CONTRATAPA
Explosiones, reflexiones, elecciones
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Ahora es domingo y todos los recortes de los diarios de los últimas semanas, las notas tomadas durante los últimos meses, los resultados de encuestas, las frases más sueltas que nunca de personalidades en la televisión y de desconocidos en las barras de los bares... nada de eso sirve ya porque toda hipótesis y todo pronóstico de la histeria preelectoral –que si aquella mayoría absoluta, que si este pacto– han sido barridos por el viento de la Historia post-atentados. “De súbito, todo ha quedado antiguo”, escribía Juan José Millás el viernes pasado y los españoles en condiciones de votar lo hacen hoy con la inesperada novedad de heridas recién hechas, en carne viva, con los ojos cansados pero bien abiertos de los que se despertaron de muchas cosas y dejaron de soñar con muchas otras el pasado jueves por la mañana cuando todo lo que parecía más o menos claro y establecido y predecible voló por los aires. De pronto lo que aquí y ahora se elige es mucho más que un individuo con contrato por cuatro años con derecho a renovación. Porque puede pasar cualquier cosa; porque pasó de todo en los últimos días. El jueves fue el día del espanto; el viernes el día del dolor y la tregua; el sábado supuestamente reflexivo fue el día de la furia y de las acusaciones cruzadas.
Superada o no la fiebre del sábado por la noche, el domingo es, entonces, el día de la postergada reflexión y de la acción inmediata. Todo junto y por el mismo precio en esa boleta que se elige, y se introduce por la ranura del futuro de una urna y a ver qué pasa.
DOS Aznar sale de su cuarto oscuro y declara que espera que los españoles puedan votar en libertad. Y qué cosas raras dice Aznar. La idea de que Aznar piense que las concentraciones fuera de programa de ayer hayan podido lavarle el cerebro a alguien y modificar su voto es algo escalofriante, porque obliga a pensar, automáticamente, que su idea del poder político es mucho más poderosa de lo que es y le toca ser. Para el mediodía, todos los candidatos han votado y dicho lo que suelen ser mensajes apenas codificados. Zapatero habló de que se abre “una nueva época de mucha confianza” y Rajoy dijo que “a los españoles les toca juzgar lo que se ha hecho durante los últimos años y manifestar su confianza de cara al futuro”. Uno y otro parecen cansados luego de las escaramuzas de ayer, del abrupto cambio de guión de los últimos días, y de darse cuenta de que gane quien gane hay poco y nada que festejar. Y mucho, muchísimo, por explicar.
TRES Y al final votó bastante más gente que en las últimas elecciones: un 77 por ciento del padrón. Así, políticos y periodistas repiten una y otra vez –cosa rara– que la gente respondió a la llamada luego de lo acontecido el pasado jueves y salió a votar masivamente “en defensa de la democracia”. Lo que no termina de entenderse: porque aquí la democracia jamás corrió peligro alguno, no se bombardeó el palacio de gobierno, no se asesinó un presidente, no se intentó tomar el poder. Los muertosen los trenes no eran candidatos a nada salvo a víctimas del fuego cruzado de un conflicto en el que no les avisaron que estaban metidos.
Y las campañas electorales y sus clímax –las elecciones– son tan parecidas a las películas: no importa tanto el talento o los buenos deseos que se hayan puesto a la hora de filmarlas; lo que importa es lo que sucede en el momento del estreno. Lo que ocurre cuando aquellos directores o actores que se pensaban las estrellas del asunto descubren que no son otra cosa que los títeres de los espectadores que alzan o bajan su pulgar. Por eso casi nunca nadie gana en las elecciones y casi siempre alguien pierde. Las elecciones son el castigo para uno y la oportunidad para otro. A la hora de la verdad, lo importante no es cómo uno llega sino cómo se va uno. Y, en principio, todo parece indicar que el pulgar apunta para el costado: empate según algunas encuestas, gana este según otra y gana aquel según otra más. Lo de siempre; y ya va siendo hora de considerar a las encuestas como más o menos burdos efectos especiales de la película electoral.
CUATRO Por suerte, la realidad no demora en imponerse ante los espejismos; los números empiezan a ordenarse; y lo cierto es que no es que haya ganado Zapatero o haya perdido Rajoy. Lo cierto es que perdió Aznar y que –todo parece indicarlo– finalmente le han pasado la factura por una mala gestión de la mayoría absoluta. El escándalo de la financiera Gescartera, la catástrofe ecológica por el naufragio del Prestige y la alianza carnal con Bush, a lo que se ha sumado la por lo menos torpe manera a la hora de informar el avance de las investigaciones en cuanto al bestial atentado del jueves, han determinado su caída desde las alturas en las que se sentía más César que jefe de gobierno. Más allá de esto –bien lo supo en su momento Felipe González– no suele ser saludable que un mismo partido gobierne durante tres períodos seguidos. El voto útil de la izquierda (que salió de las arcas de Izquierda Unida), el voto indeciso y fiaca (que por una vez resolvió que un domingo cada cuatro años hay algo más que fútbol), el voto fresco de los 2.000.000 de nuevos votantes (que probablemente haya sido el decisivo a la hora de dar vuelta la tortilla) determinaron que Aznar se vaya de la peor manera posible y Zapatero –siempre quedará la duda de cuántos votos hubiera sacado si no se hubiera producido la catástrofe del pasado jueves; nunca sabremos si la tendencia ascendente de las últimas semanas habría alcanzado estos mismos resultados– llega en buena hora pero en las peores circunstancias. Suyas ahora son las cámaras; y de él depende cuál será el género de esta nueva película. De entrada –por suerte– se verá obligado a formar alianzas, a proponer convenios, a armar un gobierno conformado por muchas voces y con muchos puntos de vista: eso con lo que el PP no dejaba de aterrorizar como si se tratase de un suerte de Jack El Destripador consitucional. Eso que, finalmente, no es otra cosa que una de las formas más oxigenadas a las que puede aspirar y respirar la democracia.
Ahora sólo queda rogar porque Al-Qaida considere que ha cumplido su misión venciendo a su enemigo español derrotado y de salida. Y que Al-Qaida se vaya lejos.
Y que, por favor, gane John Kerry.