CONTRATAPA

Un abismo lleno de risa

Por Sergio Ramírez *

Ahora que celebramos los 400 años de la aparición de El Quijote, es bueno no olvidar que aquel caballero de la triste figura dejó para los siglos sabias reflexiones sobre el poder, que siempre habrán de venirnos bien. Y la principal de ellas se refiere al eterno desacuerdo entre lo que la ley justa manda y el modo injusto en que se cumple, o la ofensa aún más grave de que no se cumpla del todo. O que los jueces se avengan a falsificar sus sentencias en acato a los arbitrios de ese mismo poder.
Don Quijote sabe que las leyes que castigan la avaricia, que penan los desfalcos, que prohíben el enriquecimiento ilícito, terminan siendo dictadas para no ser cumplidas. Lo sabe don Quijote, y Sancho lo sabe a su manera, porque nuevo en el poder de su ínsula Barataria, quisiera crear un orden justo nuevo, aunque todo esté ya consignado en viejas leyes abandonadas y olvidadas.
Sancho prohibió el acaparamiento de los bastimentos en la república, decretó el libre ingreso de los vinos y la pena de muerte para el que los aguase; mandó moderar el precio del calzado, puso tasa a los salarios de los criados y gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos; ordenó que ningún ciego cantase milagros en coplas, sin probar ser ciego verdadero, e hizo y creó un alguacil de pobres, “no para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran, porque a la sombra de la manquedad fingida y la llaga falsa, andan los brazos ladrones y la salud borracha”. Pero, al mismo tiempo, quiere también, con gravedad, “favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar a los virtuosos...” Al fin y al cabo, él quiere gobernar “sin perdonar derecho ni llevar cohecho”.
El abismo entre el poder ideal y el poder real está lleno de risa. Desde los viejos tiempos de Erasmo, Cervantes sabe que el ejercicio del poder deviene de la locura del interés y el cinismo, y que en cada acto de gobierno trasudan las miserias estrafalarias de la condición humana, entre las buenas intenciones, la tentación de oprimir, la debilidad ante los halagos, el deseo de fama, la crueldad, la compasión y la impostura. Y Cervantes, muy justamente, pone el discurso sobre el ideal del buen poder en boca de un loco. El gobierno honrado, la recta justicia no son sino imágenes desbocadas en la mente de don Quijote, que ha perdido el juicio.
Don Quijote sabe bien lo que las leyes, hechas siempre para no cumplirse, deben contener, y las recomendaciones a Sancho para el ejercicio de su poder son muy concretas: el justo medio, la discreción, la sencillez en el atuendo, la rectitud de costumbres; ni codicioso, ni mujeriego, ni glotón. Y le pide hacer lo que al pueblo descreído de la rectitud de sus gobernantes un día le gustaría ver: que visite las cárceles para consolar a los presos, las carnicerías y las plazas para vigilar los pesos y medidas. Que sea honrado, que no prevarique, que no se enriquezca. Es un espejo útil al ejercicio del poder real, que suele representar todo lo contrario. El poder venal, ensartado de corruptelas: “Que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes”.
Pero también sabe don Quijote, como lo ha dicho en su discurso sobre las armas y las letras, para qué sirve el poder a los que se esfuerzan en conseguirlo, y pasan tantas penurias hasta llegar a la cima: “Los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera, en reposar en holandas y damascos...”
El poder, suspendido en la bruma entre el bien y el mal, seguirá siendo fruto de la locura. “Para eso estoy yo, la locura”, dice Erasmo, para regocijo de Cervantes, “... adormecidos por las voces de los aduladores...¡qué felices se sienten gracias a mí! Libres de los cuidados del gobierno, se dedican a la caza, a cabalgar en briosos corceles, a vender los puestos y las magistraturas, a discurrir sin cesar nuevos métodos con los cuales se apropian del dinero de los súbditos para sus vicios y sus lujos. Cubriendo sus iniquidades con la máscara de la dignidad, resucitan e inventan títulos honoríficos para sus favoritos y hasta, de cuando en cuando, halagan al pueblo con cualquier bagatela, para tenerlo contento”.
Y a medida que Sancho trata de establecer sus decretos de buen comportamiento entre la ralea miserable de desocupados, tahúres, matarifes, soldados, sangradores, solicitantes, sacamuelas, prostitutas, sacristanes, alcahuetas, mendigos falsos y reales, y los pone bajo la amenaza de la vara del alguacil, comisionado de medir las costillas de los pícaros, el choque de la justicia con la realidad hace brotar aún más las alegres chispas de la risa. Los de arriba se ríen siempre de la vara del alguacil.
“Si a su tiempo tuviera yo esos 20 ducados que vuestra merced ahora me ofrece –le dice a don Quijote uno de los galeotes a quienes libera en el camino–, hubiera untado con ellos la péndula del escribano, y avivado el ingenio del procurador...”
Todo el discurso de Cervantes sobre el poder tiene aquí su remate y corona de gracia, nos recuerda este libro de los libros. Los malos gobernantes salen siempre ricos, muy dados a enseñar sus opulencias y, si acaso llegaron al poder en nombre de los pobres, se quedan para siempre hablando de los pobres. Se vuelven cosa de risa.

* Escritor nicaragüense. Autor de Sombras nada más y Adiós muchachos, entre otras novelas. De La Jornada de México. Especial para Página/12.

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