Lunes, 15 de agosto de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Guillermo Levy *
Las declaraciones del presidente Macri no deberían hacernos quedar sólo en una disputa por los números reales de desaparecidos, cuando el conjunto de su declaración vuelve a la luz lo que piensa y siente una porción no menor de la sociedad argentina que avaló la dictadura y que desprecia y despreció siempre, a veces a los gritos y muchas veces solapadamente, todo avance en materia de derechos humanos.
Los números son imposibles de precisar justamente por la práctica misma de la acción genocida que sistematizó las enseñanzas que franceses y norteamericanos aprendieron –sin citar nunca la fuente– de sus maestros nazis: desaparición de cuerpos, destrucción de información y pacto de silencio que los genocidas siguen respetando a pesar de las mas de 700 condenas recibidas al día de hoy en juicios únicos en el mundo pero increíblemente relegados a los márgenes de las noticias.
Macri suele ser bastante más sincero que la media de nuestra dirigencia política. El número de desaparecidos se estableció en 30 mil en momentos de lucha contra la dictadura y de imposibilidad de acceder a más datos que las estimaciones provenientes de miles de denuncias en todo el país y la labor valiente y militante de cientos de familiares y amigos, que es puesta siempre bajo sospecha con estas declaraciones que dan cuenta, sutilmente, de un profundo desprecio por toda la lucha, reconocida internacionalmente, de los organismos de derechos humanos, en una época en la cual otros, como el grupo empresarial del que el actual presidente fue directivo muchos años, tenían otras preocupaciones.
Han pasado décadas desde que la Conadep registró 9300 desapariciones de los que se animaron a declarar y excluyendo a los que no declararon porque no aceptaron la política de derechos humanos del gobierno radical. Denuncias que aumentaron cuando el Estado en la década de los 90 implementó reparaciones económicas para cumplir con una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenaba a la Argentina a aclarar y reparar, y decía que las leyes alfonsinistas de impunidad –Punto Final y Obediencia Debida– eran contrarias al derecho internacional. Ahí aparecieron más denuncias y luego con el fin de la impunidad –ya en la etapa kirchnerista– muchos se animaron a hablar por primera vez.
Muchísimos sobrevivientes del nazismo nunca hablaron o lo hicieron después de 20 o 30 años. En el año 2005, tuve la oportunidad de ir a Tucumán, donde todavía se hablaba popularmente de la época de la dictadura como la “época de la subversión”, donde los genocidas seguían teniendo un enorme poder económico y social. Hasta ese momento se conocía una sola sobreviviente de la “Escuelita de Famaillá”, primer campo de concentración que funcionó más de un año antes del 24 de marzo de 1976. Con la política de juicios y con la seguridad que daba un discurso estatal fuertemente condenatorio y reparatorio de ese pasado, empezaron a aparecer muchos más sobrevivientes de ese campo y estos meses se está sustanciando un juicio histórico en esa provincia.
Tenemos los desaparecidos que nunca volvieron y tenemos los miles de los que pasaron por el infierno del campo, una semana, tres, meses y algunos años enteros, y volvieron. Volvieron a una sociedad que no quería escuchar su testimonio tan fundamental para el conocimiento del horror. Volvieron cargando la culpa del sobreviviente –también calcada de la experiencia nazi– y muchas veces con la mirada injustamente sospechosa de compañeros y familiares. ¿Esos cuántos son? ¿Quién cuenta a los desaparecidos sobrevivientes? Seguramente, entre muertos, desparecidos que hoy continúan desaparecidos y secuestrados que estuvieron en el infierno de los campos y volvieron, tenemos muchos más de 30 mil.
La discusión no es matemática sino política. Macri, como lo fue antes Lopérfido, expresan a esa parte de la Argentina que avaló la dictadura y la represión y que se ha sentido profundamente violentada por el papel que tuvieron en el anterior gobierno la memoria, la reivindicación del carácter militante de los desaparecidos que la teoría de los dos demonios había dividido en “inocentes y culpables” y, sobre todo, la reparación del pasado dictatorial mediante el fin de la impunidad. Una porción de nuestra sociedad que forma parte de un núcleo duro, minoritario pero importante, que odia al kirchnerismo con muchas más razones de las que odió a Alfonsín por el Juicio a las Juntas.
Bronca difícil de manifestar en estos tiempos, porque se han construido pisos en la última década, sobre todo, que impiden la reivindicación o justificación del accionar de la dictadura como se podía hacer en los 80 o incluso en los 90, cuando en el principal programa periodístico de entonces se llegó a cuestionar abiertamente el derecho de las abuelas a recuperar a los “hijos de los terroristas”, como todavía se atrevían con impunidad a llamar a los desaparecidos.
Hoy por suerte, eso lo pueden murmurar o decir en reuniones privadas, pero no en público. Sin embargo, a veces aparecen expresiones honestas que dan cuenta de ese relato vivo pero tan mal visto hoy mayoritariamente. Reaparece hoy de la mano de esa derecha política y cultural –la tan denostada anteriormente por ellos– “teoría de los dos demonios” que hoy expresa quizás, la máxima concesión posible, para los perpetradores y defensores del genocidio. Agarrarse del relato más cercano posible a su reivindicación de la represión: Guerra Sucia, ahora que volvió la sintonía con el país del Norte, mezclada con el “hubo asesinatos de los dos lados”, reconociendo con resignación los propios pero denunciando que los derrotados de ayer, también mataron y apelan a la venganza disfrazada de justicia.
El uso de la expresión “guerra sucia” por parte del Presidente, traducida del término acuñado por los gobiernos y la inteligencia norteamericana, “dirty war”, es quizás más grave que la discusión sobre el número. Más allá de la carga simbólica de usar un término tan amigable para los represores argentinos y popularizado por el país con el que Macri hace gestos permanentes de genuflexión, dice lo que este gobierno, o sus principales dirigentes, realmente piensan: en la Argentina no hubo una masacre sistemática, planificada, en función de un proyecto de transformación económica y social conducida por civiles miembros de nuestros sectores de poder más concentrado, del que la familia del Presidente forma parte, sino una guerra donde la tortura, las violaciones sistemáticas a las mujeres detenidas, los asesinatos y el robo de bebés fueron la parte “sucia” de una guerra que junta en su suciedad a la violencia ejercida por las organizaciones armadas, infinitamente inferior cuantitativa y cualitativamente y, sobre todo, sin la responsabilidad estatal que convierte aquellos crímenes en forma sistemática en genocidio.
Sin aferrarse al número 30 mil que es más un símbolo que una realidad comprobable en forma tajante (aunque mucho más cercano a la realidad que los “9 mil”) se puede afirmar que los discursos que defienden en forma militante los “7 mil, 8 mil, 9 mil” “como hay en un muro” –que no es ni más ni menos que el Parque de la Memoria que está en la jurisdicción que Macri gobernó ocho años– no están discutiendo cantidades sino relatos, legitimidades. Están expresando su bronca por los términos “dictadura cívico-militar”, por los términos “crímenes de lesa humanidad”, por el término “genocidio” para explicar lo que pasó, por el rol protagónico y denunciante de los organismos de derechos Humanos y, sobre todo, su tremendo rechazo a la política del anterior gobierno de anulación de las leyes de impunidad, y a los juicios históricos que se siguen sustanciando, que quisieran anular, pero por suerte, hasta ahora, no pueden. Las 2 mil rondas de las Madres, el intento de detención de Hebe, la renuncia de Lopérfido y las declaraciones de Macri parecen volverse en contra de su manifestada intención de no anclarse en el pasado.
Quizás ese pasado todavía no esté tan cerrado y nos siga dando, todavía, muchos elementos para entender este presente.
* Docente de la carrera de Sociología (UBA) e investigador del Centro de Estudios sobre Genocidio (Untref).
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