CONTRATAPA › UN CUENTO DE NAVIDAD
Pilín y la Abuela Luisa
Por Mempo Giardinelli
No sé qué fue lo que me impresionó más de ese chiquito, pero tenía un incendio en la mirada. Había en sus ojos una rabia madura que delataba algo la sombra de algo atroz en su breve historia.
Me acerqué a él contraviniendo la consigna que nos damos: no establecer relaciones personales con los chicos; no practicar favoritismos de hecho; no dejarnos vencer por nuestra propia sensibilidad.
Desde que empezamos el “Programa de Abuelas Cuenta Cuentos”, insisto en que nuestra función es –debe ser– la de simples proveedores de algo que allí falta, y proveedores coyunturales, además. Simplemente somos gente que está supliendo lo que el Estado, hoy, no hace o no puede hacer para todos.
–¿Y vos quién sos? –le pregunté serio, sin sonreírle, como preguntaría un cana.
–Me dicen Pilín, nomás –y viéndole los pelos se entendía el nombre: duros y parados, tiesos de tanta mugre. Habría que raparlo, pensé para mí, estas piojeras debieran raparse, carajo, pero no podemos hacer nada. Los chicos no se tocan. Los chicos, en la pobreza, son propiedad de los padres. Quizá la única.
Estábamos en un comedor que hemos bautizado “Piacenza Solidaria” porque lo bancamos con dineros que nos envían amigos de aquella ciudad del Norte de Italia. Está ubicado en un barrio periférico de Resistencia, uno de los tantos asentamientos en los que vive (es un decir, porque vivir no es el verbo apropiado) el setenta por ciento de los casi 400.000 habitantes de Resistencia.
Allí, todas las tardes a las cuatro en punto, entre 200 y 300 chicos del barrio se acercan a tomar la leche, preparada por grupos de mamás voluntarias a quienes les proveemos de leche en polvo, azúcar, galletas o pan, y cada tanto garrafas de gas.
–¿Ya tomaste la leche, vos?
–Sí.
–Entonces andá nomás.
Pero él no se movió. Miraba todo, alrededor, con ojos de adulto. Incluso a unos chicos más grandes que jugaban con una pelota nueva. Los miraba como miran los gatos, o los yacarés: de lejos y con fijeza, inescrutables.
–Andate Pilín, si ya tomaste la leche rajá.
Me miró desde abajo como con desprecio y me habló como un grande:
–Estoy esperando a la Abuela Luisa.
En ese momento me distraje para atender un pedido urgente de Mónica, una de las mamás cocineras. Siempre tienen demandas superiores a cualquier capacidad de respuesta; siempre tenemos que poner límites y explicar que nuestras limitaciones son casi todas.
Este diciembre, semanas atrás, tratamos de imaginar una celebración para este 24. Pero, ¿quién que no sea pobre sabe qué es exactamente la Navidad para los más pobres? ¿Quién que no pertenezca a ese mundo puede conocer realmente los sentimientos de una familia que no sabe qué tendrá a la mesa, si es que tiene algo, o sea una familia cuyos niños saben que lo único que casi seguro tendrán son carencias, tristeza, acaso violencia y desamor?
Todos estuvimos de acuerdo en eludir los golpes bajos y este viernes anterior a la Navidad, cuando llegamos al barrio con un grupo de abuelas, budines y panes dulces, pelotas y un montón de juguetes para repartir, yo vi a este chiquito de mirada de fuego y me dije minga de golpe bajo, éste tiene pintado en la cara el verdadero paisaje navideño de este barrio.
–¿Y por qué la Abuela Luisa y no otra?
–Me gusta, nomás. Pilín espera a la Abuela Luisa todos los viernes, me ha dicho Olga, otra de las mamás cocineras. Le pregunté si es porque no tiene abuela en su casa. No, no tiene. Apenas tiene los restos de una familia: padre desocupado y drogadicto con varias entradas en la policía; madre sirvienta que labura todo el día en casa de un médico del centro y vuelve, molida, cada noche; cinco hermanos, dos de ellos discapacitados. Hay días en que todo el alimento de Pilín es esa copa de leche. Viene con un tarrito y se lleva un par de tazas para los hermanos. Todos se hacinan en una pieza de chapas y maderas, por allá, cerca de los basurales de la ciudad. A veces los cuida su tía, que es aquélla, y Olga señala a Rosa, que tiene 14 hijos, dos en cana y siempre buscando ayuda para zafar de las denuncias judiciales por mandar a varios de sus chicos como lavavidrios o mendigos.
Nosotros sabemos que aquí los papás no existen. En el comedor, al menos. No vienen, pero miran todo desde lejos, desde las casas o taperas, desde las esquinas. O espían mientras juegan al fútbol en la canchita. Son las madres las que trabajan: desde las dos de la tarde y bajo el solazo del Chaco empiezan a hervir la leche y lavan las tazas, preparan las paneras, espantan las moscas, contienen a esas bandadas de pequeños vándalos y todo ello rumiando contra esos hombres embrutecidos por la desocupación y el resentimiento, que ora parecen peligrosos, ora inofensivos, doblegados por la derrota, que las vigilan desde lejos.
–Y encima tenemos que putear contra las que no vienen –protesta Mónica—, porque acá hay cada una.
En ese momento llega el remise de un amigo que trae a un par de abuelas. Una de ellas es Luisa, especialista en leer cuentos de Graciela Cabal.
–¿Y por qué te gusta la Abuela Luisa, Pilín?
El chico calla y se rasca las nalgas con la mano bajo el pantaloncito raído. No sonríe, yo creo que ni sabe lo que es sonreír.
–Porque me deja pensando –dice.
–¿Y qué pensás, si ella no te trae nada?
Los dos sabemos que esa nada no es tal. El programa provee de lecturas, ese otro alimento maravilloso. Pero él no sabría expresarlo.
–No sé –dice Pilín–. Cosas.
Y entonces me mira como diciendo sí me da, me lee cuentos, siempre uno distinto y después me quedo toda la semana pensando. Pero no lo dice.
Simplemente se dirige al grupo que ya rodea a la Abuela Luisa y se sienta a sus pies, sobre la tierra dura, justo cuando ella empieza a leer.
Cuando después de un rato nos vamos en la camioneta, dando tumbos entre los pozos que dejó la última lluvia, un amigo me llama al celular para concertar un menú para el 24. Acuerdo distraída, amablemente con lo que propone. Y cuando cada abuela es devuelta a la puerta de su casa, y me dirijo a la mía, me quedo pensando. Yo también. En muchas cosas.