas: y esas causas, inmediatas y mediatas, encadenadas, deberían ser el motivo de análisis primero y de acciones después, para –en lo posible, si es posible y desde donde se pueda y quiera– revertirlas. Pero para eso tendríamos que dejar de hacer lo que nos gusta: hablar de fútbol (como hablar de libros, como hablar de música, de cine, de mujeres o de morfi) y empezar a hablar de todo aquello de lo que el fútbol es dolorosa / gozosa parte. Dura, necesaria y otra tarea. Mientras tanto –como dice el (buen) programa–, hablemos de fútbol. Y de los síntomas de nuestra decadencia futbolera.

Si lo anterior lo decíamos ya hace cinco años y lo que denominábamos “síntomas” son hoy –libertadoras y olímpicas– “evidencias”, qué cabe decir sobre las posibilidades que entonces había aún y hoy parece que no hay más respecto de esperar algún tipo de reversión externa del proceso destructor. Poco y nada.

En aquel momento, hace cinco años, con las últimas decepciones en el corazón futbolero y la retina herida por la fealdad de imágenes reiteradas –la derrota 3-0 del Sub 17 “dirigido” insólitamente por el “Mago” Garré en el Mundial de México ante Francia, cuando nos pasearon y nos hicieron precio, más las últimas y decepcionantes producciones del Sub 20 y otras selecciones menores– nos dejaban la evidencia de que los juveniles que en otro momento habían sido motivo de esperanza y serena convicción de que “el semillero” seguía ahí, ya no eran lo que solían. Desde hacía rato. Y no por su culpa (pobres pibes) por supuesto.

¿Qué nos cabe decir ahora, entonces, tras el penoso avatar de Río?

Quedémonos con lo que dijimos esa vez: La verdad es que –pareciera– en el fútbol argentino “aparecen” cada vez menos jugadores en el sentido literal: que sepan “jugar”, no meramente “competir” y “trabajar”. No hay mayoritariamente riqueza técnica, aptitud en el manejo de la pelota y vocación por su cuidado y administración colectiva. Para no hablar de las excepciones que solían caracterizarnos: no hay “diferentes”, no hay habilidad. Sólo esbozos de prolija disciplina táctica, seudo “oficio” y mañas mal aprendidas, nada más. Y del medio para atrás, claro. Cada vez más, nuestros seleccionados juveniles parecen –ante cualquier rival: sudamericano, africano o europeo de primera– empeñosos austríacos, polacos o anodinos luxemburgueses. Quiero decir, con todo respeto: equipos europeos de segunda, tercera línea, no enriquecidos por la explosiva inmigración negra que ha traído la globalización a los países occidentales abiertos, como Inglaterra y Francia sobre todo, y que “los salva” por ahora de su anémica producción genuina, local, de jugadores.

Y vuelvo a lo que vimos entonces, largamente repetido de ahí en más: en aquel partido con Francia –ellos, con inmensa mayoría de jugadores hijos / nietos de inmigrantes coloniales o afines– la diferencia física, mental y de aptitud fue abismal: un ejemplo del fútbol que viene y del que nosotros estamos –desde ya– excluidos. En este momento –decíamos en el 2011– no tenemos ni (clubes con) plata para bancar un desarrollo autónomo ni (jugadores) negros –el porvenir, en todos los sentidos, es de ellos– para mejorar los planteles nacionales. Cuestiones de economía globalizada y de geopolítica, que le dicen. Pero además, de criterio.

Quiero decir: si, por lo visto, estos empeñosos pibes que suelen representarnos son los mejores de su generación, tenemos un problema. Y si se supone que no pueden jugar de otra manera que como lo hacen, con otros conceptos del juego asociado, tenemos otro problema. Me gusta y quiero pensar que no es así: que éstos –más allá de los escamoteados a las selecciones por los intereses particulares hoy dominantes– son los pibes que los sospechados (por mezquinos) seleccionadores (entonces Garré, antes Perazzo, después cualquiera hasta el pobre Olarticoechea…) consideran que son los más aptos de acuerdo con “su” criterio de cómo debe jugarse; y que es cierta concepción mezquina del juego que “baja” de la conducción la que limita las posibilidades de jugar mejor a éstos u otros pibes. Es decir: en los juveniles, en las inferiores, se ven con mayor claridad que en ninguna otra parte o segmento recortado del fútbol argentino los síntomas mediatos de su enfermedad (que puede ser terminal): el resultadismo, etapa superior del capitalismo futbolero dependiente.

Así, decíamos entonces, cinco años atrás –y qué diríamos hoy, con el descalabro institucional generado por el negocio omnipresente– otros síntomas flagrantes de nuestro inocultable deterioro futbolero, rastreables en los campeonatos habituales, pese a sus formatos diferentes, han sido: el protagonismo casi excluyente de los entrenadores en detrimento de los jugadores; el desprecio por la posesión de la pelota y –alevosa evidencia– la dificultad creciente de los equipos para ganar de local. Y todos esos datos tienen una misma raíz.

Por ejemplo, en la Argentina no se sabe atacar porque se prioriza el “trabajo” defensivo, el “orden táctico”, la “disciplina” en la marca, la “concentración” y otros eufemismos que enmascaran la mezquindad de los que necesitan (desde el banco) destruir a los que crean, anulándolos si están enfrente, subestimándolos si los tienen a disposición. Se cree que gana el que “comete menos errores”, como si el fútbol fuera una ciencia exacta y no un juego creativo en el que caben y definen la imaginación, la destreza y campea el azar. Y para jugar hay que tener la pelota. Poner siempre más “recuperadores” que “creadores” en el medio campo implica, en lógica elemental, que se supone que es el otro y no yo el que tiene la pelota… La dirección técnica se parece, así, cada vez más a la jefatura de marketing o de personal que a la conducción musical o teatral, que de eso se trata.

Últimas salvedades que deslizábamos entonces y que hoy siguen penosamente vigentes: una, que un campeonato pueda haber resultado apasionante y emotivo –incluso interesante– no invalida ninguna de las afirmaciones anteriores. También una pelea entre dos nobles paquetes que se cagan a trompadas y no se sabe quién noqueará a quién puede apasionar y ser una malísima pelea. En este sentido, gran parte del periodismo especializado soslaya la referencia a la calidad del juego (partidos habitualmente espantosos) para poner el énfasis en factores externos a lo que sucede en la cancha. Tiene que ver –creo– con la conversión paulatina del fútbol en lo que es hoy para la mayoría de nosotros: un programa televisivo monstruoso, con todas sus implicaciones comerciales. Un asco, quiero decir.

Y con ése y algún otro exabrupto, más cierta dosis de esperanza nunca perdida en lo porvenir para la Selección mayor, terminaba aquel diagnóstico de un quinquenio atrás. Digamos que podemos seguir afirmándolo, pese a todo. Sin embargo, el diagnóstico general no ha cambiado: estamos peor aún. No hay nada más desagradable que ser portador de una mala noticia: amigos, compañeros futboleros, estamos en el horno.

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