CONTRATAPA
El Método Kurtz
Por Rodrigo Fresán
UNO Por un lado están los actores que son devorados por sus personajes (Alec Guinness o el joven Robert De Niro, por ejemplo) y por otro están los personajes que son devorados por quienes los actúan (Peter O’Toole o Robert Mitchum serían de los más famélicos en este sentido). Marlon Brando es un caso aparte: Brando es sus personajes porque los personajes –capomafia, viudo atribulado, semental en camiseta– acaban, invariablemente, siendo Brando. Y es que en Brando los límites se diluyen, las fronteras se borran, y nunca ha sido esto más evidente que a la hora de crear a la sombra terrible y definitiva del coronel Walter Kurtz en Apocalypse Now. En el film dirigido por Francis Ford Coppola, Brando ofreció lo que puede considerarse su incontestable última gran actuación y –como en todas sus otras grandes actuaciones– aquí no se trata de formularse el terreno y hamletiano interrogante de ser o no ser sino de responderse con una tercera y más inquietante y paradójicamente divina opción: desaparecer.
DOS En su indispensable Biographical Dictionary of Film, el inglés David Thomson apunta algo muy interesante cuando escribe que “Brando siempre pareció más poseído por su propia potencia que en control de ella”. Es verdad. De ahí, tal vez, lo que muchas veces se definió como puro instinto cuando las cosas salían bien o imperdonable pereza cuando las cosas salían muy pero muy mal, y aun así... En cualquier caso, a la hora de Kurtz, Brando acaba con todo diagnóstico y hace y se sale con la suya. El único precedente para semejante hazaña es el que protagonizó Orson Welles –otro ángel caído del paraíso hollywoodense, otra voz inconfundible– en El tercer hombre: Kurtz –al igual que Harry Lime– es casi un fantasma a lo largo de casi toda la película, pero aún así contamina con su leyenda hasta el último fotograma. Brando –como Welles en todos esos papelitos que aceptó por cuestiones alimentarias– es un virus para el que nunca se descubrió o se descubrirá vacuna. Uno y otro siempre acababan actuando no de sí mismos, pero sí de personajes que eran ellos. No importaba que se llamaran Jor-El, padre de Superman, o el padre Mapple, en las orillas de Moby Dick. Kurtz es la sublimación de este síntoma. Kurtz es casi una autobiografía alternativa de Brando. Un hijo dilecto del Pentágono entrenado para grandes cosas y ascender a lo más alto y que, un día, patea el tablero y desaparece y adopta un nuevo juego de reglas –las suyas– y desaparece en las tinieblas de su corazón para ser adorado por un puñado de salvajes que lo consideran un nuevo mesías. Así, Kurtz es alguien peligroso porque –con sus alucinadas diatribas radiales de caracoles deslizándose por navajas de afeitar y sus alucinantes incursiones sin pedirle permiso a nadie– se convierte en un peligro para el sistema y en una mancha en el uniforme del ejército más poderoso del mundo ya listo para ser derrotado. Suplantar el Pentágono por la industria cinematográfica y a ese oficial por este actor y se obtendrá a Marlon Kurtz o a Walter Brando. Alguien al que el capitán Willard –verdugo encandilado por su oscuridad y su latido– define como “el hombre más quebrado y hecho pedazos que jamás he conocido”, y alguien que, ya lejos del Actor’s Studio, en la feliz jungla de su descontento, actúa “sin método alguno”.
TRES Y se sabe casi todo sobre el rodaje de Apocalypse Now. Abundan los libros, los documentales y miles de anécdotas: los largos años de filmación, la locura megalómana de Coppola; el ataque cardíaco de Martin Sheen; se conoce incluso cuál era la idea original del director para el reparto (Steve McQueen como Willard, Gene Hackman como Kilgore y Jack Nicholson como Kurtz); y, sí, se saben muchas cosas de Brando y de su Kurtz. Se sabe que llegó mucho más gordo de lo que se esperaba, que ni siquiera había pasado de la primera página de El corazón de las tinieblas –la nouvelle de Joseph Conrad inspiradora de todo el asunto– y que exigió (y fue obedecido) que el nombre de Kurtz fuera cambiado por el de Leighley. De hecho –lo cuenta el compaginador Walter Murch en el libro de conversaciones con Michael Ondaatje– se filmaron muchas escenas donde todos hablan acerca de Leighley y, cuando Brando cambió de opinión y decidiera volver a Kurtz, hubo que regrabar los diálogos. Pero si se mira con cuidado, se nota: los labios de Harrison Ford dicen “Leighley”, pero en la voz que sale de ellos suena “Kurtz”. Después –es leyenda– Brando por fin leyó El corazón de las tinieblas y se rapó la cabeza sin consultárselo a nadie y surgió de las profundidades de la casa flotante que le habían acondicionado diciendo: “Ahora todo está perfectamente claro para mí”.
CUATRO Y para mí también. Cada cual atiende su Brando y el mío es Kurtz. Fue mi primer Brando –no había llegado a tiempo a El Padrino y a El último tango en París; en 1979 todavía no reinaba ese milenarista y doméstico negocio de la nostalgia representado por las siglas VHS o DVD– y Apocalypse Now fue la primera película prohibida para 18 años a la que pude colarme. Tenía 16 y tuve suerte: otros, por entonces, debutaban con Isabel Sarli. La vi por primera vez en un cine de pantalla gigante y todavía recuerdo la emoción que me produjo la certeza de al fin estar gozando de una flamante obra maestra durante su estreno y no en una cinemateca. El otro día –luego de saber de la muerte de Brando– volví a ver la muerte de Kurtz. La versión Redux del 2001. En casa y con las persianas bajas y el ventilador encendido. La película ha envejecido mucho mejor que todos nosotros; resulta inevitable compaginarla con las guerras del presente (Bin Laden, otro hijo adoptado por el Imperio, ha acabado siendo el más mortal de los huérfanos); y al revisitarla es imposible no pensar en que si el sueño de la razón produce monstruos, entonces vaya uno a saber qué producirá el sueño de los monstruos. En cualquier caso, ahí estaba y está y seguirá Brando. Cuando terminé de ver la película, puse un noticiero y apareció el general Colin Powell, disfrazado de Village People, cantando una versión castrense de YMCA y contoneándose como una triste conejita de Playboy mientras –explicaba el locutor– “difundía el mensaje de Estados Unidos a un auditorio”. Kurtz y Brando –“¡El Horror! ¡El Horror!”– hubieran dado la apocalíptica orden de arrojar la bomba, de exterminarlos a todos. Ahora.