CONTRATAPA

Hipervanguardias

 Por Leonardo Moledo

La última vez que visité un país ex comunista –los remanentes del comunismo que siguen operando en mí no me permiten decir cuál– tuve el privilegio de visitar la muestra del Gran Premio Nacional de ese país, que se exponía en el museo K**. Como reacción contra el realismo socialista y sus gordas manejando tractores que habían azotado al país durante décadas, la primera versión del premio se había dedicado al cubismo, la segunda al arte conceptual, la tercera al surrealismo (querían quemar etapas) y esta vez les tocaba a las hipervanguardias, que renegaban de la imaginación y sólo querían capturar el puro real.
Casi a la entrada había una mesa común y corriente, y sobre ella un CD también común y corriente del grupo Celedonian Trust, del cual se ocupará oportunamente Rodrigo Fresán, y a su lado, el título de la obra (“mesa con compact de Celedonian Trust”). Me pareció un poco absurdo, pero la ultravanguardia siempre es un poco absurda, y así debe ser.
Los visitantes se arremolinaban alrededor de la mesa y hacían comentarios. “Es escalofriante”, decían, “me hace temblar”, “esto sí que es una verdadera obra de arte”. Un grupo de turistas japoneses, fascinado, sacaba fotos como si se tratara de La Gioconda. La obra de arte siguiente consistía en una silla con respaldo (“silla con respaldo”) aseguraba el cartel, y al lado un banquito (“banquito”). Los visitantes se estremecían ante la potencia del arte, pero debo confesar que yo no sentía nada. En uno de los pasillos había dos teléfonos públicos, una planta de interiores, más allá un televisor por el que pasaban un informativo, más adelante vi una ventana que daba a los jardines del museo. La obra se llamaba “ventana abierta que da a los jardines del museo”. Vi una canasta con una botella de vino; todo el mundo decía: “maravilloso” “¡qué imaginación!”, “¡son verdaderas obras de arte! ¡Qué emoción!”. A mí la canasta de vino no me producía ninguna emoción; sólo sed.
Y entonces, vi un dispenser frente al que un hombre tomaba agua. Quise servirme, pero el hombre me lo impidió. “Imposible”, dijo. “Esta es una obra de arte.”
–Pero usted estaba tomando –argumenté.
–Yo formo parte de la instalación –dijo el hombre, y me mostró el cartel: “Hombre que toma agua”. Con que era eso.
En otra de las salas habían picado la pared, dejando al descubierto un horroroso amasijo de caños retorcidos –seguramente de factura socialista–, de luz, de agua, de gas, pegados de cualquier forma, con cables sueltos (un cartel advertía “220 volts”) y otros atados con cintas celestes y blancas, cosa que no dejó de despertar cierto fervor patriótico en mí. El título de la obra era “caños”. Apoyando el realismo, sobre el suelo se podía ver el cadáver de una visitante que inadvertidamente había tocado un cable suelto. La pobre mujer, vestida con ropa de la época de los cincuenta, yacía con la lengua violentamente apretada entre los dientes y la cara de un color violáceo que ya empezaba a descomponerse y dar lugar al sutil espectro de la putrefacción. Sobre su falda, un cartel explicaba: “cadáver”. Los caños hacían “glu” “glu” (“glu”), lo cual me recordó mi infancia (“infancia”), pero el olor era tan espantoso que corrí al extremo del salón, donde había una canilla abierta (“canilla abierta”) de la cual manaba un chorro generoso que se escurría por el desagüe de un piletón (“piletón”); la canilla y el chorro me recordaron imperiosamente la necesidad de hacer lo que elípticamente se denomina una escala técnica. Miré alrededor. “¿Me podría decir dónde está el baño?”, le pregunté a un visitante que se paseaba como distraído. “Imposible”, dijo el hombre, “yo soy una obra de arte, pero si quiere, le puedo hablar diez minutos sobre el espanto de lo real” y se puso a perorar sobre el espanto de lo real. Lo dejé allí parado, y probé con dos o tres espectadores más, que resultaron también ser parte de la muestra. A esta altura, la desesperación me invadió: ¿dónde podría encontrar algo vivo, algo parlante, o en su defecto, un baño? ¿Terminaría por dar un espectáculo bochornoso en un país extranjero? Justo en ese momento, vi una señal (“señal”) que decía “baños” indicando el fondo del pasillo (“pasillo”) donde una puerta tenía el cartel salvador “baños, caballeros”. Entré como una tromba, pero no llegué a hacer nada. Dos feroces supervivientes de la GPU o como quiera que se llamara la policía política local, se me tiraron encima, me inmovilizaron y me arrastraron afuera, al grito de “¡quería profanar una obra de arte!”. Traté de zafarme, pero fue inútil; me esposaron y me tiraron al piso mientras me pateaban la cabeza. Un empleado del museo corrió, ató un hilo a las esposas y puso un cartel: “turista esposado por orinar en una instalación”. Me puse a gritar, pero no sirvió para nada; cambiaron el cartel por “turista que grita”. “¡Quiero ver al cónsul!”, vociferé, y pusieron un cartel “turista que pide hablar con el cónsul”. Mientras yo me retorcía, los espectadores empezaron a arremolinarse en masa: “¡Esto sí que tiene vida!”, decían, “¡Esto sí que tiene fuerza, esto sí que tiene expresión, esto sí que es una verdadera obra de arte!”. Los japoneses sacaban fotos.
Y entonces y de repente, sí, sentí el estremecimiento del arte, su potencia, su fuerza invencible y reveladora, porque comprendí que aunque lograra zafar de mis esbirros, nunca más saldría de allí; todas las salidas (“salidas”) eran obras de arte que no se podían tocar ni atravesar, y el espacio exterior que me parecía anhelar (“espacio exterior que me parecía anhelar”) no era sino la instalación de algún artista (“artista”) enrolado en la hipervanguardia (“hipervanguardia”).
Por supuesto, los policías (“policías”) y yo (“yo”) ganamos el Gran Premio Nacional (“Gran Premio Nacional”) y nos pasearon por todo el país (“país”) y es por eso que cuento esta historia (“historia”), (“historia”) (“historia”)...

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